Desde adentro

“Tuve el excepcional honor de fotografiar un precioso violonchelo del año 1780 que hoy día pertenece a la Stringed Instrument Company, de Auckland. Fue fabricado por el prolífico luthier Lockey Hill, cuya labor extraordinaria se vio interrumpida cuando lo ahorcaron en 1796... por robarse un caballo”, cuenta Charles Brooks, artista con base operativa en Nueva Zelanda, sobre una de las imágenes que componen Architecture in Music. Serie en curso donde este varón –que además de fotógrafo, tocó durante dos décadas en prestigiosas orquestas del mundo, como violonchelista– desnuda cómo luce el interior de distintos instrumentos. Las “anatomías ocultas” de pianos, flautas, violines, por mentar algunos ejemplos, se revelan gracias a la curiosa obra del también músico, que quiso saber “qué pasaba por dentro, descubrir un reino que suele estar reservado a los luthiers... salvo el vistazo ocasional que podemos echarles mientras reparan nuestras herramientas de placer y trabajo”. Usando lentes macro, atendiendo especialmente la escala “para que lo pequeño luciera enorme y todo saliera nítido, ninguna parte de la imagen se desenfocara”, los resultados son la mar de llamativos: lucen como apartamentos modernos, casi de ciencia ficción, también cavernas antiguas; en fin, variedades que harían las delicias habitacionales a cualquier liliputiense o, en su defecto, a los párvulos de Rick Moranis en la película Querida, encogí a los niños. Contento como perro con dos colas, Charles está entusiasmadísimo con su proyecto, y dice con palpable emoción que “algunos casos realmente me sorprendieron sobremanera; el didgeridoo, por ejemplo, instrumento de viento, tradicional de los pueblos originarios australianos. Si no lo hubiese visto por dentro, jamás hubiera creído que efectivamente es tallado por termitas y no por artesanos”.

Todos los focos sobre Mal 

“Mientras usted y básicamente el resto del mundo veían Get Back, épico documental de Peter Jackson de siete horas y media, seguramente hayan reparado en el caballero amable y alto, de antojos, impecablemente vestido con jerseys de cuello alto. Ese hombre es Mal Evans, road manager de los Beatles y confidente de toda la vida de la banda, que murió solo siete años después del mítico concierto de la azotea”, avisa la revista británica Mojo, al contar que ahora –décadas más tarde– “El grandote Mal” o “El gigante gentil”, como le decían cariñosamente, está teniendo el reconocimiento que se merece. La casa editorial Dey Street Books, subsidiaria de Harper Collins, lanzará el año que viene una biografía que contará su historia con pelos y señales, con firma del autor Kenneth Womack, experto en los Fab Four y su universo aleñado. Ya luego, en 2024, le seguirá un extenso compendio visual de los archivos personales de quien lo mismo hacía voces y percusiones, oficiaba de chofer y guardaespaldas, iba a comprarle puchos a la banda: páginas de sus diarios, capturas de sus manuscritos, fotografías e ilustraciones que el mismo Evans planeaba publicar en vida, con el visto bueno del grupo. El plan se truncó por su temprana muerte a los 40, en enero de 1976, en un confuso y desgraciado episodio (le disparó la policía de Los Ángeles mientras él, psíquicamente alterado, se negaba a soltar un rifle de aire). Living The Beatles Legend: 200 Miles To Go, como el querido Mal Evans planeaba llamar al libro que daría una perspectiva íntima sobre cómo se fue forjando la leyenda del cuarteto de Liverpool, finalmente quedó en los cajones. Hasta el año próximo, cuando se corroborará si efectivamente es el material definitivo que desnuda la intimidad de John, Paul, George y Ringo, o si al final no era nada para volverse loco. Womack, al que los herederos del “che pibe” de los Beatles le encomendaron el trabajo de revisar y reescribir los papeles, por supuesto avala la primera teoría.

