A mediados de abril sacó del horno su primer libro. Lo llamó Desbordes. Allí Alejandra Fenochio (Buenos Aires, 1962) trasladó al papel las reproducciones de sus acrílicos. Una obra tesonera de treinta años como pintora, una retratista notable que también es capaz de crear espacios sin presencia humana para tallar en ellos el silencio, la memoria o la muerte. La obra que recopila el libro es la que inunda su taller y desborda su casa. No hay huella en esa travesía editorial de la obra vendida, para la que no le importa ni el registro ni el recuerdo. El libro empezó a pensarlo hace dos años. No tanto como una actitud de legitimación hacia su trabajo, como suele suceder con la mayoría de los artistas visuales, sino como la necesidad de poder ofrecer un modo más amable y cotidiano a quien quisiese acercarse a su obra. “Siempre veo a la gente –explica a Las12– como muy preocupada sobre cómo tiene que mirar una pintura. Como si efectivamente hubiese un modo único o un manual. Un cierto temor a no tener los conocimientos para poder apreciar una obra. Hacer un libro fue para mí dar la posibilidad a los otros de acercarse a un objeto más sencillo de mirar. Las fotografías de mis pinturas creo que pueden apreciarse sin tanto prejuicio, sin esa idea inculcada de que hay que saber de arte o de pintura para poder ver”.
El libro fue pensado por Fenochio con mucho cuidado. “Lo armé como un viaje, como una travesía por mi vida. Es completamente autobiográfico”. Y ya la tapa que reproduce una pintura donde se aprecia la inconfundible van Volkswagen verde lima de la artista, da la pista de que por esas páginas cabalgaremos sobre una vida que no temió apretar el acelerador o el freno según la necesidad que le dictaba su mirada. Esa necesidad se conjugaba con la búsqueda del ADN de su pincelada. Una búsqueda feliz porque lo que se comprende luego de transitar las 152 páginas de Desbordes, exquisitamente diseñadas por Carolina Marcucci, es que Fenochio consiguió lo que sólo pocos artistas logran: construir una identidad inconfundible, una marca de autora, a pesar de la diversidad de los objetos que eligió para representar. El libro se articula en tres temas: Familia, Desnudos y Territorios. Una manera que encontró Fenochio para armar las pistas de sus obras circulando en el tiempo. El primer cuadro que reproduce, con el que invita a recorrer el libro, es un autorretrato de 1989 que se llama Cuando sea vieja y puta. En ese momento, la joven Fenochio construyó un cuerpo de piel y cabellos rojos, exuberantes, enmarcando una mirada nostálgica o alcoholizada - quién sabe-, un cuerpo no apto para la anorexia de las revistas de moda. Y con ese cuerpo empieza a retratar otros cuerpos que aunque vestidos o desnudos nunca exudan en primera instancia erotismo o sexualidad. La carnalidad de sus retratos delatan algo intangible pero esencialmente humano. Sus carnes cuentan el hueso, el modo en que cada uno de esos retratados elige para estar en el mundo. Y en ese modo de habitarlo, Fenochio que retrata a sus hijos, a sus amigos, a sus vecinos, se aleja afortunadamente de la pornografía de la pobreza o de la desdicha. El modo de ser de sus retratados siempre tiene vitalidad y goce. No hay padecimiento. Es como que con su mirada les otorga el derecho a estar en el mundo sin las marcas del dolor o del desconsuelo con el que un inaudito cuerpo de obra del mismo género bastardeó a quienes se atrevían a retratar si no pertenecían a cierta capa social. Esta mirada hace de Fenochio una artista única en su generación y en esta zona del mundo.
Nadie podría imaginar que esta mujer en la madurez de su carrera alguna vez se soñó cantante. Pero la pintura ganó la pulseada en su deseo de ser sin esperar nada a cambio. Así lo explicó a Las12: “El hecho de haberme dedicado a la pintura fue un proceso de acciones sin una dirección definida en un principio, incluso ahora. Supongo que cuando dije que quería ser cantante, pensaba más en sótano beat o algo así o más comedia musical. No en el público sino en una forma de expresar emociones. La pintura, en mi forma de practicarla, es sumamente solitaria. Cada vez más necesito que no haya nadie alrededor cuando pinto. Buscar algún eje que pueda justificar el hecho de ponerme a hacerlo. Porque nadie te dice, ‘bueno, ahora ponete a hacer un cuadro, prepará la paleta, fijate si tenés todos los colores, la tela bien tensada, los anteojos, la luz justa’, que nada ni nadie te joda, vaciar la cabeza de todo y mandarte sin rumbo. No es tentador entregarte a algo de lo que no tenés ninguna certeza, no es productivo y nadie te pidió que lo hicieras. O quizá eso sea lo tentador”.
