El cuento por su autor
Es probable que todo haya empezado con la desnudez. ¿Qué velos se descorren cuando nos sacamos la ropa? ¿Qué dice, qué calla el cuerpo desnudo? ¿Y un cuerpo de mujer desnudo?
Los viejos terrores están ahí a la vuelta de la esquina. Cualquier incidente puede dispararlos y después hay que surfear el equilibrio perdido o el desequilibrio ganado. No siempre hay un viraje ni un cambio drástico al final de nuestras pequeñas historias, pero sí puede haber un descubrimiento o un nuevo entendimiento.
Tal vez todo esto se disparó al hacerme una mamografía, no lo recuerdo. Tal vez lo incierto del resultado proyectó en algún momento plegarias desatinadas y recuerdos de un futuro del cual huir. Lo que sí sé es que las mujeres tenemos una historia común rica en terrores y algo de todo eso está condensado en este cuento.
“En el aire” es parte del libro El amor se desequilibra por nada y otros cuentos despavoridos, todavía inédito.
EN EL AIRE
– ¿Edad?
– Treinta y ocho.
– ¿Hijos?
– No.
– ¿Embarazos?
– Uno.
– ¿Antecedentes de cáncer de mama en la familia?
– Ninguno.
– Empecemos de frente. Sacate la ropa.
Fue hacia el cuarto contiguo, se sentó y se sacó los stilettos. Sintió que descendía mucho más que los ocho centímetros de los zapatos. Los tacos, aunque fueran incómodos, la hacían sentirse ligera y despreocupada. Por esa razón ese invierno se había comprado solo zapatos altos, tantos años de chatitas la habían aplastado. Se sacó la remera holgada que había elegido a conciencia para no perder tiempo; en los consultorios siempre estaba apurada. Luego fue hacia la máquina y la miró de frente como si quisiera descifrarla, aunque ya sabía que era de las cosas que nunca entendería. A simple vista, tenía un brazo con dos bandejas listas para aprisionar y aplastar las tetas. Pero no era tan sencilla, nada lo era. Pensó en la prensa que tenía su papá en el garaje para ajustar ruedas, cortar una chapa, limar alguna pieza de hierro. ¿Qué clase de pieza sería ella?
Miró a la mujer de guardapolvo verde que la había interrogado. Tenía la tintura rubia gastada y una sombra gris topo que parecía pesarle sobre los párpados. Era joven y bajita (llegaba apenas a la mitad de la máquina) y se movía ajena a su mirada. Se acercó y le estiró la teta derecha, la apretó y la ajustó con la bandeja.
– Girá la cabeza, sacá la cola hacia atrás… voy a aplastar –dijo y se alejó hacia los controles de la máquina–. No respires.
Con la cabeza apoyada contra la plancha de metal fría, oyó como si el motor de una heladera comenzara a andar y después, tac, tac, tac, tijeretazos de una podadora gigante. Intentó pensar en sus primeros encuentros con el francés que había conocido en la milonga: el pecho adelante, la cola atrás, el pelo tirante hacia un costado; así había empezado todo. Sintió que la máquina la estrujaba como si ella fuera un trapo al que le sacan la última gota. Con el francés a veces sentía lo mismo.
La rubia volvió al consultorio con más preguntas:
– ¿Te estás controlando algo?
– No, ¿por qué?
– Cada seis meses es cuando se controla algo, si no cada año.
Mientras la rubia se iba a mirar “las fotitos” –así las llamó– a otro cuarto, ella se puso la bata de cuadrillé rosa y puntillas blancas que encontró doblada sobre unas revistas. Se calzó los stilettos y leyó: Shop and Co decía que las bufandas estaban de moda; Entrecasa traía un especial de conciencia ecológica. Le hubiera gustado sentirse una actriz porno esperando la próxima escena, pero mirar revistas en tetas en ese lugar tenía poco de sexy (como las porno, capaz, pero distinto) y la puerta se abría siempre de golpe. Ahora la rubia volvía con las placas, como arrojada desde otro tiempo, y decía:
– ¿Tenés la mama izquierda más chica?
– No sé… nunca me fijé.
– Qué pregunta –murmuró la chica.
Ella se miró las tetas. La izquierda era su preferida porque tenía dos lunares (sin relieve ¡gracias a Dios!), arriba y hacia la izquierda de su pezón; dos planetas acompañándose en ese universo suave. El francés solía perderse dibujando ochos con sus dedos acalorados alrededor de esos lunares.
– A ver –la rubia le inspeccionó las tetas con la mirada–. Sí, la izquierda es más chica… Sigamos de costado.
