A veces, cuando Camacho andaba a solas por el desierto de la pampa, pensaba que todo eso que estaba ahí afuera -o mejor dicho: todo eso que ya no estaba- no era más que la reacción del mundo a la infección de la Humanidad. Durante siglos el planeta había sufrido el avance inescrupuloso del hombre. La era de los terremotos había sido una forma de reacción, el instinto de supervivencia de un planeta contra la plaga que lo estaba destruyendo por dentro. Ellos, los sobrevivientes, los que trataban de resistir en ese mundo nuevo que había quedado después del fin, los que recorrían sin esperanza la tierra de la Era Baldía, no eran más que una secuela persistente. Un dolor que no se iba.
Este es el fin del mundo, pensaba en esos momentos. No había un mañana. No había un empezar de nuevo. Era un lento final. Y sabía que era el fin precisamente porque así, creía, debía haber sido el principio, el comienzo de los días del mundo: un páramo interminable y solitario, una sucesión de valles y colinas y selvas sin límites. Después habían venido los hombres. Y se trazaron caminos y se alzaron ciudades de piedra que cayeron, y fueron borradas por la historia. Y otras ciudades se alzaron, y se tendieron rutas de asfalto, y líneas de tren como cicatrices en la tierra. Se envenenaron las aguas, se vaciaron montañas, se arrancaron los bosques. Pero ahora que el mundo había reaccionado la naturaleza se empezaba a imponer otra vez. La civilización era un manojo de ruinas y la naturaleza, día a día, iba a recuperando terreno, a pesar de las ciudades de hierro, de los pueblos fantasma, de los gauchos errantes.
En la pampa no hay tiempo. Un día es todos los días. Mil años son un parpadeo. El viento desgasta la piedra y la arrastra por la tierra y la arena. Así como el mundo había cedido a los hombres, el mundo se encargaría de borrar sus últimas huellas. Se encargaría de borrar su secuela, su huella de dolor.
¿Era posible Confín en un mundo sin esperanza?
Algunos decían que Wolff era tan viejo como el mundo.
No lo era. Pero casi.
Era un sobreviviente imposible de los Años de Caos, esa época remota y olvidada que había tenido lugar después del Cataclismo Final. Había crecido en ese mundo salvaje y desconcertado que nació de las ruinas de una civilización enterrada. Después de que el Mundo Antiguo desapareciera, tragado por la furia de cientos de terremotos sucesivos que se extendieron a lo largo de toda la superficie del planeta; después de que todo perdiera su forma y adquiriera formas nuevas; después de que el Mundo Antiguo pasara al olvido. Ahí, en ese rincón del sur del mundo que le había tocado en suerte, había crecido en la intemperie feroz de los excluidos. Era un tiempo de tensiones y equilibrios delicados, signados por la puja permanente entre las clases dominantes, empeñadas en construir su burbuja en la refundada ciudad de Bayres, y los que se habían quedado afuera, desechos de la humanidad que habían sido condenados a sobrevivir de cualquier modo. El mundo -o lo que había quedado del mundo-, por entonces, era un dique resquebrajado y a punto de ceder.
La Guerra de los Treinta Años -que, por supuesto, todavía no se llamaba así: era apenas una guerra sin nombre, una guerra en minúscula de la que nadie imaginaba las verdaderas consecuencias- le brindó la oportunidad de comprar su lugar dentro de la ciudad con tiempo de servicio y no dudó en sumarse al ejército de Bayres. Por entonces tenía veinticinco años. Como todos los que sobrevivían allá afuera, tenía una determinación feroz y estaba dispuesto a todo. Se pasó los primeros dos años viviendo en cuarteles militares hasta que finalmente consiguió vivienda propia y permiso de residencia. También conoció a una mujer y en los breves períodos de licencia, entre campaña y campaña, cuando volvía a Bayres, se imaginaba un futuro. Sin embargo, no duró. Un día Wolff dejó de volver porque su hogar, su verdadero hogar -descubrió-, ya hacía tiempo no estaba en esa ilusión que había tratado de construir en Bayres sino allá afuera, en medio del humo de metralla y la sangre y las compañías silenciosas de las mujeres oscuras de las ciudades ocupadas.
Al principio nadie daba un peso por él. Sin formación militar -ni formación de ningún tipo-, parecía condenado a boyar oscuramente por las brigadas de voluntarios hasta que una bala le pusiera fin a su desdicha. Pero era un hombre sin nada que perder y con vocación de riesgo. Poco a poco fue escalando posiciones y sus maniobras intrépidas y temerarias no tardaron en llamar la atención. Unos días antes de la Batalla de Ubajay, durante la avanzada por el litoral, lo ascendieron a General de Brigada. Tuvo una tarea sobresaliente. Tuvo, también, muchas bajas en los cuerpos que se desempañaban bajo su comando. A Wolff le gustaban las confrontaciones, los choques cuerpo a cuerpo, los asaltos contra posiciones elevadas, las ciudades en ruinas donde podían ser emboscados. Era el que se ofrecía para dirigir los ataques que nadie quería dirigir. Durante la campaña del Litoral lo apodaron «General Suicidio». Sus análisis tácticos, decían sus detractores, eran insensatos y aventurados. Los batallones de Wolff eran siempre compañías con pocos veteranos: casi nadie vivía mucho tiempo con él. Pero, de algún modo, sus métodos no dejaban de ser efectivos. Sus hombres lo seguían con una fe ciega y él los empujaba más allá de cualquier temor y resistencia. Nadie sabía explicarlo, nadie sabía decir por qué, pero había algo en él que se transmitía a sus hombres y los convertía en fanáticos obedientes capaces de seguirlo a cualquier parte. Si Wolff se paraba ante un abismo y les ordenaba saltar, lo hacían sin la más mínima vacilación.
Para cuando todo terminó y la guerra se trasladó hacia el sur, se había pasado casi la mitad de su vida metido hasta el cuello en una guerra devastadora que estuvo a punto de llevárselo más de diez veces. Había perdido el pelo y ganado peso, la mirada se había transformado en una luz fría y acerada, y tenía una colección de cicatrices que le recorrían el cuerpo como un mapa indescifrable, un recorrido de heridas y dolores estampado en el pellejo. En la guerra había encontrado su forma de estar en el mundo. Todo lo que sabía hacer era matar.