La última vez que la vi a Marianella fue en Ezeiza. Ella llegó tarde a tomar el mismo avión que yo rumbo a Lima, acompañada de su habitual séquito de musculocas. Después no nos vimos más porque yo me dediqué a trabajar mientras ella y sus escoltas (casi escribo escorts) se dejaban “homenajear” en los mejores restaurantes limeños (es decir: del mundo), concurrían con pases gratis a los mejores gimnasios, consumían las mejores drogas andinas, aceptaban con fingidas protestas invitaciones a los mejores hoteles de Cusco y Aguascalientes. Marianella no impugna ni lucha contra la cultura, sino que se dedica a sacarle provecho.
Lo que acabo de contar puede o no ser cierto, pero en todo caso se aplica a un nombre, Marianella, que no coincide con el de Mariano López Seoane, tenaz doctor en Letras cuyo mayor defecto es la precipitación y el arrojo que dedica a realizar las tareas que se le encomiendan, ni con Mariano, el protagonista y narrador de Regalo de virgo (Mansalva, 2017), una novela urdida precisamente alrededor de la imposibilidad del nombre (lo que se llama queer) y de un conjunto de crisis que, en algún sentido, explican esa imposibilidad.
Con Marianella o con Mariano López Seoane se puede discutir. Con Mariano, en cambio, no, porque él es apenas una figura de discurso cuyo rasgo más notable es una prosa que inesperadamente deslumbra, el tratamiento de unos temas que la literatura argentina no suele considerar pertinentes y la acumulación de sentencias que, a lo mejor, a lo mejor, les jóvenes lectores subrayarán como indicaciones para la vida: “El placer se confundía con la sensación de estar recibiendo un exceso de bien”, “La debilidad ante la belleza es una afirmación de la vida, sí pero hay sobrados ejemplos de que entorpece la lucha por la supervivencia”, “caminaba por entre los soldados como una loca vista mil veces en un boliche de pueblo”.
El tono de Mariano es, efectivamente, sentencioso. No hay párrafo que no contenga un veredicto que, de todos modos, se muestra irrisorio a la luz de las sucesivas crisis que la novela despliega. Hay una crisis, por llamarla de algún modo, local y que lleva el nombre de “crisis energética” (aunque no se expliquen sus causas sino la algarabía snob a la que se llega para resolverla). Hay una crisis global que es el recalentamiento y la desertificación consecuente de los territorios, cuyo efecto más notable es un experimento alemán (casi una tautología) para salvar lo viviente en sí de la ecología apocalíptica que se avecina. Y hay una crisis global-local (si se prefiere: glocal) que la novela nombra como “crisis de las humanidades” y que sirve para explicar el fracaso del experimento científico que ocupa la parte más importante de la trama pero, sobre todo, el lugar incómodo de la interlocución de Regalo de virgo (¿quién podrá escuchar lo que dice?).
En cuanto al estilo, la novela pretende, como antes Flaubert (que escribió ese propósito en 1852) “escribir un libro sobre nada; un libro sin ligadura exterior; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible, si esto puede ser. Las obras más hermosas son las que tienen menos materia; (...) Creo que el porvenir del arte está en esa orientación”.
Ni Flaubert ni Mariano aciertan, por razones diferentes, a cumplir del todo ese propósito. El primero porque no pudo dejar de escribir contra una moral odiosa (la moral burguesa). El segundo porque todo momento de repetición supone ya una diferencia en la que, inevitablemente, aparecerá el sentido (es decir el tema que, como queda dicho, en Regalo de virgo es una varia declinación de la noción de crisis, la más existencial de las cuales es la “crisis de mediana edad” que el narrador y protagonista sufre). La “causa” de Mariano es, finalmente, llegar a comprender la futilidad de las cosas a las que, hasta entonces, ha venido entregándose y que, progresivamente, llevan el tono desde una pálida melancolía a un lamento trágico: Mariano, en la novela, y el cuarteto de musculocas del que forma parte, no son “la excepción a esta uniformidad que hubiera fascinado a los fascismos del siglo XX”.
