Marcelo destraba las puertas.

⎯Sí, bajamos.

Ya no queda nada del entusiasmo de las primeras horas del día pero la voz de Soledad no admite titubeos. Darío es el último en salir de la combi: estira las piernas y contempla, durante unos segundos, los cerros. Si alguien se lo preguntara, no podría precisar qué está obligándose a mirar. El éxtasis de los demás se estira unos segundos; el de Soledad, un poco menos. Los chicos han empezado a correr en círculos. El sonido de sus pisadas sobre las piedritas anuncia alguna caída inminente. Darío espera que el grito de alguna de las madres del grupo ponga fin al desperdicio de energía y neutralice un potencial estallido en llanto.

Es el final del recorrido: desde ahí, sólo queda devolver los pasajeros a las cabañas. Y chau picho. Marcelo calla. Nunca sabe de antemano cuánto tiempo va a permanecer allí. Intenta calcularlo a ojo durante el día. Aunque hace casi cinco años que trabaja de guía en la zona, no siempre acierta. Hay grupos que pasan horas alabando las virtudes de la calma y de la vida natural y se exasperan a los treinta segundos de contemplación. Los ansiosos pueden entrar en súbitos trances de quietud sin previo aviso. La mayoría, sin embargo, llega tan cansada a esa última parada que ni siquiera atina a bajarse. Ya les dijo a los de la agencia que hay que acortar el viaje pero no se deciden. Total, el que maneja todas esas horas es él. Una uña finita y afilada de rencor se le clava en el pecho. Decide ignorarla.

Estos se han bajado con cierto desgano, piensa, casi por obligación a los cerros. Las mujeres se han alejado para sacar fotos, los chicos andan desbocados de aburrimiento y los tipos fuman al borde del camino. Esta vez, Marcelo siente que acertó y calcula que, en menos de diez minutos, irán subiendo a la combi sin chistar.

Se acerca a Darío mientras enciende un cigarrillo.

-Le gustan los árboles al suyo.

Darío tarda unos segundos en entender de qué le está hablando.

-Eso parece- contesta. Ha dejado de darle explicaciones a extraños, sobre todo si volver a verlos no está en sus planes.

Observa al chico. Martín está al pie de un árbol enorme. El follaje se mueve apenas, es una masa uniforme que acaricia el aire en movimiento. La cabecita de Martín cuelga hacia atrás: parece que va a caérsele de un momento a otro. Darío arroja la colilla al suelo, la apaga con el pie derecho y se agacha a levantarla. No sabe qué hacer con ella. Marcelo se ha acercado a los otros, ni siquiera ha prestado atención a su gesto ecológico. La aprieta un poco entre los dedos hasta que se asoman unas hebras de tabaco que no han llegado a consumirse y la deja caer.

Desde donde está, no puede ver a Soledad ni a las otras. A Martincito no parece importarle mucho el paradero de su madre. La cabeza ha regresado a su posición habitual y sus ojos están fijos en la corteza como si fuera la primera vez que ve un árbol de cerca. Los otros chicos siguen dando vueltas pero ya no corren: Carla los retó antes de seguir a las otras.

Darío no está cansado pero quiere sentarse. Le parece antipático volver solo a la combi. Sus ojos buscan algún tronco, alguna piedra grande que le sirva de asiento: no hay nada. El guía se ha unido a la conversación de la que él se ha apartado. Desde hace cuatro días, hablan más o menos de las mismas cosas. Él, de todos modos, esperaba que sucediera algo así: es lo que hace la gente que no se conoce y que se ve obligada, por las circunstancias o por las voluntades ajenas, a pasar tiempo de ocio en los mismos espacios. Calcula que les llevará un par de horas volver a la cabaña. Le hubiera gustado quedarse allí durmiendo la siesta, leyendo. “No viajamos tantos kilómetros para encerrarnos en un cuarto”, le había dicho Soledad a Martín esa mañana. Y él no se había atrevido a ponerse del lado del chico.

Martín ha puesto sus manos sobre el tronco. Mueve los dedos como si quisiera enterrarlos en las grietas de la corteza. Darío no escucha las voces de las mujeres por ningún lado. Es un alivio pero ¿cuánto se habrán alejado?