Ella ya no pudo sentir la belleza de su teta con lunares, ahora sólo veía la falla. Bajó de los stilettos, se acercó a la bandeja y se agarró del caño. La rubia le fue llevando el codo hacia atrás hasta dejarla en la posición adecuada. La máquina apretó, pero con la izquierda el procedimiento se complicó porque se escapaba (¡era más chica!). Mientras sostenía la cabeza arriba y atrás, la bandeja se le incrustó en la clavícula y se sintió una contorsionista en un circo pobre. Sólo tenía que mantenerse un minuto así, no respirar, escuchar el ruido de heladera, los tijeretazos y listo. Cuando terminaron, se masajeó unos segundos el cuello y volvió a los stilettos y a las revistas. Una nota decía que un médico brasileño especialista en fertilidad abusaba de sus pacientes. Vivía en un barrio caro de San Pablo al que iban celebridades como Pelé o el expresidente Collor de Mello, que buscaban tener un hijo; el tipo tenía la costumbre de sedar a sus pacientes y luego violarlas. Habría hecho lo mismo con unas cincuenta mujeres. Ella imaginó al médico alegando que les hacía un favor, y encima algunas hasta quedarían embarazadas.
A los pocos minutos, se abrió la puerta y entró otra mujer con guardapolvo. Era morocha y medía casi lo mismo que la máquina.
– Soy la médica que ve sus estudios –dijo con un acento latinoamericano que aumentó la extrañeza de su presencia–. ¿Se hizo antes?
– Sí, ya le di los estudios a la chica, ¿por qué?
– No, no, por nada.
La distancia entre la nada y el todo era asfixiante. ¿Y si tenía cáncer? La gente hablaba de la quimio con la familiaridad con que se menciona a un amigo de la secundaria. Hacía poco la había llamado su mejor amiga del colegio, Nancy. Le contó que se habían reencontrado en Facebook y estaban organizando una reunión con todos los compañeros de curso, incluso aquellos de los que apenas se acordaban el nombre. Ella había dicho que sí, pero apenas cortar se había arrepentido: la adolescencia no había sido aquel excitante momento de la vida al que todos parecían querer volver. Le daba repulsión recordar el temor por las cosas que no se conocían, los grititos agudos que eran el punto final de todo y los llantos contenidos por la almohada. ¿Por qué alguien querría volver a eso? Terminaría formando un subgrupo de amigos del secundario con cáncer. Odiaba Facebook (¿Cómo no estás, vos que te la pasás en la computadora?); pero lo odiaba menos que la posibilidad de tener un cáncer. Siempre esa manía de mezclar vino con sandía, le hubiera reprochado Nancy. Si sólo pudiera saber cómo salir de ese clericó pasado.
La rubia apareció envuelta en viento con olor a formol y dijo que había que repetir porque la izquierda había salido mal. Ella se bajó de los stilettos y los tiró a un costado. Cuando se reanudó el procedimiento y la máquina la agarró de su minusválida teta izquierda, sintió un ensañamiento especial. Contuvo el aliento apretando los labios y esperó escuchar el tac tac tac, pero nunca llegó. Entonces abrió los ojos y sólo pudo ver un haz de luz pálida por debajo de la puerta. La rubia la miraba:
– Se cortó la luz. Hay que esperar que vuelva –dijo.
– Por favor, sacame –pidió. Ese último fogonazo podría haber disparado químicos nocivos sobre su pobre teta. Ahora estaba segura de que se enfermaría.
– No puedo. Pero no te preocupes, hay un grupo electrógeno, en unos minutos va a volver…
– No puedo esperar, sacame.
– Calmate. Me voy a fijar qué pasó y ya vuelvo.
– No me dejes sola.
La puerta se cerró detrás de la rubia y una ráfaga de aire frío le tensó la piel y los pezones. Tendría que haber tenido más encuentros despreocupados como los del francés, o haber sido actriz. Seguro que una vida más relajada la hubiera salvado. El cáncer está latente en todos, había dicho un médico por televisión cuando ella estaba en sus veinte y desde entonces la acompañaba la imagen de un pacman demente corriendo por su cuerpo hasta encontrar con quien reproducirse como conejo. Tendría que haber amamantado, dicen que eso previene. Solía cerrar los ojos cuando le iban a dar un pinchazo. Se sentía más protegida sin necesidad de ver cosas que podían lucir más dolorosas de lo que eran. Pero ahora ya ni eso le quedaba, porque incluso en ese lugar aséptico podía acechar un médico violador, un cáncer o una rubia sin vuelo. Y a quién reclamarle. Alguna vez había leído que las elecciones de las profesiones responden a deseos muy profundos. Que un chico que disfrutaba destapando con una rama la basura que atascaba desagües había terminado siendo cardiólogo cirujano. Una no contesta quiero ser mamógrafa cuando le preguntan qué querés ser cuando seas grande. ¿Por qué alguien elegiría dedicarse a eso? Recordó que la rubia no tenía pechos (¡era una tabla!). ¿Querría arruinar a las que los tenían? Oyó pasos. ¿Sería ella? Prefirió ilusionarse con un rescate. Y mientras los pasos se alejaban, escuchó un diálogo lejano que venía de algún lugar que no pudo ubicar, tal vez de los conductos de la ventilación:
– ¿Estás contento? –preguntó una voz femenina.
