El cuento por su autor

Tengo amigos que no paran de hablar. No sé si es un defecto o una virtud, pero hablan y hablan, y uno se pierde como en un laberinto de palabras. Y después, cosa singular, no queda nada en la cabeza de lo que dijeron. No sé si seré alguna vez así: digamos, de hablar y hablar y no saber muy bien por qué estoy hablando. Una vez, alguien me dijo algo acerca de un tipo que no paraba de hablar que me quedó en la cabeza: es una frase que usé un par de veces en ciertos contextos, aunque no agota lo que puede llegar a implicar en cuanto a la lengua. “¿Por qué habla tanto tal?”, creo que le preguntaron a este tercero, cuyo nombre o rostro no puedo acordarme. “Para entretener al lenguaje, nomás”. Quizás me haya inventado la anécdota. O quizás pase como pasa a veces, que es el lenguaje una sombra que produce en nuestro interior recuerdos que no se tienen en sentido legítimo. Así creo que pasa con la infancia, que es en realidad un efecto de lenguaje, porque nadie recuerda nunca nada de esa época. Y todos nos quedamos con los recuerdos de las tías más grandes que dicen que, de bebes, balbuceábamos tal cosa o teníamos tal gesto.

La literatura pasa de tías a sobrinos. Es eso, a fin de cuentas.  

BANANA SPLIT

Habrá sido cosa de dos o tres días atrás que me invadió eso que la literatura ha gastado como idea: el llamado recuerdo involuntario. Sí, como Proust, conocido por escribir profusamente y demorarse en magdalenas. La cual yo nos ubica en un plano totalmente extranjerizante: ¿quién, en su sano juicio, con este manso calor, comería una magdalena con té para acordarse de su abuela? Pura desproporción. A esta altura del verano, generalmente, la merienda es reemplazada por helado o cerveza. No yo, que se entienda: me considero un conservador gastronómico y sólo puedo tomar café a cierta hora de la tarde, como Oliveira de Rayuela, distinguiendo entre el momento justo para el mate o el café con leche. Pero sí he notado, con mirada antropológica, que la mayoría opta por lo amargo o lo dulce de una ingesta fría, que refresque al cuerpo por dentro, lo cual suena lógico. Así se ve a los muchachos en cuero por las callecitas del Bajo destaparse una fresca, como corresponde, aunque esa imagen se repite con mayor amplitud en las anchas veredas de San Martín, en sus esquinas medio laberínticas, como la que da a la calle San Bernardo, o San Carlos (¡San Martín, la docta!), en donde, en el garage frente a la casa de una pariente, los mecánicos suelen participar de la práctica con sana alegría, destapando una tras otra, a veces, si mis ojos no me han engañado, usando de tope algún capót por pintar. La otra porción del país prefiere los helados. ¡He ahí la grieta! Gente cansada del amargor vital que opta por los sabores amables, infantiles, de esas bochas refrescantes cuyos colores parecen proyecciones pesadillescas impuestas a lo real. ¡Qué dicha el saborear un helado! Dicha perdida, claro, luego diré por qué, que es verano y tenemos tiempo para que me demore. ¿O usted tiene que hacer otra cosa? Ah, bueno, sigo.

