La puerta de reja, y sus pilares de piedra, custodiaban como treinta años atrás, la misma invitación al olvido. Ella no estaba sentada en los sillones ausentes de la pequeña entrada, ni se la veía tras los postigos cerrados de la estrecha cocina. Cecilia se ha ido. Otra vez. Como lo hacía aquellos veranos, cuando la conoció a sus siete años. Y siempre así. Sin más que la casa cerrada, y el sonido de la acequia escondiendo el murmullo de las sierras al descender por el valle. Nunca entendió esas ausencias. Nada las anunciaba. Y al año siguiente todo era igual. Una tarde el universo sonreía, y al otro día, había un vacío. Cecilia hablaba, y no dejaba de hablar, y convencía hasta al silencio de no callar, a pesar del dolor de hermana que le tocaría vivir. Ella nuevamente se había ido para ese amor.

La conoció en la hilera de casas, más o menos señoriales, al final de la quebrada, entre las que estaban la de sus propios abuelos. Cecilia tenía una hermana. Juntas parecían el opuesto mismo de las cosas; una morena, Cecilia rubia; una silenciosa, otra un trueno; una quieta, otra inasible como el viento; una llevaría el dolor de la existencia, y Cecilia, millones de palabras entre sus sonrisas de delfín. 

Y así se movían, jugando, entre una casa y otra, o caminando al arroyo con tantos niños (sus otros hermanos con amigos) pudieran juntar. Las mejores tardes eran en la galería cerrada. Dominaba, vidriada a lo largo, la salida a la terraza con vista profunda de las sierras, y todas las aberturas hacia el resto de la casa. 

Se entretenían con juegos de naipes y trucos menores, mientras Cecilia intercambiaba miradas y risas con alguno de ellos, iniciando la rueda de idas y vueltas para esas semanas. Su hermana, más serena, parecía no jugar a los repartos. En el verano de sus once años, él se animó a pedir buscar a Cecilia por primera vez. Ella estaba vestida de fiesta, a escondidas de su abuela, para un cumpleaños al que no la dejaban ir. Lo esperaría cerca de la entrada, camino del arroyo, pero él llegó un día más tarde, por una caída de bicicleta, al patinar en un charco, que dejaban los días de riego. Iba comprobando si sus orejas eran grandes, como se burlaban sus primos. El dolor de los raspones y el dedo gordo entablillado lo demoraría hasta la noche en la asistencia médica lenta de los Domingos, y fue menor, que los retos de su abuelo. Por la mañana, despacio, caminó entre la arenilla al costado del camino, buscando palabras para justificarse. La casa cerrada frenó su intención. Algo parecido al comienzo del amor despertó esa ausencia inesperada.

Los siguientes veranos no volvería a verla, solo cruzaría diálogos menores con la hermana en paseos por el arroyo del bajo, hasta el diciembre de infortunio en que Cecilia, casada adolescente, presentó a su esposo en la pileta de la terraza. Perplejo, más por la unión temprana que por un amor que aún no era, se vio a sí mismo todavía niño y la vergüenza lo alejaría.

Durante los siguientes años trataba todavía de pasar semanas en la quebrada, y miraba anhelante la casa vacía, que ocasionalmente se abría sin Cecilia. La abuela de ella, llegada desde la capital, daba noticias de sus nietos en la mesa ajedrezada frente a la pileta.

Una de las últimas veces, sino la última, en que el acompañaría a sus abuelos en la ceremonia privada de acomodar sillones, recordar los faroles a gas, juntar duraznos, y colgar hamacas, Cecilia se presentaría precedida por un estruendo de risas, y no se podrían separar. La vida no les había sonreído todavía, o ya habían perdido lo que tenían; y en ese desamparo estaba la fuerza de su unión. Todo fue vertiginoso. Pasaban el día a escondidas, más por las objeciones de la madre de ella que la sabia vivaz y habladora. Cocinaban para todos en la estrecha cocina, hablaban con los ojos y se amaban por las noches en la terraza frente al valle. Un día, Cecilia comenzó a faltar a esos encuentros y antes de que pudiera decir nada, se despidió, sentada ante la mesa de nogal del comedor, pidiendo el olvido.

Todo desde allí los distanció. Supo mucho después que ella tenía hijos, y supo de su hermana, y el dolor de ser, y los veranos que todavía pasaban en la casa de la quebrada. El anhelo de ese amor perdido siempre lo acompañaba. Hace poco, y no se sabe que hablaron o que se prometieron, pero Cecilia lo esperó una tarde entera, sentada en los sillones de la entrada para sorpresa de todos. Esta vez él llegó a tiempo, a diferencia de la primera, pero la casa señorial también estaba cerrada.