2 de febrero de 2022, 00: 22 hs. (parece mentira, pero no lo es).
Dentro de pocos minutos voy a subirme a un avión que me llevará a Cuba. Desde el siglo pasado (parece un chiste, pero es verdad), viajo todos los años para dar clases en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños.
Todos los años, menos uno. En el 2021 no fui. En el 2021 el mundo estaba detenido, y yo con él. El 19 de marzo del 2020, llegué en el último vuelo internacional que aterrizó en esta pista, antes que la pandemia cerrara los aeropuertos, los estadios, las escuelas, las charlas en los bares, los trabajos, la vida.
Tomo un café en el bar mientras espero la llamada para el abordaje y pienso que es inútil, intrascendente, escribir sobre lo que pasó durante estos dos años. Crónicas, novelas, cuentos, relatos, canciones, miles de millones de palabras (millones reales, no metafóricos) que muchos escribieron y que circulan entre nosotros para intentar entender por qué pasó lo que pasó, para pensarnos en esta nueva realidad, para exorcizar los miedos.
No hay nada que ya no se haya dicho, nada original, nada que pueda ser revelador. Pero estoy aquí, en el aeropuerto, esperando, y el hecho casi azaroso de haber estado en el último avión que llegó a Rosario y en el primero que sale después de casi dos años, me hace seguir escribiendo mientras el café se enfría, porque prefiero no sacarme el barbijo.
Ser parte de los dos extremos de este paréntesis que, parecería, comienza a abrirse, se siente como ser parte activa de la historia.
Podría intentar escribir sobre la idea, ingenua, casi mágica, de qué con este viaje despido al covid. Lo despido de mi vida y del mundo entero. Ya se tomó su tiempo, ya le regalamos dos años, ahora, afuera, no queremos volver a verte. No más letras griegas para asustarnos, ni deltas ni ómicron ni ninguna nueva que quede en el alfabeto.
Pero no hay despedida posible, está metido en nosotros, aunque no nos hayamos contagiado.
Miro alrededor y trato de encontrar diferencias con los otros viajes. Papeles y más papeles, declaraciones juradas, análisis, certificados, alcohol en gel y barbijos en algunas caras. A simple vista no se notan las muertes, ni los meses sin trabajo para tantos ni el agotamiento heroico de los médicos, ni las familias estalladas por la convivencia forzada.
Me obligo a pensar en mis propios muertos, no quiero que se diluyan. No quiero olvidarme de la soledad de las terapias intensivas, del cajón cerrado, del lugar disputado en el velorio, de los miserables veinte minutos para despedir a una parte de mi vida. Qué mala suerte, pienso, una y otra vez, ¿por qué no aguantaron un poco más?, ¿por qué les tocó a ellos y no a otros?
Llaman a abordar por los parlantes y parece que todo es como siempre. Grupo 1, grupo 2, grupo 3. Gracias por volar con nosotros. Abrocharse los cinturones, enderezar el respaldo del asiento, dejarse los barbijos puestos durante todo el viaje.
El avión despega y se escuchan muchos aplausos, más que los que recuerdo en otros viajes. La presencia de la muerte y de la fatalidad, o la conciencia de nuestra propia fragilidad debe hacernos querer festejar más la vida. Aplaudamos porque estamos vivos, porque zafamos del virus, porque el avión despegó sin estrellarse.
En estos dos años fuimos mutando. Primero fantaseamos con que íbamos a ser mejores, después nos deprimimos porque esa mejoría que nos iba a hacer más nobles, fue sólo una ilusión de los primeros tiempos. No somos los mismos, dicen algunos. O somos los mismos, pero de otra cepa.
El cielo parece que sí es el mismo. Un cielo negro con lucecitas desparramadas que se van raleando cada vez más hasta dejar sólo la noche. No puedo saber dónde estoy, sin marcas ni referencias no se puede seguir la ruta. La oscuridad no da pistas, nos descoloca y nos deja solos y perdidos. Estamos a la intemperie. También podría ser la libertad.
Me duermo y sueño. Me sueño a mí misma sentada en el ala del avión y veo la isla entera, de punta a punta, como el largo lagarto verde que nombraba Guillén en el disco de poemas que mi papá me regaló cuando yo era una niña.
Mi papá está sentado al lado mío, con las piernas colgando y me dice que me haga una trenza, que las niñas cubanas usan trenzas con moños y hebillas. Le digo que no puedo, que tengo el pelo corto y nunca podría hacerme una trenza. Qué pena, me dice. Le pregunto si puedo sacarme el barbijo y me responde que todavía no, que espere un poco más, que después los vamos a tirar al aire y dejarlos volar.
Me despierto y está amaneciendo. El sol es una línea finita que tiñe el horizonte, estamos sobre el mar. Todavía no es el mar cubano, falta para eso. Estamos sobre el mar salpicado de barcos que parecen de juguete, mientras esperan su turno para cruzar al otro lado.
Una azafata hace que sus manos se transforman en mariposa para que una nena deje de llorar. Una pareja de viejos se mira y se dicen algo que no puedo escuchar, pero que les ilumina la cara. Un hombre lee unos papeles como si quisiera deglutirlos. Una mujer teñida con claritos se arregla el pelo. Dos chicas duermen, despatarradas.
La muerte se siente lejana en este espacio presurizado y filtrado. Pero abajo la muerte sigue.
Todas las muertes, sobre todo las que quedaron tapadas por el maldito virus, las que ahora vuelven a hacerse visibles y van dejando al bicho como algo casi inofensivo. Las muertes que crea la pobreza, las muertes en mares ajenos, las muertes de niños y mujeres que nunca quisieron matar a nadie.
El comandante del avión avisa que va a iniciar el descenso. Ahora sí, es el mar cubano.
Cuba otra vez. Para cerrar el paréntesis, para creer en los pensamientos mágicos.