Fenochio nació un 1º de mayo y a eso adjudica ella su tesón en el trabajo, su laboriosidad sin escrúpulos ni límites y en el Día del Trabajador en que fue parida fue a dar al hogar de una madre modista que, de algún modo, moldeó su cabeza más allá de las tijeras y de los alfileres, llevándola al lugar insospechado de la pintura, todo un modo de ser para Fenochio: “Me crié en Munro, en casa había taller de costura de mi mamá y otro de carpintería de mi papá. También una especie de fondo con un galponcito de trastos, un jardín con acequia con sapos, vaquitas de San Antonio y tierra para enterrar tesoros. Creo que en esos cosmos es donde fui desarrollando una imagen y una manera de estar en el mundo. Artesanal y curiosa, donde la fantasía, la realidad y la creación son posibles”.
Una la escucha hablar de ese mundo mágico de la infancia y cree que Fenochio podría haber elegido ser cualquier tipo de artista. Todavía -a pesar de su énfasis- no nos queda claro cuándo y cómo surgió su amor y su necesidad por la pintura y ella, paciente, intenta otra vuelta a la misma explicación: “No había otras posibilidades, era eso. La pintura tiene eso de escarbar cuando buscás lo que querés ver, de insistir para transgredir un plano blanco y que allí adentro aparezca y viva algo que te gusta. Aún me parece increíble pintar un cuadro y que se note que es mío, tener una manera propia, buscar la huella siempre igual e irrepetible de la carga del pincel en la tela. Poder lograr un retrato y que puedas ver que esa persona está allí y atrás hay un colectivo o un perro o lo que fuere”.
El libro cuenta con ensayos de lujo que se va intercalando entre cada sección. Allí escriben, por orden de aparición, Loreto Garín del Grupo Etcétera, Luis Felipe Noé –mentor de Alejandra–, Marta Dillon, Carolina Marcucci, León Ferrari y Juan Chiesa. En las duplicaciones de tapa y contratapa hay breves textos de Alejandra Lojo y Cristian Alarcón. Cada texto declina una mirada propia sobre la obra de Fenochio pero todos coinciden en algo que podría resumirse en algunas de las palabras que le dedica Juan Chiesa: “Alejandra es probablemente la más contemporánea de las contemporáneas, imprime todos los tiempos en un solo tiempo. Conceptualiza, teoriza, provoca, ¿cómo? Pintando. Desafía a sus contemporáneos. ¿Cómo? Pintando. En tiempos que la virtud se obtura tras un fotograma, Alejandra enuncia, como aquel enunciado que es síntesis porque fue tesis y antítesis. Que es tesis porque fue hipótesis corroborada. Cada pequeño encuadre se propone como un enunciado, síntesis de inagotables jornadas”.
Tanto sus cuadros de gran tamaño –muchos de ellos realizados en un baño diminuto–, como sus cuadros más pequeños le llevan mucho tiempo. “Puedo estar seis meses con una obra. La miro desde todas las perspectivas. Lo que de cerca me parecía que estaba bien, no lo está si lo miro de lejos. Entonces vuelvo sobre el cuadro. Yo pinto en capas. Una sobre otra y sobre otra. Esa cosa de sacar el blanco o de saber cuándo dejarlo”. No en vano construyó su libro como el literal tránsito temporal de su vida. Adentrarse en su obra es también recorrer su mundo, su modo de plantarse en la vida, como mujer consciente de su género, como madre, como artivista y también como una artista que se atreve a confesarnos: “Finalmente nada es tan importante”, un poco contradiciendo su accionar y su trabajo. Alejandra se atreve a pensar que todo puede ser un chiste también. Se cuela la alegría en sus palabras. El derecho a la alegría. Y así quita hierro y densidad a ese modo esclavo y elitista que algunos eligen para definirse artistas.
Desbordes se puede comprar en la librería del Museo Nacional de Bellas Artes. $ 590.