El cuento por su autor

¿Cómo se habita una inminencia permanente? En el fondo, la catástrofe siempre es algo que todavía no ocurrió, algo a punto de suceder. Para cuando irrumpe, al fin, las reglas ya son otras; el infierno absorbió los nuevos infiernos, ecualizando sus propias prioridades. Es una danza de la que sólo conocemos su movimiento, más no su dirección.

¿Pero cómo se habitan los hiatos, las pausas entre desastre y desastre?

Algunas personas los eligen para tomarse sus vacaciones.

En la playa el cielo se estira, la mente se aplaca. La arena nos recibe como una madre tibia, capaz de disculparlo todo. El horizonte se aleja una y otra vez conforme se retira la marea, que arrastra fantasmas, pensamientos viejos y putrefactos.

Ante esa coreografía acuática, con el correr de los días, la protagonista de este cuento se apacigua. Pero pronto cae en la tentación de un balance general -el último círculo con que nos esperan los demonios del verano-.

Rodeada de signos que rechaza y alarmas que pospone, el drama nuclear de esta historia es esa resistencia. Sobre su cabeza, como si sus pensamientos se proyectaran en el aire, alguien más hace piruetas temerarias y amenaza los acuerdos de calma y estabilidad. Es el eco del universo, que algunas personas buscan en los caracoles. 


EL PARACAIDISTA

El viento había llenado de arena mis ojos y no alcanzaba a ver bien, pero por la frecuencia histérica de sus brazos, cortos y pálidos contra el celeste, sabía que estaba molestando de nuevo al perro de la sombrilla vecina. Una y otra vez le había dicho que dejara de robarle la pelota, una y otra vez no me había hecho caso. Arena, más arena, y empezaban los ladridos.

Grité su nombre, el nombre de mi hijo: una nieve que jamás debía tocar el suelo, no antes de tiempo, no para arruinarse con la suciedad del camino. Ahora iba a tener que gastar lo que me quedaba de agua mineral en limpiarme la vista y la boca, porque a esta altura la arena también había llegado hasta ahí. Granos infinitesimales estaban por todas partes, empujaban por cada grieta disponible, sin amor ni paciencia, como alguien que llega cansado a casa y encuentra la llave puesta del lado de adentro.

—Dejá eso. —Repetí, y esta vez lo pronuncié de espaldas a mi hijo y de frente a su padre, que estaba mirando el mar y tampoco me prestaba atención.

Cómo era posible. Era la octava o décima vez que me lo preguntaba en el día.

Me levanté de la loneta en la que había estado intentando tomar sol y, mientras caminaba, me saqué también arena de la entrepierna y del pecho con manotazos rápidos. Una duna había cubierto mi pie izquierdo y al levantarme me había sentido Gúlliver, hija de otro mundo. Los ataques habían sido tan pequeños que no me había tomado el trabajo de combatirlos.

Ahora, andando, era una gigante, y lo era del todo. Levanté a mi hijo por un brazo y con mi mano libre, la menos hábil de las dos, tomé la pelota y la disparé lo más lejos que pude. El perro, un pastor alemán, tardó apenas un segundo en irle detrás y sacar la vista de la bocha rubia y pesada que coronaba a su nuevo amigo.

Ah, pero no iba a ser su amigo, no esa tarde. No mientras yo tomaba sol y su padre se ponía a hablar con otro hombre, ¿cómo era que los hombres encontraban siempre otros hombres ociosos con los que hablar de esa manera? El estómago del que dormía conmigo todavía era plano, pero yo podía adivinar ya su destino: parecía haberse acercado a un maestro, porque el hombre de al lado estaba, como él, con las manos tomadas entre sí a sus espaldas, y cuando giró pude ver el gran caparazón que lo defendía por delante. En ningún momento voltearon hacia donde estábamos nosotros, cuatro sombrillas hacia dentro del continente, donde la arena era seca y tibia.

