El abuelo Ulderico había llegado a la Argentina poco antes de la Primera Guerra, de Recanati, un pueblo ubicado en el punto más saliente de la costa adriática italiana. Las dos únicas fábricas que allí existían, una de peines de hueso y otra de fisarmónicas, habían cerrado. Y fue el cura del pueblo quien empezó a reclutar a los jóvenes que se habían quedado sin trabajo para mandarlos a la Argentina. Mano de obra fresca para la extensión del ferrocarril, que estaba en manos de los ingleses.

El abuelo no tocaba la fisarmónica, tocaba el clarinete en la Banda Municipal de Recanati. A poco de llegar a Buenos Aires armó una banda de música, mandolina, violín, acordeón y clarinete. Todos ferroviarios, todos mozos de su mismo pueblo; tocaban los días de fiesta en las glorietas de las plazas y los domingos en el foso de los cines, haciendo el acompañamiento de las películas mudas.

Nos gustaba oír las historias del abuelo de cuando en la banda de su pueblo tocaba la Marcha de San Lorenzo, o de cuando Giacomo Leopardi, el poeta de Recanati, era hostigado por los chicos por su cuerpo deforme.

Que entre los que le tiraban piedras no estaba el abuelo lo supimos de grandes, mi hermano y yo, cuando vimos que Leopardi y él habían nacido con un siglo de diferencia.

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La primera vez que oí la palabra tipógrafa fue cuando la abuela contaba que ese era su trabajo en Recanati, lo que la distinguía entre muchos de sus paisanos que apenas sabían leer y escribir. La abuela Geltrude vivía en la calle San Vito 15, muy cerca de la Iglesia, a cuyas espaldas se enterraban a los muertos. –Cuando era chica tenía que cruzar el cementerio para ir a mi casa–, contaba con una sonrisa todavía algo inquietante. Quizás por eso la abuela vivía con cierta religiosidad, sin faltar un domingo a misa. Ese día se vestía con lo mejor, calzado nuevo y mantilla negra siempre perfumada. Para llegar a la iglesia del barrio se hacía acompañar por el abuelo, que algún juramento habría hecho porque jamás entró a una.

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Nuestra casa, que era la de los abuelos, estaba en Villa Pueyrredón, un barrio de ferroviarios en el confín de la Capital, a pocas cuadras de la estación. En los terrenos cercanos a las estaciones, los ingleses habían construido canchas de golf o de tenis, para su uso exclusivo. En Villa Pueyrredón estaba el Club de los Ingleses, con sus canchas de tenis de polvo de ladrillo, que se adivinaban detrás del alambrado cubierto de arbustos.

En las tardes, las inglesas bajaban del tren listas para jugar al tenis. Se paseaban desprejuiciadamente por el barrio en shorts y zapatillas blancas, esgrimiendo sus cabellos rubios y sus raquetas, al paso elegante de sus largas piernas. ¡Qué ofensa para las jóvenes que las veían pasar, menos estilizadas, más reprimidas y que además eran hijas de los obreros que trabajaban en el ferrocarril!

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El 1 de febrero de 1944 nació Horacio, mi hermano, en la maternidad del Hospital Rivadavia. La vida en casa empezaba a mejorar. Su llegada y la de Perón prometían alegría y cierta prosperidad. Mamá con tapado de piel, los paseos en Palermo y vacaciones en Córdoba. Todo registrado en pequeñas fotografías de bordes ondulados.

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Cuando la Casa de Gobierno fue bombardeada aún no se sabía que en la Plaza de Mayo había muerto mucha gente. No se sabía, pero el ruido de los aviones cruzando el cielo de Villa Pueyrredón presagiaba un clima de guerra. El abuelo corrió a buscar a Horacio a la escuela y lo trajo a casa. El abuelo, que no era peronista, quizás por fidelidad a los ferrocarriles ingleses, entendió a su modo cómo sentirse argentino.

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Mamá era la bibliotecaria de la Biblioteca Popular, creada cuando las Sociedades de Fomento trataban de mejorar las condiciones del barrio. El abuelo había sido uno de los fundadores y en esa Biblioteca aprendió a leer y a escribir en castellano. Acostumbraba traer libros a la casa para leer a la noche, después de escuchar la radio.

Para mi hermano, los libros de la Biblioteca fueron el consuelo y alimento en los largos días en que el asma lo dejaba en cama.

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El fondo de nuestra casa daba al corazón de la manzana, lindante con los fondos de otras casas similares, de muros muy bajos. Era el lugar para la huerta y donde se tendía la ropa. Había un bañito que usaba mi hermano cuando le hicieron una pieza en el patio de atrás. Horacio dibujaba en las paredes del bañito escenas fascinantes, luchas, guerreros blandiendo escudos y sables. Indios, soldados y sargentos. Secuencias de relatos que competían con las historias del Misterix y las revistas de la editorial Frontera, que él coleccionaba. Horacio escribía con la mano derecha y dibujaba con la izquierda. Trazo firme y figuras en movimiento, saltando, cayendo, armas al aire en batallas imaginadas, hacían del uso del baño un pasaje a la aventura.

