El ciclo de la siempre mentada “nación jurídicamente organizada” fue signado hace 170 años, cuando a primeras horas de la mañana del 3 de Febrero la carga de caballería del Ejército Grande arremetió contra las tropas del gobierno de Rosas desplegadas en El Palomar, actual conurbano bonaerense. La contradicción antagónica entre un “tirano populista” y aquellos “artífices de la institucionalidad”, encabezados entonces por Urquiza hasta su consolidación con Mitre, nunca dejó de ser la trampa con que un continuum retórico vilipendia el progreso de las mayorías populares. Desde entonces, al igual que con Mayo, el blanco y negro de la historiografía, con mayor o menor rigurosidad de datos, ganó en ataques y simpatías respecto de enclaves rivales. Bien se sabe que ningún análisis es neutral, porque reporta a una matriz ideológica: lo indispensable -y moralmente aceptable- es explicitarla. Para ello basta ver la polémica desatada acerca del devenir del proceso que se originó desde el combate,entre Sarmiento en sus “Comentarios” y Alberdi con su respuesta de “Cartas quillotanas”.
Claro que cualquier trama no puede describirse sinexplorar el orden global y sus cambios, que tantas veces deriva en condicionamientos foráneos junto a intereses nativos. Durante el segundo mandato rosista (el de la ley de Aduana de 1835, la incautación del banco de 1836, el reparto de la tierra pública de 1838, entre tantas políticas de un proyecto capitalista nacional), la injerencia mercantil y financiera de las potencias extranjeras -fundamentalmente frente a la reivindicación de la soberanía fluvial y la declaración de default de la deuda- se vio obligada al uso de la fuerza mediante bloqueos e invasiones armadas, cuya acción final concluyó en Caseros.
El mercado mundial, fruto del reinado del intercambio cuya teorización fue proporcionada por los clásicos, había alcanzado el pleno desenvolvimiento a partir de la abolición de las leyes inglesas de granos de 1846 que eliminaron el proteccionismo para inaugurar el librecambismo imperialista. Gran Bretaña pasó a ser la gran usina industrial del mundo, principal exportadora de manufacturas y centro financiero del comercio internacional. En el otro extremo, subsistía la inmensa mayoría de países que tenían por función proveer alimentos y materias primas. Es el período que Hobsbawn denominó la “Era del capital”, de la mano de intervenciones colonialistas que dieron origen a la división internacional del trabajo.
En ese contexto, la declamada “constitucionalización” del país emprendida por Urquiza --aunque genuinamente reclamada antes por Quiroga y proyectada por De Angelis-- no era sino la nacionalización de las rentas aduaneras de la mano de la libre navegación de los ríos interiores, en coincidencia plena con las exigencias de las potencias imperiales. El comercio exterior de los estancieros del litoral que encarnaba personalmente el propio entrerriano imponía el desplazamiento absoluto por los ríos Paraná y Uruguay, cuando al amparo del dominio británico la economía del ganado ovino subordinó transitoriamente a la del vacuno: la venta de lana para la fabricación textil prevaleció sobre el tasajo de la alimentación. Para ello no hubo empacho en renegar de la resistencia soberana de Rosas, quien no en vano recibió por legado el legendario sable del libertador San Martín que hoy exhibe el Museo Histórico Nacional. Tampoco en acordar negocios con la burguesía local entreguista que reclamaba abiertamente la tutela inglesa y, menos aún, transar con el imperio esclavócrata de Brasil que se proyectaba por el Plata, cuyas tropas desfilaron majestuosamente con sus banderas desplegadas por la Plaza de Mayo, para la algarabía de los porteños que no dejó lugar al recuerdo de Ituzaingó y los compases de su marcha.
Proclamaron “Ni vencedores, ni vencidos”, consigna que los golpistas del ’55 emplearon un siglo después, cuando análogamente también denunciaron el “flagelo” de “la demagogia, la corrupción y el autoritarismo”. Pero las elites mezquinas pasaron a desatar la más cruel persecución para imponer la muerte, el destierro y la confiscación del líder de un modelo popular que, aún con desaciertos, fue guiado con vocación igualitaria y emancipadora. Para edificar ese nueva matriz de acumulación que adquirirá naturaleza semicolonial, el proyecto oligárquico de construcción institucional llegó a copiar normas extranjeras --a veces sin cambiar una sola coma-- y así “organizar la nación” con la pereza --en el mejor de los casos-- de quien descansa en la comodidad de la “seguridad jurídica” ajena resignando el patrimonio económico y social propio. Ello explica, en buena medida, el persistente rechazo a cualquier aparato judicial que sirva a otros intereses que no sean los del pueblo.
Aún se desconoce si las mayores divisiones culturales que se generaron y perviven desde Caseros podrán algún día reconfigurarse –de ser ello posible- para la síntesis de una Argentina en favor de su realización, cuanto menos en un futuro no tan remoto. Frente a la fase contemporánea de globalización hegemónica, en plena financierización de un capitalismo predatorio, y ante los actuales desafíos nacionales dilemáticos que ponen en riesgo nuestro derecho humano al desarrollo, para evitar repetir tropiezos bueno es evocar al pasado como lugar último de fundamentación. Sino, repasar a Schumpeter: “Nadie puede tener la esperanza de entender los fenómenos económicos de ninguna época –tampoco de la presente- sino domina adecuadamente los hechos históricos”.
* Profesor Titular de Derecho UBA / UNLP