Mientras acomodaba los juguetes y el balde bajo la sombra, el sonido de un motor comenzó a vibrar desde el fondo de la playa, donde resistía el viejo espigón. Ya nadie podía subirse ahí sin riesgo, pero al atardecer algunos pescadores, en su mayoría adolescentes, se trepaban a los bloques de roca gris, los pocos que quedaban enteros. Casi todos los postes se habían ido despeñando y de lejos parecían altos lápices de cemento atravesados por sortijas de acero. El óxido desprendía un colorante naranja que daba al conjunto cierto aire tétrico, algo que las autoridades del pueblo habían decidido hacer pasar por pintoresco.

El ruido del motor no había dejado una sola alma sin dar la cara al sol. Como girasoles, nos habíamos doblado hacia el sonido, que era un dios nuevo y sanguinario. Lo habíamos hecho con las manos sobre la frente, para verlo mejor. Todavía no se distinguía bien si venía de un avión, de un helicóptero, de un cuatrimotor. Quizás de una camioneta, pero no podía ser tan fuerte, ¿y por qué lo sentíamos encimándose? ¿Por qué había levantado como una alerta? La dueña del pastor alemán finalmente lo ataba a su reposera. No parecía menos tranquila que antes, salvo por ese movimiento, que podía responder a casi cualquier cosa, incluso a cosas que no respondieran a nada más que a sí mismas.

Hasta entonces, y durante los brevísimos minutos en que yo había osado cerrar los ojos y dejar que el cielo estuviera sobre mí sin ninguna cosa entre nosotros, hasta entonces, decía, lo que se había estado escuchando era el sonido del mar. Era una playa muy pequeña y familiar, y casi no había vendedores ambulantes, nada que destruyera las conversaciones diminutas entre las madres y los hijos al reparo, nada que silenciara a los hombres más que la espuma. Y el sonido del mar, mientras había durado, se había metido en mí como la arena.

Yo lo había estado esperando con ilusión, un ahínco especial e infantil, porque en las clases de yoga la profesora nos enseñaba a meditar con una marea así. Era, nos decía, una marea que primero nos tocaba, tímidamente, los pies: un animal olisqueando a otro animal. Después teníamos que dejar subir al agua, sentir cómo trepaba por nuestros gemelos y alcanzaba nuestras rodillas, las mismas que ahora teníamos que cubrir con crema cada noche, después del baño, porque al parecer eran partes perdidas del cuerpo, partes que no bien salíamos de la juventud se arruinaban sin remedio y había que maquillar, estirar, entrenar; partes que fallaban antes que otras partes y a modo de aviso, como disparos de salva. Saludábamos a nuestros cuerpos nuevos dos veces por semana, la espalda recta sobre una colchoneta de goma que hedía a transpiración ajena, y el agua subiendo, más todavía, por delante y por detrás de nuestros muslos, y así siguiendo hasta que los brazos y el torso estaban cubiertos. El agua entraba y salía, como en las costas, cosquilleaba en el centro, el ombligo, el pecho, el timo que recomendaban golpear, pero con suavidad, con algo de suavidad, tanta como fuera posible, aunque también con fuerza. Para entonces, yo ya sabía que mi propio empeño era mi mejor enemigo y, presa del error, me aplicaba con obediencia.

—Dejen que el mar suba por su cuello, suelten la lengua, que suba por su lengua y vaya por detrás del cráneo, que lo envuelva y baje por delante hasta cubrir la nariz y la boca.

La voz de nuestra profesora era magnética, igual que la de todas las profesoras de yoga que me habían entrado mareas al cuerpo en todos esos años de vida más o menos miserable, más o menos feliz. Seguramente fuera parte de su entrenamiento, pensé. Casi no les conocía la voz si no hubiese sido por sus indicaciones. Horas y horas a merced de sus marcas, doblando, estirando, expirando, inhalando, pero quizás yo no quería que hablásemos de ninguna otra cosa. Quizás yo no necesitaba de la conversación con personas extrañas. Quizás, después de todo, yo iba a ser y ya era una mujer solitaria. Sus voces de odaliscas se me aparecían, superpuestas y amplificadas, ondulando en algún punto de mi memoria que era también mi fantasía. En realidad, me hubiese alcanzado con el sonido del agua plegándose sobre sí misma, vidrio soplado capaz de salir y entrar del fuego tan rápido que nadie alcanzara a notarlo.