Los cerros empiezan a oscurecerse. Martín parece salir de golpe del trance arbóreo y corre hacia los otros chicos que se han sentado, finalmente, sobre la tierra y juegan con unas piedritas. Darío enciende otro cigarrillo.

Nadie mira los cerros.

Los chicos se aburren. Uno corre y tira de la campera de Santiago. A Darío sólo le llega el tono suplicante. Marcelo asume el reclamo y le dice que sí, que pueden subir a la combi pero que no toquen nada. Los chicos corren hacia el vehículo. Martín lo mira como pidiéndole permiso. Es la primera vez. Darío asiente con la cabeza; ha sido un gesto involuntario. La costumbre traiciona y desubica. Algo en él queda tambaleando hasta que vuelve a acomodarse.

-Si rompen algo, nos tenemos que quedar acá toda la noche. Y hay animales salvajes.

Marcelo les pega el grito como última amenaza, igual se queda intranquilo. Tarda unos minutos en acercarse a la combi. En contra de todo pronóstico, hay calma en el interior. Dos están a punto de dormirse, otro juega con un celular, el del árbol mira por la ventanilla. “No se parece en nada al padre”, piensa y levanta la mirada como si sus ojos necesitaran un nuevo punto de vista para comparar y corroborar.

Todos se han quedado en silencio. Los cerros empiezan, de a ratos, a confundirse con el cielo.

Darío se encuentra mirando el lugar exacto por el que Soledad y las otras se internaron entre los árboles. Es raro que no se escuchen las carcajadas de Carla que siempre tiene el volumen sintonizado a un nivel más alto que el del resto de los mortales. “Vos porque no la bancás. No sé por qué no la bancás, ni la conocés”, le dijo Soledad la única vez que él se animó a decir algo. Y no pudo replicar nada porque era cierto que apenas la había visto un par de veces y, sobre todo, porque no tenía ni la más mínima intención de conocerla.

Cuando Soledad mencionó que podía "ser divertido” irse de vacaciones “todos juntos”, Darío supo que la decisión ya estaba tomada y que él carecía de argumentos para convencerla de lo contrario. Atinó a decir, de todas maneras, que, como eran sus primeras vacaciones con Martincito, quizás lo mejor fuera tomárselo con calma. No pudo explicar por qué ni qué había querido decir con ‘tomárselo con calma’, así que ahí estaba: solo en un paraje olvidado del mundo, con cuatro pibitos ajenos y cansados y dos tipos que no se parecían ni un poco a ninguno de sus amigos.

-¿A dónde carajo se fueron?

“Por fin, uno se impacienta”, piensa Darío. Se da vuelta y nota que ha sido Juan. “Hasta las voces tienen parecidas estos dos”. Por un segundo, se le ocurre que le habla a Carla, que las mujeres han regresado. Pero no. Y ni Santiago ni él tienen, obviamente, una respuesta. Marcelo se ha subido a la combi. Darío piensa que podrían irse pero no lo dice en voz alta porque ya sabe que sus chistes caen siempre en saco agujereado. Juan y Santiago se acercan al vehículo. No suben.

-A lo mejor se perdieron.

Juan le habla a Marcelo. Darío no escucha qué más le dice, sólo esa frase suelta, mientras lo ve mover los brazos hacia todos lados. Marcelo se baja, no cierra la puerta. Lo ve internarse entre los árboles por el lugar por el que -cree, ya no está tan seguro- se fueron las tres. Camina con la resignación de quien se ha aguantado trompear a alguien o decirle lo que se merece.

Si Soledad estuviera ahí, le diría que se acercara, que no puede ser tan hosco todo el tiempo. Él, por supuesto, no va a hacerlo: quizás no vuelva a tener en todo el viaje un intervalo como ese. ¿Marcelo habrá dejado la llave puesta? ¿Podrían irse si no volviera? No cree que ni Juan ni Santiago sean capaces de tomar una decisión como esa. Llegado el caso, va a tener que hacerlo él. Se imagina los forcejeos, los grititos de los chicos cansados, hambrientos.

Se iría solo si pudiera. Haría dedo si pasara algún auto en dirección al pueblo. Pero no ha pasado ninguno desde que están ahí. Ya no le importaría escuchar los reclamos de Soledad ni sus acusaciones. Martín se baja de la combi. Darío se acerca. Otro gesto involuntario. A medio camino, se da cuenta de que no sabría qué decirle si el chico le preguntara por la madre. Se detiene.