– Sí, mi amor, cómo no.
– Pero querías un varón.
– Y eso qué importa, tendré que preparar la escopeta –dijo él, entre risas–. Y prepararme para lidiar con las vueltas.
– Pero te va a querer más a vos…
– ¿Y vos vas a estar celosa? –Más risas.
¡Ay por favor, hombres! Capaz que su teta arruinada para siempre la salvaría de tener hijos y caer en la cajita de la familia feliz. Cuando era chica tenía un sueño recurrente: se dormía aplastada por capas de frazadas que al principio la hacían sentirse abrigada y protegida, pero terminaban ahogándola con su peso. Se despertaba agitada y prendía el velador para recordarse que estaba despierta y era sólo una pesadilla. Sola y a oscuras en ese consultorio, no sabía qué hacer para salir a flote. Recordó sus pececitos boqueando en la superficie del agua de la pecera. Cambiaría de obra social, eso haría. Se anotaría por fin en la prepaga que venía postergando. Esto no podía pasar y no lo iba a dejar así. En cuanto la largaran, iba a hacer tanto quilombo… Pero qué ganás poniéndote así, le habría dicho su mamá. Qué sentido tenía pensar que estaría presa hasta que se hiciera de noche y vinieran los residentes a ver la rareza de una teta aplastada por una máquina. Nada, no ganaba nada. Pero esto no era un juego de ganar y perder, ¿o sí? Nadie para responder. Mejor respirar profundo, entonces. Calladita te ves más bonita, como decían en México. Y pensar en el francés agarrándole las tetas desde atrás. Sólo tenía que esperar. ¿No podía hacer algo tan sencillo como eso? Claro que podía. No estaba tan hundida como le querían hacer creer. ¡En qué pensaba! Prefirió concentrarse en alcanzar su cartera. Estiró una pierna como en sus mejores tiempos de danza, tocó la silla de metal y logró acercarla. Eso le dio tranquilidad. El mundo seguía entero más allá de esa oscuridad gomosa que empezaba a sacarle el aire. Con mucho esfuerzo, después de varios intentos, dio con el manojo de llaves y lo agarró. Sería su arma en caso de necesitar defenderse. La presión de la máquina le empezó a estrujar la teta de tal manera que el dolor le llegó a los bordes de las orejas. Si pasaba un minuto más empezaría a gritar y a golpear la máquina con la llave. Pero cómo saber cuándo. El tiempo parecía cambiar de consistencia y era imposible no perderse intentando atraparlo. Cerró los ojos buscando tranquilidad y carraspeó para que su voz sonara como un pedido serio de libertad.
– Ahora sí podemos seguir –oyó en ese momento.
Abrió los ojos, ¡la luz! Nunca imaginó que un tubo fluorescente podía dar felicidad. La rubia no la miró, fue dando zancadas a la parte de los controles de la máquina y la soltó. Ella estaba tan agradecida que no pudo decir nada. Había tambaleado un poco al soltarse de la fuerza que la retenía. Después se sentó y se puso los stilettos antes que ninguna otra cosa. Mientras se acariciaba la teta izquierda (¡ahora tan chatita!), le cayeron unas lágrimas.
En la prensa, a veces su papá se martillaba un dedo porque se le zafaba la pieza o la maza caía mal. Él se llevaba inmediatamente la mano a la axila izquierda. Era un tiempo en el que no había hijos perdidos, ni médicos, ni franceses, ni rubias yeta. Otras veces, cuando su papá aflojaba la prensa, lo que estuviera apretando salía disparado con una fuerza y en una dirección que siempre la descolocaban. Ella retenía el aliento, la suerte estaba echada; la pieza rebotaba por el piso hasta que lograba estabilizarse o su papá la manoteaba en el aire. Era un momento peligroso, pero también feliz.