Pero ahora estaba el motor, y cada vez más fuerte.

Yo no, pero a mi alrededor todos se ponían de pie. A mí me intrigaba menos que el segundo inmediatamente anterior, el de haber vuelto a cerrar los ojos, con mi hijo a salvo del sol y de los perros chocando palas y rastrillos de plástico a medio metro de mis rodillas viejas. Intenté mantener los párpados pegados, aunque el motor incrementara su fuerza. Intenté hundirme en mi centro, como una almeja. Volteé a la derecha y a lo lejos vi los talones de mi marido, los talones de su amigo señor, su nuevo amigo señor de las espumas.

Miraban, por supuesto, hacia el lugar que miraban todos, el lugar desde donde venía el ruido insoportable. Ahora se les había sumado otro hombre, pero este era un hombre flaco, arqueado, como si la vida le hubiese hecho cosas terribles hacía apenas instantes y después lo hubiese escupido ahí. No se preguntaban nada sobre sus vidas, entraban directo al canal de comunión momentánea. Los tres gesticulaban con curiosidad, como una congregación de expertos ampulosos y nobles, limpios de toda confesión.

El ruido, por todas partes, era cada vez más grande y agudo. Parecía que el motor, además de estar acercándose, cambiara de frecuencia. Mi hijo, contagiado de un niño vecino, irrumpió en llanto. Su madre y yo nos miramos en silencio y a distancia. Sabíamos lo mismo: no iban a detenerse. Ella estaba rodeada de otras niñas que podían ser o no suyas. Las niñas eran mayores y no se asustaban, en cambio daban saltitos y levantaban los brazos mirando hacia arriba.

El ruido venía del cielo.

Resignada, me levanté y cargué a mi hijo conmigo, lo calcé en mis caderas. Controlé que tuviese suficiente protector solar y recién después levanté la vista. A lo lejos, una especie de paracaídas enorme levantaba vuelo.

Cintas de colores se sucedían una al lado de la otra, un arcoíris en tonos impuros. La luz le daba de lleno y de frente, y pronto pudimos ver también el sistema de cuerdas que sostenían una especie de karting propulsado por el bendito motor, devorador de océanos. El motor era enorme, la silla de comando era a su vez enorme, y además había ahí dentro una persona. Me pregunté cómo podía soportar tanto peso ese portento medieval que se había colado en el silencio de la última tarde de mis vacaciones.

Intenté convencer a mi hijo de que nada de lo que estaba flotando ahora mismo sobre nuestras cabezas podía lastimarnos. Su cara brillaba, hirviente y desconcertada. Seguía emitiendo gemidos y llantos y me miraba a los ojos buscando algo ahí dentro, como si mis pupilas fueran un cajón profundo del que podían venir todas las soluciones.

Pero yo no estaba para nada segura. El parapente —ya había encontrado la palabra— había volado en línea recta hasta el mar, primero, y en ese momento las personas habían vuelto a sus reposeras y sus lonas, a sus mascotas de contrabando. En esa playa no estaban permitidas y por eso la habíamos elegido. Ahora mi hijo estiraba sus manos regordetas, sus manos rubias, como rubio era todo en él, hacia el pastor alemán que retozaba en los campos de arena. Ya no lloraba, para nada, y a mí me dolía la espalda.

Lo apoyé en el suelo y entonces volvió el sonido del motor con una ráfaga de viento, las lenguas mecánicas del parapente. Era una medialuna sostenida por milagro que ahora encaraba hacia donde estábamos.

Mi marido y los expertos seguían en la costa. Ahora el agua les llegaba casi hasta las rodillas, pero ellos no tenían que disimularlas. Como vi que no estaban alterados, tampoco me alteré, aunque algo sí comenzó a suceder; algo como el primer triángulo de pegamento que se seca en la esquina de una calcomanía vieja.