-¿Falta mucho?

La pregunta del chico iba dirigida a él, pero Juan se hace cargo y le dice que no, que ya están por venir, que vuelva a la combi y que aproveche para dormir un poco. Le miente y logra el efecto buscado. Enciende otro cigarrillo.

-Ahora, que esperen ellas- dice.

A Darío ya no lo sorprenden esos gestos tardíos, inútiles. Si Carla apareciera, le diría algo así como “tirá esa mierda de una vez” y él obedecería; bufando, pero obedecería. Como los chicos.

-La puta madre- Santiago patea las piedritas que los chicos han desparramado. Camina hacia la ruta y vuelve.

Muy cerca, oyen ruidos entre las ramas. Los tres se dan vuelta con una expectativa desmedida. No ocurre nada que, al menos, puedan ver. Darío siente un poco de frío. Lo atribuye al hambre y al cansancio porque de la tierra todavía se desprende cierto calor. Vuelven a escuchar ruidos. Parecen venir de otro lado. Los ojos se han acostumbrado a la penumbra que les ofrece la luz pero no les alcanza. Ninguno se acerca a la zona de los ruidos.

-La puta madre- repite Santiago.

Darío piensa que, llegado el caso y haciendo un esfuerzo, podría ser amigo de él. Nunca de Juan. Juan le genera el mismo rechazo que Carla: los dos comparten esa necesidad de opinar sobre todo como si supieran. No lo había pensado antes. Recién en ese momento se da cuenta. Su mente siente una ligera satisfacción.

-Son pisadas, boludo, son pisadas. ¿Dónde carajo están?

Juan se exaspera. Rodea la combi. “En cualquier momento se sube y traba las puertas este infeliz”, piensa Darío. Santiago está inquieto desde hace un buen rato pero aguanta con más dignidad.

-Calmate. Ya van a volver.

-Yo estoy calmado. No puedo creer a estas boludas, mirá que irse así… ¿Vos de qué te reís?

Darío ha sonreído sin darse cuenta, creyendo en la invisibilidad que otorga no participar de ciertas conversaciones. Ha sido otro gesto involuntario. No había pensado que el otro fuera a prestarle atención, menos en esa oscuridad a medias.

-No me río. ¿A vos te parece que me causa gracia estar acá?

Nuevos ruidos los interrumpen: un estrépito de ramas en varios sectores a la vez. Lo que sea que los genere se está moviendo rápido. O son muchos. El aire se carga de olor animal. Darío alcanza ver gotas de sudor brillando en la frente de Juan mientras suben a la combi a toda la velocidad que les es posible. Traban las puertas. Santiago jadea como si hubiera corrido veinte kilómetros.

-Prendé las luces, boludo- Juan le da la orden a Santiago, que ha quedado en el asiento de Marcelo. Tantea debajo del volante.

-La puta madre, se llevó las llaves.

Juan se deja caer sobre el respaldo. Darío busca algún espacio que los chicos no hayan ocupado en la parte trasera. Sus rodillas no van a aguantarlo mucho tiempo más. Adentro de la combi, la oscuridad es más profunda. El aire se le vuelve irrespirable. Quiere abrir un poco alguna ventanilla, pero no encuentra la forma de hacerlo sin sobresaltar a los chicos.

Logra escabullirse hasta un asiento vacío. Cree que era el que venía ocupando. Sí, su mochila está ahí. Se sienta. Apoya, finalmente, la espalda en el respaldo y se afloja. Martín lo mira fijo, ha ocupado el asiento de Soledad. Darío se lleva el índice a los labios; el chico entiende que no es momento de hablar y obedece. No sabe por qué lo ha hecho. No es hijo suyo, no tiene por qué mantenerlo en calma, menos en silencio. Le sudan las manos: la mirada del chico y ese instinto protector han sido peores que cualquier ruido de ramas.

Martín mira por la ventanilla con la misma atención que había puesto, un rato antes, en el árbol. Del otro lado del vidrio, los árboles y los cerros parecen una misma y única cosa, más oscura que el cielo.