En cada extremo la guerra y la escritura. De la guerra, de su trama y de todo lo que ese estado despierta, ningunx de estos personajes puede escaparse pero tampoco podrán librarse del lenguaje. Todxs en La terquedad están obligadxs a convertirse en escritorxs, a pensar esa lengua que inventa Jaume Planc y que está tan presente en esa lista desconcertante, escondida en la vajilla junto a un papel secante, como en la locura de ese idioma que entre números y estadísticas se muestra como absoluta arbitrariedad, asimilable solo desde la creencia.
Es que estos seres se encuentran en la casa de un fascista armado por la dramaturgia dislocada de Rafael Spregelburd. Él lo interpreta desde su cabeza que no para y hace de la erudición un espectáculo. Si muchxs buscaron los rastros de Borges en la narrativa, no se dieron cuenta que esa herencia había caído en la teatralidad de Spregelburd, alguien que asume lo apócrifo y se ríe de lo que inventa.
Pero tal vez no sea este comisario valenciano el auténtico autor del diccionario inspirado en las sonoridades de las lenguas del mundo, un texto que pretende ser absoluto y múltiple. La estructura de La terquedad cambia el punto de vista para mostrar la misma situación desde lo que antes había quedado fuera de escena. Este procedimiento hace que las figuras femeninas, que en el salón eran satélites siempre al acecho, desplazadas hacia el jardín o el cuarto de Alfonsa, descubran en esos espacios la posibilidad de hacer del tiempo una apariencia que puede refutarse. Lo político de La terquedad está en una narrativa que expulsa la autoridad de la versión única.
Es en el cuarto de Alfonsa donde las hijas de Planc funcionan como las verdaderas autoras y también como la negación de ese padre. Estas muchachas son el soporte de ese personaje uniformado que recorre todas las contradicciones y reflexiona sobre la escena, que ve los hechos como si ya los hubiera vivido, que está en la historia como lector y como escriba. Alfonsa y Fermina son esa revolución que la Guerra Civil española dejó descuartizada. Alfonsa es la intuición, un genio que le viene de los muertos. El padre escribe lo que ella dice y supuestamente desconoce. Pilar Gamboa trabaja desde una interioridad que se desacopla y retumba en un entorno que la necesita enferma, ella es la materia prima de ese padre aunque siempre se muestre en camisón y demente. Fermina discute el orden desde una corporalidad que parece copiar el talante masculino. Hay en ella un deseo atropellado que comparte con su hermana. Analía Couceyro usa su histrionismo para poner en crisis la palabra en sus tonalidades absurdas. Todo lo que en Alfonsa es sensibilidad en ella es extroversión porque si el discurso de Alfonsa remite al pasado, en Fermina habla lo que está ocurriendo afuera.
Esos idiomas que se cruzan entre la sirvienta francesa, el inglés escondido en el cuarto de Alfonsa y el ruso que quiere comprar el diccionario de Planc porque allí identifica la revolución más efectiva, se convierten en la voluntad de imponer la propia traducción de los hechos como un impulso que contagia a todxs los personajes de La terquedad y lxs estimula a disputar un protagonismo del que Planc siempre parece en mejores condiciones de adueñarse. Su diccionario es la guerra por otros medios. Si él escribe, si en su anacronismo borgeano aparece una computadora en la Valencia de 1939, las mujeres son una suerte de resistencia.
La actuación es un recurso que tensiona la literalidad de las situaciones, la anécdota histórica asume cierta falsedad en esas caracterizaciones que muestran el reverso, como en un guiño siempre irónico. Son el lenguaje de una teatralidad que entiende el armado frágil del mundo. Y
La terquedad se presenta de jueves a domingos a las 20 en el Teatro Nacional Cervantes. Libertad 815. CABA.