El parapente y su capitán parecían a punto de aterrizar justo donde estábamos. Iba con anteojos negros, casco, guantes y un traje ignífugo que vi pasar tan de cerca que me dejó sin aire. El corazón me dio un golpe, justo por debajo del timo, justo a la izquierda del timo y por debajo, con fuerza y con suavidad. Mi hijo, por fortuna, seguía entusiasmado con el perro, pero pronto tuve sus brazos rodeando mis muslos, apretándolos tanto que casi me hace caer. Hubiese intervenido con un gritito, hubiese sumado una exclamación de incredulidad a las que se levantaban ahora en donde estábamos, pero en vez de eso tuve que encargarme de tranquilizarlo. Quien fuera que estuviera maniobrando esa máquina no parecía saber lo que hacía, pensé. Después pensé, mientras lo veía girar hacia el mar de nuevo y me parecía, como todo lo que anda en el aire, perfecto, que quizás se trataba de un error de apreciación.

Mientras tanto, ya no podía ubicar a mi marido: muchas personas se agolpaban en la costa mirando al acróbata. Era un atardecer dulce. Se había ido serenando conforme el sol bajaba. Pronto íbamos a ponernos las camperas de algodón, a juntar los juguetes, a volver a la casa, a discutir la cena. El motor seguía siendo fortísimo, impredecible, y a lo lejos podía ver la luneta de colores balancearse a un lado y al otro, aunque lo que se balanceaba en realidad era la silla tripulada. Como un péndulo, iba y venía hacia un lado y el otro con demasiada velocidad como para que eso fuera normal. Por las fuerzas comprometidas, podía pasar que el parapente diese una vuelta completa y me pregunté si una cosa así podía ser parte programada del espectáculo. Quizás querían vendernos alguna cosa. En playas más concurridas solían promocionar bebidas energizantes o planes en cuotas para comprar autos.

Mi hijo, ahora, al fin estaba tranquilo. Había entrado en una de sus fases privadas, jugando con un muñeco articulado al que solía darle voz en una lengua extraña. Yo amaba esas fases tanto como les temía. Sabía bien que el germen de nuestros odios futuros estaba ahí, la semilla de la que brotarían los silencios insalvables.

La mujer cuyo hijo había hecho rabiar al mío ya se había ido y yo no lo había notado. El parapente a motor volvió a enfilar hacia el pueblo. Venía de hacer volteretas absurdas y todos pensamos que estaba a punto de caer al agua.

Miré a la mujer del perro. Se estaba abrigando. Ella no parecía asustada ya, como si con el correr de los minutos hubiese asimilado ese nuevo peligro sagrado, incorporándolo al ejército de múltiples peligros que ya estaban sobre nosotras desde antes. Quise copiarla: ese era el tipo de filosofía que siempre había ansiado para mi propia vida. Esa era la filosofía que había intentado traerme del mar en las clases de yoga. Pero, en cambio, había vuelto a casa agotada después de días de trabajo infinito, cruzando avenidas colmadas de gente, de autos y de bocinazos, lamentándome por el estado de mis articulaciones.

Pero el mar no regalaba nada, no era cosa que pudieras quedarte. El mar no era vidrio soplado.

De pie, los brazos en jarra, observé cómo se nos venía encima el parapente. Observé el vaivén líquido del parapente en el aire, la luz dorada sobre los hilos. Observé el ruido del motor, tan fuerte que se había ganado también una forma. ¿Cómo podía saber alguien como yo si había desesperación en esas maniobras, si ni siquiera podía verle la cara a quien conducía? ¿Y qué distinguía, después de todo, a la desesperación de la gracia?

Me agaché, no para cubrirme de nada; me agaché para juntar el balde, la pala, los muñequitos, incluso los que iban a perderse en el camino e iban a ser motivo de histeria nocturna. Los busqué uno a uno, les saqué toda la arena con enorme dedicación. Después llamé a mi hijo, subí los cierres. Ya estaba refrescando.