Pero el fascismo del siglo XXI no anida en la hipótesis de una raza mejor o de una movilización total de las potencias humanas por parte del Estado (por otra parte muy ausente en Regalo de virgo), sino en la emancipación de la tontería de todo marco que detenga su avance totalitario: “Pasado el dulce trance nos entregamos a las ternuras del caso. Intercambio de terrones de azúcar. Piropos y tonterías. Bebé. Vos sos mi bebé. No, vos. Amor. Amor bebé. Bebé cachetón. Sos mi bebé te amo. ¿Nos vamos a casar? ¿Quién es mi papi violador? Vamos a estar juntos siempre, siempre. ¿Vamos a viajar no? Hasta podríamos tener un hijo. No, vos sos mi hijo. Soy tu papi, ¿o no?”.
Los saberes que Regalo de virgo maneja son igualmente flaubertianos, y en este punto, la novela recuerda antes a Bouvard y Pécuchet que a La educación sentimental. La loca del relato, que ha sufrido ya la crisis existencial de la mediana edad, viene formada. Pero los saberes que esgrime son tan irrisorios como los de las signaturas astrológicas (que dan nombre a la novela) o las signaturas botánicas, que explican el experimento alemán. Como lo que una crisis produce es la desestabilización de los nombres (y la novela nombra, como queda dicho, cuatro estratos de crisis) de lo que se trata, sobre todas las cosas, es de la busca del propio nombre (López Seoane/ Marianella/ Mariano forman también parte de esa constelación, tanto como Kasia/ Bomba, los nombres alternativos del personaje contraprotagónico de la novela).
No habiendo sentido histórico que explique los pormenores de la trama, ésta sólo puede apoyarse en una dimensión paranoica: “Era posible que (...) el tan temido plan maestro no fuera más que la intencioìn de restablecer el orden cósmico” y una antropología desgarrada entre las potencias de lo celestial (el Olimpo) y lo ultra-terrenal, lo autóctono. Bomba, dice el narrador, “para mí siempre fue un héroe, un semidios, un olímpico, o acaso un compuesto inestable, un explosivo, algo que desciende sobre una vida para conmoverla para siempre”. El final de la novela, sin embargo, revelará el triunfo de la tierra. La imposibilidad de abandonar el territorio, que al principio parece efecto de malas decisiones administrativas (“Del país no se podía salir y las vacaciones debían planearse en el cuadrilátero hiperfamiliar del suelo argentino”), adquirirá el estatuto de principio ontológico.
Es como si la cultura global de la loca, que en la novela es un efecto de la desesperación (“Nosotros queremos seguir nuestras vidas de meros humanos, dedicar nuestras horas al gimnasio, los tratamientos de belleza, las charlas con amigos, la visita ocasional a la discoteca, el shopping, la música pop... Todo lo que hace una vida homosexual más o menos tolerable en estos días.”) encontrara su correlato y al mismo tiempo su límite o su umbral de transformación en los saberes botánicos de Friedrich Schickendantz (Catálogo razonado de las plantas medicinales), Curt Backeberg (Die Cactaceae, 1958-1962; Kakteenlexicon, 1966) y Friedrich Ritter (Kakteen in Südamerika, 1979-1981).
¿Qué tienen en común la loca que conoce las steroid parties (en las que las musculocas heterosexuales u homosexuales se inyectan esteroides mientras se entregan a variaciones ominosas del placer sexual) con los cactólogos alemanes más reconocidos?
Poco, si se quiere, salvo que en un caso y en otro se trata de nombrar lo innombrable (lo abyecto, en un caso; lo desatendido, en el otro: los nombres de Schickendantz, Backeberg y Ritter denominan especies de cactos americanos).
En un caso y en otro, el destino (novelesco, al menos) es el mismo: el cactus “Corona de fuego”, cuyo nombre científico (rebutia senilis) convoca la ancianidad y el destino final de cualquier algarabía: la tierra reseca y el viento que sacude el polvo en el desierto.
Una novela tan compleja como Regalo de virgo (y que por su mismo nombre responde a la lógica del don) debe ser agradecida. A López-Seoane habrá que agradecerle su inteligencia; a Marianella, su mundanidad muchas veces insufrible; a Mariano, tal vez, la delicadeza con la que teje una eterna trenza dorada con los nombres dolorosos del amor, los nombres frívolos de la mundanidad y los nombres de las cualidades sensibles. Les jóvenes lectores (si es que tal especie todavía existe) disfrutarán de esta novela alocada. Y cuando crezcan, querrán leer a Proust, que es la continuidad lógica y necesaria de Regalo de virgo.