Todo esto venía a cuento por lo de la memoria involuntaria. Por el acto de que algo casual, sin ningún tipo de razón evidente, dispare en nuestra cabeza diversos recuerdos hasta que uno toma forma y consistencia y se impone, obligándonos a meternos de lleno en el pasado evocado. Venía yo en mis cosas cuando vaya uno a saber qué partícula de la creación (¡no era una magdalena ni un helado, se lo aseguro!) me llevó a recordar a uno de mis más entrañables amigos de infancia. Alguien a quien no veo hace mucho, sépalo, y que seguramente estará muerto, enterrado con esas cruces de madera supuestamente provisorias en el cementerio de San Martín, dónde si no. El recuerdo puntual no era tanto de cuando éramos niños y todo resulta más claro, hasta en los recuerdos, que se encuentran llenos de esa luz propia del pasado que no se sabe muy bien si son de las fotos con flash de las máquinas de rollo o de la realidad; no, bien le digo, no era un recuerdo involuntario de la niñez, sino más bien de la última adolescencia, cuando ya empezaba a transitar por el mundo laboral y sus pesares. Eran los tiempos de mi primer trabajo. ¿Que dónde trabajaba?, pero, ¿dónde iba a trabajar? En el lugar donde todos empiezan a trabajar, creo: en un supermercado. ¡Dios bendiga a los supermercados! Créame, lo digo sin ironía, es sin dudas un lugar que puede contratar a cualquiera y que, además, siempre es territorio de los más diversos eventos. Parejas que realizan su primera salida juntos (¿a cenar? ¡No! La primera salida que vale de una pareja es cuando ambos van al supermercado, anótelo para que no se le olvide), niños que comprenden los sentidos más abstrusos de la vida al ver el precio de su juguete predilecto, viejas que gastan sus últimos impulsos vitales en seleccionar con pericia tal tomate o tal lechuga. Uno aprende a vivir en el supermercado: no nos fiemos, por favor, de la publicidad falsa que más de un político malicioso quisiera implantar en la sociedad. El supermercado es la base de lo social, es en donde se juega el pacto que nos separa de los animales, ese pacto que ve nacer el mundo civilizado, que es la génesis misma del mercado. Se juegan valores, se pone en evidencia el saber matemático, pero también se ejercita la facultad de juzgar, desde lo estético hasta lo más práctico… ¡todo está allí! Tuve la suerte de que mi primer trabajo fuera en un supermercado. Empecé primero como humilde cadete para luego pasar al espacio de la intelectualidad emergente en esos ámbitos laborales: la caja registradora. Sabe que desprecio con todo mi corazón esta cultura del autoservicio que algunas cadenas quieren imponer. Quiero decir, eso de que no es necesario que nadie nos atienda, y que podemos tomar los productos nosotros, pesarlos, incluso, ¡cobrarnos a nosotros mismos! Es como la trampa del profesor que le pide a un alumno que se autoevalúe. ¡Un pleno acto de sinsentido! Además, no sólo recortan trabajo al no poner cajeros, cosa que es evidente, sino que también nos sacan la posibilidad de interactuar con seres humanos al terminar con el vínculo más perfecto de lo social en su conjunto, que es la compra. Comprar resume la esencia de lo humano, que es el intercambio y la puesta en juego de características tan propias de quienes somos que sólo podemos descubrirlas al ejecutarlas. ¡No se fie del Cristo que echa a los mercaderes del templo! Recuerde mejor a aquel que anuncia la suprema contraprestación, aquella subrayada en el Sermón de la Montaña: los que ahora padecen se llenarán de regocijo, sencillamente porque, a la manera de alguien que paga sus impuestos antes de tiempo, no tienen por qué padecer esa metáfora del castigo pecuniario que es el más allá infernal. Recuerde esas específicas palabras: los que sufren, no sufrirán; los que lloran, no llorarán. ¿No es ese, acaso, un llamado a poner en una balanza simbólica el peso del sufrimiento contra el peso del futuro bienestar? ¡Esa moneda sí que resiste a cualquier devaluación, estimado!

Era yo cajero en ese momento de un supermercado cuyo nombre me ahorro el decirlo… ¿Le parece que es importante?... adivine, entonces. Tome esto que le cuento como una adivinanza y después dígame qué piensa. Le decía que era yo cajero y tenía la suerte de que mi amigo, este que le mencioné antes, vivía a escasas cuadras de la sucursal en donde yo aprendí el oficio, en donde aprendí a trabajar. Como me tocaba el turno tarde, salía a la noche e iba a cenar a la casa de mi amigo, quien vivía con su padre. Los dos parecían sumergidos en una pelea que no tenía fin. Un enfrentamiento que nació cuando nació mi amigo, calculo. Lo cual es raro, digo, esto de estar en el foco de una tormenta que no tiene fin, porque, en sentido estricto, mi amigo no tenía para nada un comportamiento beligerante con los demás. Sólo con su padre manifestaba ese carácter brutal, esas contestaciones que invitaban a la pelea física (que, por suerte, nunca atestigüé entre ellos, ¡imagínese lo que hubiese sido!). Las peleas eran por los temas más absurdos: si estaba bien puesta la mesa, si el horario del programa deportivo que ambos veían era a las 8 o a las 9, si habían comprado los packs de esa gaseosa intomable, tercera marca, de la cual ambos eran adictos. En el medio de esas constantes riñas, yo caía cansado de la jornada y me disponía a ser la tercera pata de una mesa desequilibrada, una suerte de cable a tierra que le permitía a ambos parar el conflicto, someterse a la tregua y charlar de una manera un poco más civilizada. La madre nunca estaba con ellos. Padecía los más terribles casos de dolor de espalda, cosa que ahora juzgo como excusa para no tener que ver a su marido ni a su hijo, ya que, si poníamos en ese rabioso coctel a la madre de mi amigo, la explosión era asegurada. No descarto que haya sido víctima de fuertes ataques de depresión. Tenía un olor particular, de sudor constante, pero aún así con un dejo a flores, mejor, a esos perfumes a flores que los ancianos compran en las farmacias. Es increíble cómo un recuerdo involuntario también puede implicar un olor de ese tipo. Continúo.