El Dickens del bigote

“Invoque una imagen de Charles Dickens, y su exuberante barba será una de las primeras cosas que le vendrán a la mente. Ahora, un retrato ‘extremadamente raro’ del autor, que muestra el bigote ‘glorioso’ que lució durante solo unos años, le dará a conocer su costado más coqueto y elegante”, recalca el rotativo The Guardian a cuento de un daguerrotipo muy poco conocido del celebrado autor, tomado entre 1852 y 1855 por John Jabez Edwin Mayall, en su estudio de 224 Regent Street. Daguerrotipo que será exhibido en su epónimo museo, en Londres, por primera vez hasta el 31 de marzo. La imagen -de perfil- había permanecido en manos de coleccionistas privados durante añares, hasta ser donada a la institución el pasado año, que solo la mostrará por un breve período de tiempo para evitar su desgaste. Según la curadora Emily Smith, “un Dickens bigotudo es realmente difícil de encontrar. Mientras su versión barbuda es reconocible al instante, los primeros experimentos del escritor con su mostacho están menos registrados, es escasa la evidencia. Lo que es certero es que prestaba mucha atención a su imagen, que definitivamente era un dandy. No se tomaba el tema a la ligera”. Puede que no haya suficiente registro visual de cómo se acicalaba el bigote, pero sí hay epístolas donde Dickens manifiesta cuánto le deleitaba emprolijarlo. A su amigo pintor Daniel Maclise, por caso, le escribió que “los bigotes son gloriosos, gloriosos (…), encantadores. Sin ellos, la vida sería un espacio en blanco”. Al parecer, le daba un toque tan personal al responsable de Oliver Twist, Nicholas Nickleby, Grandes esperanzas y tantos otros clásicos, que al descubrir que su hermano Fred también lo llevaba, Charles se sintió un cachito desafiado. No sin un toque de dramatismo, le envío entonces una carta a su esposa Catherine donde advertía: “Siento –como dicen los villanos en escena– que o él o yo debemos caer. La tierra no nos sostendrá a ambos”. Quien se acabó imponiendo, al final del día, fue su barba alborotada.

Hallazgo tardío

“Son raras las ocasiones en las que, como archivista, uno siente la emoción del descubrimiento”, se relame el experto en cine Mike Mashon, de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, tras dar con un metraje inédito de casi 30 minutos que –a su confiado criterio– “seguramente será incluido en futuros documentales de rock and roll”. Normal que se venga arriba: no es cosa de todos los días que salgan a la luz escenas nunca antes vistas del Festival Altamont, del 6 de diciembre del ’69, infamemente célebre por pretender ser el Woodstock de la Costa Oeste y, en cambio, pasar a la historia como sinónimo de caos y violencia. Frente a unas 300 mil personas, tocaron superestrellas como Santana, Jefferson Airplane, los Rolling Stones... Grateful Dead iba a ser de la partida pero se echó atrás a último momento al notar el desmadre en la organización, empezando por los seguratas fichados para controlar al público: motoqueros de Hells Angels, que terminarían azuzando el barullo al dispensar golpes a diestra y siniestra sobre y bajo el escenario, llegando a matar a cuchillazos a un joven afro mientras los Stones daban su show. Parte del descontrol fue capturado por los hermanos Maysles y Charlotte Zwerin en su famoso documental Gimme Shelter, recuerda Mashon, “pero ninguna de las escenas recién encontradas aparece en esa película de culto”. “No es que estas grabaciones en 8mm sumen a nuestra comprensión de los trágicos eventos de Altamont, donde murieron más personas (dos atropelladas al dispersarse la multitud, otra ahogada en un canal colindante). Lo que sí traen es una nueva perspectiva que permite comprender mejor un tiempo, un lugar, las circunstancias”, asegura Mike, pormenorizando en la sinopsis de este film sin audio que “las imágenes tomadas durante el día muestran a Santana, Jefferson Airplane, The Flying Burrito Brothers y Crosby, Stills, Nash & Young. Keith Richards y Mick Jagger aparecen como espectadores. El metraje nocturno presenta a los Rolling Stones; es bastante oscuro. También hay planos generales de la multitud, de gente bailando y cantando. Y tomas de los Hells Angels poniéndose rudos, empujando a la gente fuera del escenario”. Por lo demás, Mike aclara que se trata de “una película huérfana, probablemente filmada con una cámara casera. Hasta donde sabemos fue abandonada en el centro de revelado, una compañía llamada Palmer Films en San Francisco”. De hecho, cuando cerró esta empresa en los 90s, el destacado archivista Rick Prelinger adquirió cantidad de cintas, que en 2002 serían donadas a la Biblioteca del Congreso. Una de ellas, recientemente revisada, es la de Altamont. Al respecto, Mashon cuenta que todo el asunto prendió la chispa de la curiosidad de “detectives” espontáneos de la web, inclusive de España y Australia. Tras repasar con lupa fotografías y clips de archivo de la fecha, lo han contactado para arrimarle ideas sobre quién podría ser el autor, descartando varias hipótesis en el camino. “De momento, nuestra mejor suposición es un hombre misterioso de chaqueta marrón: está en el lugar correcto con la cámara adecuada, pero… es el único al que no le podemos ver el rostro. Quienquiera que haya sido, llevó a revelar las cintas pero nunca las recogió. Una lástima: son realmente buenas, un registro de primera. Nuestro chico incógnita hizo un laburo estupendo”.