Venían caminando desde el río, uno al lado del otro, los dos mirando hacia la tierra escarpada de la costa. No hacía falta levantar la mirada. Conocían el terreno sin camino que separaba el agua del lugar donde vivían, algunos metros más adelante.
Esa mañana empezó como otras. La luz del día se filtraba por las hendijas entre las tablas que cubrían la ventana. El menor abrió los ojos y tocó con la manito el hueco que había quedado formado en el colchón donde, un rato antes, estaba la madre. Fue a despertar al otro que dormía en un catre, en la misma pieza. El mayor se desperezó con desgano. Sintió un malestar en la barriga. Una especie de dolor sordo y el ruido que hacen las tripas cuando están vacías. Miró a su hermano que daba vueltas alrededor de la mesa, abrió una lata y sacó un trozo de pan que repartió entre los dos. Comieron despacio, desgranando la miga y masticando la corteza que se resistía.
El menor salió mordisqueando el último pedazo, El mayor lo siguió. Los dos se internaron entre la vegetación que rodeaba la casilla y bajaron hasta la playa. Desde las islas llegaba el olor a humo por la quema de pastizales, el sol les calentaba las espaldas y el brillo de la superficie del agua los invitaba a sumergir los pies en el barro de la costa.
Ahora vuelven con la cara abrasada, los pelos revueltos, los pies descalzos, los ojos bajos. En la playa quedaron las señales de lo que no tendrían que haber visto y, sin embargo, vieron.
***
El mayor se había quedado mirando la columna de humo que se elevaba en las islas. A esa altura, el río estaba poblado de islotes, que parecían acercar la orilla opuesta. El aire se había enrarecido por la densa nube gris que se introducía, como dedos impertinentes, en el espacio de este lado del río, en los ojos, en la nariz, en el ánimo.
El menor se arrodilló en la playa y se entretuvo dibujando, con una rama seca, en la arena. La mañana avanzaba acortando las sombras alrededor de los cuerpos y de las cosas. El agua, de cerca, se veía marrón, opaca y espesa, un chocolate inmenso.
El hermano que estaba de pie, tratando de encontrar el origen del humo del otro lado del río, vio que algo se movía en la playa del islote más cercano. La distancia era menor desde ahí, pero estaba demasiado lejos para distinguir con claridad lo que ocurría. Eso que se movía se convirtió, un rato después, en un bote que se aproximaba a la escasa velocidad que pueden imprimir un par de remos a un bote cargado.
Llamó a su hermano con un movimiento de la mano, sin emitir sonido. El pequeño levantó la mirada: vio también el bote que se acercaba, se arrimó al mayor y permaneció en silencio, sin moverse, abandonando la rama seca en la arena.
***
El bote quedó varado en el barro del fondo del río. Un hombre, el que no venía remando, bajó al agua que le llegaba hasta las rodillas, tiró de una soga atada a la proa y la fue arrimando hasta la arena.
Al llegar, el otro, el que venía remando, también bajó y, entre los dos, levantaron un bulto envuelto en lonas, lo arrastraron hasta la ribera, dieron media vuelta, subieron a la canoa y regresaron por el mismo camino por el que habían llegado, dejando otra vez una estela en el agua opaca.
Los hermanitos, escondidos detrás de los pajonales que bordeaban la playa, permanecían en silencio: el mayor con los ojos abiertos, el menor ocultando su rostro en la ropa del otro. Se animaron a salir recién cuando la imagen de los hombres se había perdido en la distancia.
El pequeño levantó la lona que tapaba el bulto para descubrir el cuerpo de una mujer con marcas moradas en el rostro, los brazos y las piernas y, sobre su seno, acurrucado, un crío de pocos meses de vida.
Fueron infructuosos los esfuerzos por levantar a la mujer. En el intento, el bebé abrió los ojos y rompió en llanto. El mayor lo alzó, se sacó la camiseta y lo envolvió. El chiquillo se acomodó en sus brazos mientras él deslizaba su mano sobre la mollera suave con dedos que inventaban una caricia, los dos latidos se acompasaron, el pequeño se quedó dormido.