En una de esas tantas noches de cenar con mi amigo y hablar con el padre de deportes (o fingir hablar, porque, en rigor de verdad, nunca tuve inclinación por lo deportivo), tuvimos la charla que sé que constituye el núcleo duro de este recuerdo. ¡Ay, la memoria! Se concentra en lo que quiere y conforma una suerte de carozo experiencial, sedimentado por el tiempo, transformando detalles absurdos en aquello más presente que tenemos cuando viajamos con nuestra mente hacia el pasado. En el encuentro en cuestión, no sé cómo llegamos a la idea de comer helado. El padre de mi amigo lo habrá sugerido por la penosa cena que compartimos (siempre entre los tres, la madre pasaba sus noches en la cama, como dije, con paños de agua fría en la frente), quizás como estrategia para sacarnos el mal gusto de una milanesa refrita o una pizza cruda. Empezamos a debatir en torno a los gustos de manera muy ascética, tranquilidad propiciada por el hecho de que estuviese allí. ¿Se imagina usted la pelea entre padre e hijo si ese infame y pobretón cajero de supermercado no hubiera estado allí? ¡El mismo Infierno, se lo aseguro sin resquemores! Cuestión que el debate se terminó cuando el padre recordó que ese día había comprado en el mismo supermercado en donde yo trabajaba y la familia de mi amigo se hacía de los bienes que aseguraban su existencia nada más y nada menos que un kilo de helado. ¡Qué bien! El debate se podía posponer y podíamos entregarnos todos al disfrute. Pensé eso, al menos. Vaya si fue grande mi decepción cuando se mencionó el gusto del postre: Banana Split.

“¡No!”, dije en voz alta. Todos me miraron sorprendidos. Mi amigo, su padre, me atrevo a decir que hasta la madre, desde la otra, lejana habitación habrá levantado la voz espantada por el grito que pegué para remarcar mi negativa. “¡Ni en pedo como de ese helado de mierda!”. Usted me conoce y sabe que raramente uso tales palabras, pero debe tener presente mi juventud, mi clara falta de formación y, por sobre todo, la necesidad que tenía en ese momento de subrayar el peligro ante el que nos encontrábamos. “¿Qué pasó? ¿Por qué no vas a comer helado?”, dijo mi amigo, claramente preocupado por mí, por mi bienestar y por la fuerza con la cual había manifestado mi descontento. “¿No te gusta el helado de Banana Split?”, ¡qué infamia! ¿Cómo no me va a gustar el sabor de esa magnífica fruta? Menos en el formato cremoso y acompañado por dulce de leche y chocolate, tal el sabor del Banana Split en nuestra patria. “¡No!”, ratifiqué, “¡ese helado es una mierda y les voy a decir por qué!”. ¡La memoria es en verdad una serie de cajas chinas o de muñecas rusas! Pero qué le voy a decir a usted, que no es otra cosa que alguien tan humano como yo, y no una máquina que segmenta e individualiza cada recuerdo a la manera de uno de esos archivos de computadora que todo lo discriminan. Para nada, la memoria no actúa así, sino que es escurridiza, caprichosa y, por sobre todo, infinita: una vez que abrimos un recuerdo, de él surge otro y otro y otro, en una cadena imparable que nos envuelve al mismo tiempo que nos constituye. “¡Fernando! Por favor, me estás asustando, decime qué pasó”, dijo el padre de mi amigo, su cara ya transformada por el pasmo que le produjo mi reacción. Sin más dilación, comencé mi historia. Voy a ir a los puntos principales, porque ya veo en su gesto ciertas muestras de hastío. No me lo niegue, vamos. El punto central era que dos o tres meses antes de la cena que le estoy contando, un operario del depósito de frutas y verduras cometió un error fatal. Como seguramente le habrán informado en algún momento de su vida, las frutas y las verduras deben conservarse para poder estar radiantes en el sector correspondiente del supermercado: tal es así que muchas frutas, por ejemplo, llegan no del todo maduras y terminan el natural proceso en estados artificiales de conservación. Este operario puso mal la temperatura en la que debía conservar el dorado fruto ecuatoriano (¡desgracia nuestra! ¡Las bananas, argentinas ellas en la multitud de productos derivados, son ecuatorianas! Todo se presta al chiste), lo cual terminó en un impensado escape de gas en las cámaras de refrigeración y ¡pum! Toda la cámara de las bananas voló por los aires.

