Esa es la imagen que tengo y siempre tendré de Angélica Gorodischer. Su cabeza roja encendida e incendiada, su “preciosa cabellera” iluminando todo a su alrededor. Su inteligencia, su humor, su valentía, su humildad, su elegancia, como banderas del entusiasmo. Y, claro, su enorme talento. Ese don que la convirtió en una de las autoras más relevantes de la literatura fantástica del mundo. Un título que la incomodaba, pero al que estaba asociada irremediablemente después de la publicación de su gran libro: Kalpa Imperial en los ochenta.
Defendía así, con ese gesto de cuidado malestar, al resto de su obra tapizada de novelas y relatos magníficos. Era, además, su defensa de la imaginación sin límites. “¿Qué es la realidad? ¿Cómo va a ser la realidad lo que se ve? ¿Siempre hay sombras, otras cosas, algo más?”, desafiaba. Siguiendo ese razonamiento es posible imaginarla, lejos o cerca, en el cielo de los artistas o en la dimensión desconocida, seguramente del brazo de su amado “Goro”, el gran compañero de su vida. Si ese sitio de los deseos existe, tal vez, recibirá alguna queja de Ray Bradbury al que calificó de demasiado sentimental y “blandito”; brindará con Mary Shelley y se dará el gusto de charlar con su admirado Philip Dick.
En este momento triste, sus lectores de todo el mundo se abrazarán a sus libros (más de treinta) y lamentarán que haya cesado la irrupción permanente de sus criaturas. Los vecinos de Rosario sumarán un pesar particular, los más lúcidos sabrán que perdieron a un familiar. A una de las hechiceras de la tribu. Me permito imaginar una pena equiparable a la que generó la partida de Roberto Fontanarrosa. Ese tipo de tristeza que alcanza, incluso, a quienes nunca la leyeron, pero se la cruzaban en las calles de la ciudad, en algún bar, o la veían debatiendo en los medios de comunicación sobre temas de actualidad o reivindicando el feminismo o hablando de literatura y rogándoles a los padres para que les lean cuentos a sus hijos.
“Escribo por escribir”, decía ante la pregunta reiterada que le hacían en charlas y presentaciones. Difícil encontrar una definición más precisa de esa necesidad abrasadora que la acompañaba desde que era una niña. Antes le había pasado “la cosa más maravillosa de mi vida: aprendí a leer”. Y por leer se hizo escritora. Más tarde dio un paso más, se convirtió en una máquina de inventar historias que se proyectaría por casi un siglo. Escribía sin especular y sin hacer concesiones. Aunque recibió muchos no esperaba premios ni homenajes. Buscaba lectores. En 2017, en una charla que brindó en la Universidad de Cuyo al recibir el doctorado honoris causa, reveló su secreto: “contar cosas que no le pasaron nunca a gente que no existió jamás”.
Como dicen que ocurre con las estrellas y con los autores entrañables, la Reina Roja se apagó en el espacio temporal, pero seguirá brillando en el corazón y la memoria de sus lectores.