En un caluroso viernes de primavera, exactamente la noche del 18 de setiembre de 1948, se cometerá el crimen que cambiará tu vida.
Tú estarás terminando tu turno en el Pasaje Pan. Tarareando el gingle de “Casa Angelini” que estará sonando en la radio; entrarás al cuartito del primer piso, frente a la baranda central y te quitarás el guardapolvo gris. Sacarás los ejemplares de Leoplan, ya viejos, que estarán apilados en el sillón de cuero (el recuperado de la última mudanza en el pasaje) y te acomodarás en él, frente a la radio. Esa noche, en el Luna Park, peleará el “El Mono” Gatica con tu ídolo: Alfredo Prada. El inicio del combate estará previsto para las 21.30, justo cuando deberás iniciar la recorrida, y estarás malhumorado, porque no podrás sentirte parte a la multitud alentando a Prada cuando ingrese al ring. Entonces decidirás escuchar el primer round antes de hacer la ronda, arriesgándote a que a la salida te sorprenda la tormenta pronosticada. Te tomarás unos mates, mientras el comentarista estará anticipando algún posible resultado; escucharás el griterío del público aclamando a Prada y enseguida la ovación de los fanáticos del Mono. Te conmoverás con cada trompada que llegue al rostro del rosarino, y celebrarás con algún grito, los ganchos y uppers que le tirará al Mono. Cuando suene la campana anunciando la finalización del primer round, Prada llevará ventaja. Te incorporarás, entonces, dispuesto a terminar con tu trabajo.
Los locales ya estarán cerrados, pero el repiqueteo de una Remington te recordará que el estudiante de derecho estará aun escribiendo los contratos que habrán de pagar su pensión. Pincelando rostros torturados, el pintor catalán seguirá trabajando en su atelier, y la luz en la Agencia de Detectives Cóndor te indicará que el titular de la firma se habrá quedado revisando expedientes o redactando informes, aprovechando el fresco y la tranquilidad del pasaje en esas horas.
Recorrerás el primer piso, tocando rápidamente cada una de las puertas de oficinas y locales, para comprobar que todo esté en orden, cuando el estruendo de un portazo y el ruido de vidrios rotos te hará sobresaltar. Saltarás los escalones de a tres, y te encontrarás abajo con el estudiante y el pintor, quienes habrán llegado corriendo y preguntarán qué ocurre.
-El viento debe haber golpeado alguna de las puertas…”- dirás, y agregarás: -veré dónde ha sido. Es tarde, ¿me ayudan?
Sin hablar, el estudiante se dirigirá hacia la entrada de calle Córdoba, y el pintor bajará al subsuelo. Yendo hacia el sur, te detendrás frente a la reja abierta de la Agencia; verás la luz de una lámpara de escritorio atravesando el vitraux, y trazando figuras que bailarán al compás de las ramas movidas por el viento. Con tu linterna en la mano, como arma improvisada, ingresarás sigilosamente al patio de la oficina y, evitando pisar los trozos de vidrios esparcidos sobre el umbral de la puerta cancel, la abrirás lentamente, rozando con ella el brazo de un hombre que estará tendido sobre el piso.
Sorprendido, te tumbarás sobre el cuerpo a la vez que llamarás a gritos a tus compañeros de búsqueda.
-¿Quién es?- preguntará agitado el pintor, cuando le muestres el rostro del hombre apoyado contra las baldosas.
-Es el detective… y no respira-, acotará el estudiante.
Descubrirás sangre en tu mano y soltarás sin pensar la cabeza del infortunado, que sonará en un golpe seco, salpicando de rojo las botamangas de tu pantalón.
-¡No toque nada! Hay que llamar a la policía y no tocar nada-, prescribirá el futuro abogado apelando a sus conocimientos de noches de mate frente a apuntes de segunda mano en stencil borroneado.
Descolgará enseguida el teléfono y buscará en el fichero de tarjetas que estarán sobre el escritorio, el número de alguna comisaría.
Correrás a lavarte bajo la canilla del patio y al regresar, verás al pintor, entumecido frente a una boina negra tirada a los pies del cuerpo, en la que los hilos de seda roja bordados en un ato de flechas brillarán bajo la luz reflejada en la biblioteca.
-Es de la falange española…- murmurará, recordando los dolores de la guerra civil que lo habrá acompañado hasta este puerto.