Hechas puré por la explosión, ni lentos ni perezosos, los responsables de la firma tuvieron que encontrar un destino para no perder la inversión. Y es así que llamaron a sus técnicos más formados para transformar el puré en, sí, ya lo ve usted venir, helado artesanal. ¿Que un supermercado no vende helado artesanal? Se nota que no es usted el que hace las compras en su casa, aggiornese, mi querido, porque sí lo hacen, y lo exhiben de manera tal que uno no puede sino comprarlo. ¡Todo está en la manera en la que se presenta! Seguí con la historia aquella noche: por rumores en las góndolas de mi lugar de trabajo, me enteré que íbamos a tener una enorme cantidad de helado artesanal en oferta, específicamente, helado de Banana Split. Así pasamos semanas y semanas con carteles anunciando cosas tan inverosímiles como que con la compra de determinado valor el cliente podía llevarse un kilo de Banana Split. “¡Así fue como conseguí el helado!”, dijo el padre de mi amigo luego de mi singular anécdota, su mano en la frente calva, expresando sorpresa. “Pero, ¿qué pasó con el operario”, replicó mi amigo, inquisitivo. “Nunca lo encontraron”, respondí, parco, mientras veía cómo los otros dos comensales bajaban con horror las cucharas a la mesa, depositándolas al lado del envase de telgopor como si fuesen guerreros entregando sus armas luego de una derrota impar. Es hasta el día de hoy que no sé si alguien, alguna vez, habrá comprado un kilo de ese helado y se habrá encontrado quién sabe con qué parte de la explosión mal procesada: un anillo, el resto de un pantalón, hasta, quizás, un dedo, porque siempre se encuentra un dedo cuando pasan estas cosas. ¡Me invadió el recuerdo abstracto de ese dedo, tal vez! ¡Algo que no viví llevó al desvaría mi memoria!

Desde ese momento en adelante, seguí visitando a mi amigo, seguí comiendo con su padre hasta que él murió, y luego mi amigo se hizo especialista en artes marciales y la madre sobrevivió por apenas meses a la muerte de su cónyuge, y el Universo empezó a ingresar en el olvido que todo lo devora en la noche oscura. Pero tenga bien presente que desde esa noche, desde esa singular noche en que conté lo que todos en la sucursal sabían, nunca, en ningún momento, nadie se atrevió a sugerir comer helado.

Y fue así, nomás. Pero no lo retengo, siga con el trámite, pregunte a ver qué gustos quiere la mayoría, yo no tengo preferencia. Sabrá entender por qué hace tanto que no como ningún helado, ¡es como si se me hubiese quitado la posibilidad de una comida! Aunque no me apena. He desarrollado, si se puede, un paladar más sensible a los gustos sutiles. ¿Crecer no es eso? ¿No es dejar lo pomposo, lo impactante, para buscar el giro mínimo, el comentario pequeño, el cierre elegante de una idea? Calculo que es una manifestación lingüística de la decrepitud corporal esto de adorar la palabra justa. Queda poco para entretenerse con el cuerpo, ¿no?, quedémonos con la lengua, que sigue siendo la misma, siempre. Cosas que pienso, nada del otro mundo. Siga, pregunte, que la fila es larga y las señoras del fondo ya me miran mal, como si no se hubiesen atiborrado de carne y ensaladas y fiambres. Seamos prácticos en esto de anotar los sabores, de todos modos, y convengamos que, por lo menos, ya sabe qué gusto no pedir. No importa qué digan esas señoras del fondo.