Escritora rosarina internacionalmente reconocida, feminista desde mucho antes de la marea verde, organizadora de los Encuentros de Escritoras a comienzos de este siglo, vecina del barrio Las Heras y mujer con un humor muy singular, Angélica Gorodischer nos dejó huérfanos ayer. Temo que en su irreverencia contra los roles establecidos se hubiera rebelado contra el rol de madre literaria. Imagino el swing de aquella voz única, emitiendo protestas graciosas y serias: "muerta, vaya y pase, pero...". Reconocida en vida, obtuvo dos becas Fulbright y en 2018 recibió el Gran Premio a la Trayectoria Artística del Fondo Nacional de las Artes. En 2007 fue declarada ciudadana ilustre de Rosario, y en 2012 fue nombrada personalidad destacada de la cultura de Buenos Aires. También obtuvo en Estados Unidos el Premio Mundial de Fantasía por su trayectoria en 2011. Saberla escribiendo en su casa con jardín (el mismo desde donde, entre los minutos y segundos 13:35 y 14:15 de un cortometraje de producción local, saluda al público y corrige una errata desde un pasado que ya queda a una década de distancia), era sentir que se podía ser escritora desde acá. Era como si el chalet de Philip K. Dick en Orange County (donde se filmó Una mirada a la oscuridad, con Keanu Reeves) estuviera a la vuelta de casa.
Cuando en 1998, 2000 y 2002 (remando la crisis nacional) organizó casi ella solita los "Encuentros Internacionales de Escritoras", en el actual Centro Cultural Fontanarrosa (que en marzo de 2019 las expositoras de la muestra Revolucionistas rebautizaron temporalmente como Centro Cultural Angélica Gorodischer), supimos que era una escritora de anticipación también en su escritura de lo social. Ella lo pensó, lo dijo y lo hizo antes que todas nosotras. Allí mismo, 20 años después, en la Feria del Libro de Rosario, se le rindió homenaje en vida y Patricia Suárez le agradeció el espaldarazo inicial. "Me decían: ¿Vos sos feminista? ¡Entonces odiás a los hombres!", evocó risueña a sus 90. "Nooo, qué los voy a odiar, a mí me gustan los hombres, me gustan muchísimo... bueno, bueno, tranquilizate", remató, disparando la carcajada cómplice del público. En la pizzería en diagonal al mismo lugar, el año pasado, tras un encuentro sobre literatura policial, nos dijimos medio en broma con Melina Torres que debería haber una iglesia llamada Angélica Gorodischer y que tendría cantidad de feligresas. "Allí estaríamos todas profanando el buen decir, la escritura correcta, hablando de esto y aquello y en el medio haciendo nuestra literatura. Porque lo que nos deja nuestra diosa cobriza es hacer de las vidas nuestra propia literatura", me escribe Melina Torres por Whatsapp.
Aquel ya lejano 28 de julio de 1928 en que nació, quedaba en Buenos Aires y no en Rosario; pero a la elegante mujer menuda de breves cabellos rojos que se nos aparecía en el supermercado con el chiste: "Vecina, ¿no me presta una tacita de azúcar?" (o de aceite, o lo que se le ocurriera) la sentíamos tan nuestra como al Negro Fontanarrosa, estrella del norte como ella del sur. Le deciamos así: "la" Gorodischer. Era una diva que se reía del divismo y de ella misma, una rockstar antes de la masividad del rock. Tenía, al hablar, una voz de honda riqueza sonora, como trabajada en materiales preciosos. Con esa voz decía "una", marcando la "a" del artículo indefinido con la misma convicción con la que hoy otres pronuncian la "e". Se divertía divirtiendo con el personaje gracioso de la chica tonta, y lo hacía con una inteligencia deslumbrante. No se fabrican más voces así.
Se van yendo una a una las estrellas del firmamento literario rosarino y sabemos que no volverá a nacer una escritora así, con casi un siglo vivido, hecho memoria en la literatura hasta en los más ínfimos detalles. En La aventura de escribir. La narrativa de Angélica Gorodischer (Buenos Aires, Corregidor, 2009), Graciela Aletta de Sylvas (UNR, doctorada en Filología Hispanoamericana por la Universidad de Valencia con este trabajo de tesis) distingue varios períodos. En los 60 y 70, Gorodischer transitó con humor e inventiva la ciencia ficción, lo maravilloso y lo fantástico, en sus Cuentos con soldados (1965), Opus 2 (1967), Las pelucas (1968), Bajo las jubeas en flor (1973), Casta luna electrónica (1977), Trafalgar (1979) y la muy reconocida y premiada Kalpa Imperial (1983, traducida al inglés por Ursula K. LeGuin), fantasía donde se lee entre líneas una denuncia de los abusos de poder de la dictadura militar. Las influencias vienen de lo fantástico rioplatense, en relación con la narrativa de Borges, E. L. Holmberg y otros. Cabe agregar que el lenguaje coloquial, y en particular un tratamiento humorístico del lenguaje coloquial, que derrapa genialmente hacia lo disparatado, es una marca de estilo fuertemente local que su obra comparte con la de Fontanarrosa y con la de Elvio Gandolfo, pero en una voz femenina.