Cierta noche entró un ladrón que iría pasando de fondo en fondo y se asomó a la pieza de mi hermano. Los dos se miraron sorprendidos, se saludaron y en un rápido movimiento el ladrón salió corriendo mientras se acomodaba bajo el brazo unas sábanas recogidas de los tendederos. El espantapájaros que cuidaba la quinta donde la abuela plantaba radicheta, perejil y tomates había observado todo serenamente.

Gran final para un cuadrito de aventuras policiales.

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Una mañana apareció sobre la mesa del comedor una máquina de escribir. Los tres años en el colegio comercial de Villa Devoto le habían enseñado a mi hermano las habilidades de un mecanógrafo que él sintetizó en dos dedos, dos saetas bailando sobre el teclado en una carrera contra su pensamiento. Tac, tac…tac. –Vení, nena, vamos a comprar una cinta-. La azul se había acabado hacía rato, la roja también.

Con la alegría de un juguete nuevo, le pedía a mi hermano que me dejara escribir a mí también. Negra, alta, con teclas de borde metálico, brillante en todo sentido, la máquina de escribir reinaba en la mesa del comedor. Y reinó en el mundo de Horacio para siempre.

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Cuando terminó el secundario, Horacio viajó a Bolivia invitado por un compañero del Nacional Sarmiento, donde había cursado los dos últimos años. Se apellidaba Ponce, era concertista de piano, hijo de un diplomático boliviano. Mi hermano se fue con una valija pequeñita y se hospedó en su casa por unos días. Grandes charlas y proyectos. Después de asistir a unos cursos de filosofía que dictaba ocasionalmente allí el padre Ismael Quiles, rector de la Universidad del Salvador, se fue a recorrer la selva amazónica. Sin noticias, perdido, estuvo varios días insolado.

-Comiendo bananas-, contó mi hermano con humor, ya en casa. Nos trajo algunos recuerdos, el más lindo, un barquito de totora de los que cruzan el Titicaca, que durante muchos años fue un curioso adorno en la casa. Al tiempo llegó una carta desde Bolivia del padre de su compañero. Quería retomar esas jugosas charlas.

Como un reto a su silencio, la carta terminaba con un destacado: “¿Qué le ha pasado Horacio, le picó la mosca tsé-tsé?”

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El barrio era como estar en casa pero afuera, con todos los ojos del vecindario puestos en cada uno. Y la cuadra era como otro cuarto de la casa al aire libre. Protección y control sobre todo lo que ocurría. Una mirada que pesaba en la vida de los otros. Sin embargo, haber nacido y crecido en el barrio todavía representaba un acto de buena fe. En la esquina estaban las turcas de la tiendita, la madre y las dos hijas solteras, todas ancianas. Botones, cintas, puntillas, telas y alta costura, que solo hacía la madre, siempre sentada frente a la máquina de coser, que daba a la ventana de la calle. Eran siriolibanesas, las turcas, muy católicas. Cuando la policía averiguaba antecedentes de los jóvenes del barrio, eran ellas, las turcas de la tiendita quienes salían en su defensa. Las tres mujeres más insospechables del barrio.

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Entraron a casa con una máquina de escribir igual a la de mi hermano, que pusieron sobre la mesa. Labraron un acta. Dieron lecciones de moral, de educación hacia los jóvenes. Mamá escuchaba. Yo miraba a dos amigos del barrio que casualmente pasaban por la vereda y los habían hecho entrar como testigos. Uno de ellos apenas me sostenía la mirada, qué mala suerte, justo a él que también militaba.

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Nuestra casa guardaba cierta melancolía italiana. Mucho jardín adelante, habitaciones en forma de chorizo, vestíbulo y un gran fondo con frutales. Tres tipos de vides. Uva chinche formando glorieta, uva blanca y uva rosada bordeando el patio de entrada. En el jardín, todo tipo de rosales, muchos traídos de Córdoba cuando los abuelos pudieron ir de vacaciones. En el fondo, bien organizado, una quinta de verduras, el gallinero y entre los frutales, un olivo que, con el tiempo, llegó a abastecer de aceitunas a todo el barrio. La abuela las preparaba en grandes frascos con cascaritas de naranja, que se iban macerando lentamente y las ofrecía con generosidad a todo el barrio.

Cuando la vida se hizo peligrosa solo quedábamos en la casa mamá y yo. Y una cantidad de apuntes, revistas y panfletos universitarios que quemamos en el fondo, de noche, sigilosamente.

El único testigo fue el olivo. Pero no pudo resistir el calor y las cenizas y se secó al poco tiempo.

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Una muralla rodea la colina de Recanati. A sus pies, un valle infinito verde y celeste. Es mediodía de mayo, cálido, oloroso. No hay nadie a esta hora, ni siquiera turistas. En la “Calle del Pájaro solitario” se oye una música, alguien está estudiando una pieza de violín; su sonido cada vez más tenue acompaña mi caminata. Llego a San Vito 15. El frente de la casa, verdaderamente angosta y alta, ha sido restaurado. Desde el balcón de la última ventana una paloma se alborota y toma vuelo.

                                                                

*Historiadora, hermana de Horacio González.