En las noches de verano, la ventana del cuarto abierta al bosque, puede escucharse el mar. También, como si se tratara de un secreteo, algún búho. El silencio, me doy cuenta, no lo es tanto. La prueba está en el eco de las olas, incesantes, persistentes, a veces más alto, a veces más bajo. “Tú que vives entrañadamente afuera/ tal vez puedas decirme/ dónde comienza el ojo de la muerte”, había leído en un poema de Roberto Juarroz. “Yo quiero que me digas/ si también allá afuera/ el tiempo de la muerte ha terminado”. Permanecí despierto hasta tarde en esa incógnita cuya respuesta, si la hay, quizás convenga buscarla en otro lado.
Fue en el primer otoño de la peste, en la librería Del Norte, en Olivos. Una mañana de lluvia entré a guarecerme de la tormenta. El local es chico, pero asombra su provisión abundante y variada de temas, géneros. Me llamó la atención un título: Silencio. Carlos, el librero, un experimentado del mundo editorial, me comentó que lo llevaban mucho los practicantes de yoga. Apenas me puse a curiosearlo comprobé que, bajo la superficie “new age” del libro, había algo más en su fondo. Y empecé a indagar sobre su autor, Thich Nhat Hanh.
Su biografía no era la que cualquiera podía conjeturar de un monje zen. Nacido en Quảng Ngãi en Viet Nam Central en 1926, Nhat Hanh, a los dieciseis ingresó en el monasterio de Từ Hiếu, cerca de Hué. En el 56 ya era editor jefe de un periódico que bregaba por la unificación del país. En los años siguientes fundó una escuela budista y un servicio de ayuda a las zonas rurales para crear escuelas, levantar hospitales y reconstruir pueblos. El activismo y una intensa labor intelectual lo llevaron a Princeton y Columbia.
En los años 60, mientras enseñaba budismo en las universidades norteamericanas, mientras en su país los monjes se inmolaban incinerándose en las calles reclamando el fin de la guerra, propuso generar comunidades pacifistas, y trabó contacto con Martin Luther King, que lo recomendaría como Premio Nobel de la Paz para 1967, pero ese año, plena Guerra de Vietnam, el comité decidió no otorgar el galardón. En tanto, en Vietnam, su servicio de ayuda era acusado de comunista y perseguido.
En 1969, Hanh integró la Delegación Budista por la Paz en las conversaciones de negociación de la paz celebradas en París. Cuando los acuerdos se firmaron en 1973 a Nhat Hanh, Viet Nam le negó el retorno a su país y debió permanecer exiliado. A la vez, aunque sectores pacifistas lo seguían, Nhat Hanh resultaba molesto para Estados Unidos al ponerse del lado de los negros y los veteranos de guerra. Finalmente se afincó en Francia y formó una comunidad monástica. Nunca dejó de denunciar el poder armamenticio, el carácter gendarme de los Estados Unidos y, asimismo, de criticar a su propio país que, recién cuando hace unos años padeció un acv, le permitió regresar al templo donde habría de morir a los noventa y cinco y ser despedido por sus discípulos y una multitud de seguidores.
“Meditar no es huir de la sociedad”, sostiene Nhat Hanh, “es regresar a uno mismo y ver qué está pasando. Una vez que hemos visto, debemos actuar. La plena conciencia nos ayuda a saber qué hacer y qué no hacer a fin de ayudar”, escribió. A sus ensayos los coherentiza la preocupación por el dolor, los otros y la cura de las heridas emocionales cuales sean. Todos somos víctimas de algo o de alguien, de un sistema, de un empleo, de una familia, de una pareja. Todos, sin excepción, venimos de algún daño. Intentemos reparar, plantea Nhat Hanh. No importa si se es cristiano, judío o musulmán. Su intención filosófica se transmite a través de prácticas sencillas: la respiración y la meditación.
Aunque su planteo parezca ingenuo, conviene detenerse un momento en sus argumentos. “Es mucho el sufrimiento que suelen generarnos las nociones de nacimiento y muerte o de ir y venir”, escribió. “Nuestra verdadera naturaleza está más allá del ir y del venir. Si tenemos miedo a la muerte es porque no entendemos que en realidad las cosas no mueren. Existe la tendencia a pensar que podemos eliminar aquello que nos desagrada y, por este motivo, se queman aldeas, se matan personas. Pero destruir a alguien no reduce a esa persona a la nada. Su espíritu perdura. Según la sabiduría budista la permanencia o la inmortalidad son nociones equivocadas. Todo es fugaz. Todo transitorio. Y está cambiando de continuo. Nhat Han recuerda a Lavoiser: “Nada se pierde, todo se transforma”. Puedo sentirlo respirando la noche, la ventana abierta al bosque, prestándole atención a una quietud que no es tal: ahí está el susurro de una brisa, el ramaje de las tacuaras, un grillo, y profundo, el mar, su movimiento perpetuo.
En cada uno de sus textos Nhat Hanh consagra la atención como un milagro cotidiano a lograr, algo tan simple como la conciencia de estar aquí en cada paso, cada gesto, la unión de cuerpo y mente. Se puede meditar caminando, dice. Simplemente se trata de caminar con los pies y no con la cabeza. Lejos de ser conformista, un tipo que no acepta la realidad tal cual se presenta, Nhat Hanh acostumbra a ir contra la corriente, y cuestiona la preceptiva del Dalai Lama, autor de El arte de la felicidad. Lo que necesitamos, propone Nhat Hanh, “es aprender el arte del sufrimiento. La idea de la felicidad completa es peligrosa porque en la ausencia del dolor y el sufrimiento la comprensión y la compasión son imposibles. Es ingenuo pensar en la existencia de un lugar sin sufrimiento. Precisamente, el camino que conduce a la cesasión del sufrimiento pasa por el sufrimiento”. En este punto, Hanh suena dostoievskiano: “Todos estamos en el infierno, todos nos acostumbramos a su calor”, afirma con respecto a las miserias y padecimientos de lo cotidiano.
Nhat Han suele ejemplificar sus ideas con citas literarias. Por ejemplo, El extranjero de Albert Camus. Mersault, su protagonista, al enterarse que será ejecutado, repara en el tragaluz de la celda. Tiene la impresión de no haber visto nunca antes el cielo. A partir de ese instante, Mersault, acostado en su camastro, dedicará los tres días que le quedan a observarlo y reflexionar el sentido de su existencia. Cuando un sacerdote viene a visitarlo Mersault se niega a recibirlo. “El cura, dice, vive como un muerto, no como yo, que estoy realmente vivo”. Así como cita a Camus para ejemplificar su pensamiento, Hanh también menciona al poeta René Char: “Si habitas un instante, habitarás la eternidad”. También, a menudo Nhat Hanh recurre a situaciones en apariencia paradojales: “Para que crezca una flor de loto --dice-- es necesario el fango. Pues bien, el sufrimiento es el fango necesario para alcanzar la felicidad”. Ni blanco ni negro, ni bien ni mal, contra cualquier dicotomía, en su pensamiento, Nhat Hanh va contra las polarizaciones igual que Roberto Juarroz en otro de sus poemas: “El fondo de las cosas no es la muerte o la vida. /El fondo es otra cosa/ que alguna vez sale a la orilla”.