Después viene la zona realista, a veces autobiográfica, a veces cómica, siempre política. Y después, las novelas experimentales centradas en el lenguaje. En la novela Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (1985) se despliega "una expresividad desenfadada", como dijo una de sus críticas, Corina Mathieu (University of Nevada, Las Vegas). En Prodigios (1994), Doquier (2002) y Tumba de jaguares (2006), colecciona como piedras raras las palabras perdidas de un saber vivir decimonónico heredado de su madre y tocaya: la poeta, pintora y gestora cultural rosarina Angélica de Arcal, a quien retrata en Historia de mi madre (2004). De su marido, Sujer, tomó el apellido que la diferenciaba.
En Fábula de la virgen y el bombero (Buenos Aires, De la Flor, 1993; Emecé, 2011), Angélica se sumergió en el infierno local para denunciar con verismo esclarecedor la trata de mujeres en barrio Pichincha a comienzos del siglo XX, reescribiendo el género policial desde un feminismo de la igualdad. Aletta de Sylvas, en su ensayo "La ciudad como espacio del delito" (2006), analiza esta obra, donde además no deja de aparecer lo mágico a través de las cartas del Tarot en los subtitulos. Mala noche y parir hembra es de ese corpus. En Las nenas (Emecé, 2016), insiste una protagonista característica de su obra: la heroína ingeniosa y astuta, que con un potente sentido de agencia desarma la opresión y transforma su mundo. Aunque la sociedad las reduzca a muñecas, ellas se defienden restableciéndose a toda costa como sujetos de acción y de derechos. En ese libro hay además un cuento que es una perla del fantástico barrial situado en zona sur.
Su inhallable novela Tirabuzón (Rosario, Fundación Ross, 2011) aúna maravillosamente ambas vertientes: una estructura temporal alternativa de ciencia ficción -la figura que da título al libro- se reviste con los detalles nostálgicos de un universo íntimo anacrónico. Muchas plumas femeninas son evocadas aquí: Colette, Olympe de Gouges, Christine de Pizan. El preciosismo, en las cosas y en el vocabulario, es algo que resta explorar en la literatura de Angélica Gorodischer. Su relación con el interior burgués era ambivalente y estallaba por las costuras, en la voz de las oprimidas. En su obra, lo que fascina, oprime. La palabra literaria fue para ella un arma política con que dar vuelta los destinos y diseñar nuevas posibilidades. Algo de eso dijo en una entrevista de mediados de los años 90 que sigue inédita y sin desgrabar. Sé que ese cassette está en alguna parte. Le debo también aún leer sus últimos libros: Diario del tratamiento (2011), Las señoras de la calle Brenner (2012), Palito de naranjo (2014) y Coro cuentos (2017). Quiero despedirla con un sueño que tuve hace un año, del 22 al 23 de febrero de 2021.
Ceno con un colega en un bodegón de escritores, nada lujoso pero confortable, con revestimientos de madera y luces incandescentes cálidas, nada estridentes. Hay otros escritores en el salón. Se nos informa que ha muerto un poeta. Me pongo a pensar en que me van a pedir un obituario para el diario. Al ratito me entero de que ese mismo día, poco después, falleció Angélica Gorodischer. Me pongo a pensar en el trabajo que va a ser hacer dos notas. Quiero despedir a Angélica y pregunto dónde la están velando. En un vestíbulo o galería a la entrada del salón hay un grupito de jóvenes de treinta, treinta y pico. El que parece estar mejor informado entre ellos tiene barba, lentes y una camisa o chomba blanca. El resto del grupo son mujeres, dos o tres. El de barba me dice que Angélica está en el Cementerio Británico y me dice que ellos salen para allá. Afuera del restaurante hay una ancha avenida costanera llena de gente y de autos. De este lado de la avenida hay unas construcciones en varios niveles, como a la salida de la Estación Retiro. La escasa luz es cálida y rojiza. Le pido a mi colega que me lleve en su auto a ver a Angélica pero está profundamente dormido. Parece catatónico. Lo llamo y no se despierta. Se acurruca debajo de una de las salientes de la arquitectura y se queda echado ahí. Lo abrazo y lo sacudo pero no reacciona. No está muerto, sólo muy dormido. Mientras tanto, toda la gente se va yendo. Miro y ya no hay nadie en la avenida. Entonces veo que del otro lado surge una fila de catafalcos. Son unos seis, más o menos. Cruzo la avenida, camino hasta el último y descubro que detrás está la entrada del Cementerio Británico, donde acaba de terminar el oficio fúnebre en honor a Angélica. Me encuentro de nuevo con el grupo de jóvenes, y el de barba me confirma que el rito terminó. Un cura de otra secta que no es la católica, anglicano quizás, acaba de decir un discurso en memoria de Angélica. Salen señoras muy elegantes y las noto satisfechas, como reconfortadas. Lamento haberme perdido el discurso, porque hubiera sido un consuelo para mí (recién ahí noto mi tristeza), y pienso que mi ropa no está a la altura de las circunstancias porque es informal, para una cena de bodegón y no para un velatorio. Me quedo en el lugar sintiendo la energía piadosa y amable de la situación. Eso solo ya me calma un poco. Me acerco todo lo que puedo al cadáver de Angélica, que está en un rincón a mi derecha, pero antes de verla me despierto.