En pocos minutos, tres agentes de la policía llegarán en un Ford negro, anunciados por una sirena estridente y seguidos por dos camilleros. Un médico certificará que el occiso habrá sido apuñalado de frente, posiblemente tras un breve forcejeo que se evidenciará en papeles esparcidos por el piso y otros objetos fuera de lugar: la boina, una pipa en una maceta y algunas monedas tiradas. El sumariante se sentará en el escritorio haciendo anotaciones en un cuaderno, mientras un agente los interrogará sobre el cadáver. A medida que vayan llegando otros oficiales, éstos se irán sumando al interrogatorio, que terminará con las primeras luces de la mañana.
Para esa hora, ya habrán retirado el cuerpo, los tres serán autorizados a retirarse y preguntarás si puedes limpiar el lugar.
-No toque nada. Aún no terminamos-. Alertará con firmeza el oficial. Y tímidamente responderás:
-Como usted diga, pero… debo dejar cerrada la oficina antes de irme.
-No se preocupe, un agente se quedará haciendo guardia hasta que llegue el administrador. Vaya tranquilo Sánchez. Lo llamaremos si hace falta.
En la calle, verás que las nubes se habrán desplazado para dar lugar a un cielo con tintes rosados que mirarás distraídamente a medida que irás caminando hacia la parada del tranvía. Sentirás un cansancio brutal, como arrinconado por el Mono en el cuadrilátero. Te sonreirás, imaginándote con guantes y en pantalones cortos, y te subirás al tranvía.
Ya en tu casa, te quedarás en calzoncillos y te calzarás las gastadas pantuflas de paño. Ya no tendrás sueño y el sol se estará asomando a través de los visillos. Te habrás preparado un emparedado con la milanesa del día anterior y encenderás la radio para escuchar los comentarios de la pelea. Te servirás un vaso de vino y te recostarás en el desteñido sofá. El tinto te recordará la sangre en la oficina, y te estremecerás. Minutos después, te quedarás dormido.
Cerca del mediodía te despertarás sobresaltado: habrás soñado que tu amigo Ramón, “El gallego” habrá matado al detective, y tú habrás sido testigo del crimen. Te lavarás la cara y saldrás a buscarlo; irán a comer unas pizzas al Mercado Central y luego -como todos los domingos- pasarán la tarde jugando al parchís, en el Centro Español, donde narrarás a tus compatriotas la aventura vivida.
De regreso a tu casa, comprarás La Razón a un canillita que estará voceando el asesinato de un detective en el centro de Rosario. En primera plana se mostrará el cuerpo que tú habrás descubierto antes. “El fotógrafo debe haber llegado después que me fuera… por un rato, podría haber salido en el diario…”, pensarás. Al ver la foto, recordarás la camisa blanca arremangada, el pantalón ancho con tiradores y los zapatos acordonados del detective. Rememorarás las veces que te habrás cruzado antes con él: la voz grave y un trato amable pero distante.
El diario te señalará como el portero del Pasaje Pan, aunque tu nombre aparecerá mal escrito. La crónica relatará que las circunstancias de la muerte se estarán investigando y te sentirás importante.
Durante los meses siguientes comentarás el caso con residentes del pasaje -que antes ni te saludaban- y vendrán curiosos a conversar contigo. Primero adherirás a la hipótesis de que una esposa adúltera se habría vengado de su delator, pero más tarde, compartirás con la mayoría, la teoría de que con involuntaria vehemencia, el detective habría sido alertado por mensajeros de “Chicho Chico”, de no inmiscuirse en asuntos de la mafia italiana.
Sin resultados, la policía investigará a los clientes de la agencia y seguirá la pista de la boina de un nacionalista español, hallada en la escena del crimen. Tan descabelladas como creativas, otras hipótesis se irán instalando en la sociedad rosarina, alimentadas por el boca a boca de cafés y billares y los cotorreos en el mercado. Por un tiempo, sospecharás de una relación que el muerto habría tenido con una polaca de un prostíbulo de Pichincha. En pocos meses, el homicidio será olvidado por la prensa local y al cabo de algunos años, será clasificado como: “Caso no resuelto”.
Capitalizarás el suceso, convirtiéndote en el centro de atención, relatando la anécdota en las fabadas anuales del Prado del Centro Asturiano, al pedido de: “¡Oye Pepe, cuéntanos cómo encontraste al muerto del Pasaje Pan!”.