Si unx entra en la página creada por Sophia Amoruso, Nasty Gal (www.nastygal.com), un sitio de venta de ropa online para chicas con onda, no hay nada que llame demasiado la atención, y hasta puede que algún modelo recuerde a otro similar visto en alguna boutique del Once. Distinto habrá sido el aspecto de ese sitio, que hoy vale millones, cuando empezó como una vidriera para ofrecer un conjunto selecto de prendas vintage que la propia Sophia se ocupaba de levantar en ferias y remates (y todavía un poco antes de eso, cuando Nasty Gal era solo su nombre de usuaria para vender ropa usada por eBay). Pero no importa si Nasty Gal nos gusta o no: la verdad es que la dueña y fundadora se hizo multimillonaria y el sitio se cotiza lo suficientemente alto como para que la historia de Sophia se cotice también. Así surgió #Girlboss, el best seller donde la chica, que recién tiene 33 y tenía diez años menos cuando empezó su negocio, cuenta su camino a la fama y da algunos consejos para las que se sientan igual de emprendedoras.

Del libro a la serie no pasó mucho tiempo y Netflix estrenó hace unas semanas la primera temporada de Girlboss, conformada por trece capítulos donde Sophia Amoruso se convirtió en Sophia Marlowe. Interpretada por Britt Robertson (Tomorrowland), la ficción se ocupa de aclarar que se trata de una recreación muy libre de la carrera de Amoruso. Y no puede ser de otra manera, porque el relato sigue punto por punto las convenciones de los ascensos a la fama y la fortuna: al principio, la protagonista lleva una vida casi adolescente, es incapaz de cuidar un trabajo y vive en un departamento donde todo parece desparramado y sucio. Pero un golpe de genio la lleva a comprar, en las ferias americanas que por lo visto frecuenta en San Francisco, una campera de cuero de los setentas que le cuesta diez dólares y ella logra vender por varios cientos más. Así empiezan las dos líneas que integran la serie; por un lado, la transformación de Sophia, de una chica irresponsable y desorganizada en una empresaria exitosa. Por el otro, la definición progresiva de su negocio, que pasa de tener un rinconcito en eBay que ella controla desde su computadora y en bombacha, a una oficina enorme donde emplea a varias personas y logra instalarse como marca cool.

La gestación del negocio es sin dudas la mejor parte de la serie, una excusa para meterse en ese mundo de segunda mano de las ferias, las subastas, los clasificados donde las pertenencias de ricachonas recién muertas se ofrecen por un puñado de dólares a quien se tome el trabajo de retirarlos. Nunca se explica muy bien cómo pero Sophia tiene el ojo entrenado para detectar, en toda esa maraña de mercadería destinada al olvido, lo que puede volver a ponerse de moda o convivir con las tendencias del presente. La serie también le dedica varias secuencias a la fauna de los revendedores, generalmente freaks, de los cuales Melanie Lynskey interpreta a la más excéntrica, una especie de Némesis de Sophia que piensa que la ropa debe mantenerse intacta como si el placard fuera un museo. Esa disputa entre la vieja y la nueva guardia –la protagonista que, al mejor estilo Molly Ringwald en La chica de rosa, no deja de atacar tijeras en mano las reliquias de la moda para volverlas más cancheras– es uno de los puntos más entretenidos de Girlboss, así como las caminatas por una San Francisco que incluso en los 2000 parece mezclar tantas épocas como el guardarropas de Sophia.

Después está el dudoso crecimiento personal de la chica, la relación con su mejor amiga y un novio en segundo plano, pero difícilmente alguien se fanatice con Sophia Amoruso a partir de su recreación en Girlboss, como una malcriada intensa que lo sobreactúa todo. Ni tampoco en la vida real, donde el relato de empoderamiento que pretende vender el título de “chica jefa” se tensa con el cuestionable papel de Amoruso como CEO de Nasty Gal, al que acaba de renunciar, y las varias demandas que tiene la empresa por no haber respetado los derechos laborales de sus empleadas embarazadas.