En estas últimas semanas los referentes de comunidades de pueblos originarios habitantes al costado de la ruta 53, que une la localidad de Embarcación, en el departamento San Martín, con Hickman, ya en el departamento de Rivadavia, cortaron el paso para visibilizar la falta de ambulancias y personal de salud en las salas de primeros auxilios.
Entre otras cosas, denunciaban el histórico abandono del Estado en todos sus derechos, como a la vivienda, al agua, el trabajo y la salud. Y en la ocasión, salió a flote más de una historia que refleja esa situación.
Sobre la vera de ese camino habitan unas 10.000 personas nucleadas en una decena de comunidades, todas pertenecientes al ejido municipal de Embarcación, una pequeña ciudad que no da abasto con sus problemas y que no alcanza a contener los de las familias de pueblos originarios. El mismo intendente, Carlos Funes, repite que por la lejanía y la problemática, ese territorio no debería estar dentro de su jurisdicción.
Belinda Javier, como tantas otras mujeres wichí del norte salteño, vive en una comunidad olvidado por el Estado. En Misión Carboncito apenas si tienen un enfermero algunos días, pero no llega ningún especialista, ya que los pocos que hay en la zona atienden en el Hospital San Roque, de la cabecera municipal, o en el Hospital Juan Domingo Perón, en Tartagal.
Junto a su pareja, Martín Segundo, Javier esperó a su quinta hija, Antonela Margarita, que nació en mayo del año pasado. Como en casi todos los embarazos de la zona, los nueve meses pasaron sin siquiera un control médico a la madre y al feto.
El 30 de mayo Belinda comenzó con los trabajos de parto, por lo que pidieron la ambulancia que se supone pertenece a las comunidades, pero como no tiene chofer, queda en Embarcación, “ese día la ambulancia tardó un montón, dos horas en llegar, más la otra que tarda hasta el Hospital”, contó Segundo.
En el pequeño hospital nació Antonela. En principio, y según el parte médico, de manera natural y sin dificultades en su salud, pero la que sí sufrió el deterioro fue su madre, Belinda acusaba grandes dolores en su panza, “y le costaba caminar”, agregó su pareja. Sin embargo, permaneció internada dos días “y le dieron el alta así nomás, sin decirle nada, ni que se cuide, ni que tome nada, así que nosotros nos volvimos”, prosiguió.
La vida transcurrió casi con normalidad. De hecho ni Belinda, que aún tenía esos dolores de “estómago” y cada vez más complicaciones para caminar, ni su hija tuvieron un control posterior, “porque acá en la salita viene el enfermero algunos días, y no alcanza para atender a todo el mundo”, explicó Segundo. Un mes más tarde, en julio, fue Antonela la que manifestó malestar, “a ella se la veía mal, se puso mal de golpe y por eso fuimos al hospital de nuevo”.
Cuando llegaron al San Roque, la situación ya era complicada, por lo que trasladaron a la niña y a su madre al Hospital de alta complejidad de Orán, donde la nena llegó ya casi sin vida y murió a las pocas horas, “lo único que nos dijeron era que tenía un problema en el corazón, pero nada más”, dijo su padre, reclamando el derecho a la información adecuada.
El acta de defunción habla de un shock séptico debido a la “sospecha” de una cardiopatía congénita. En ese momento internaron a Belinda, a la que le dijeron que tenía un estado anémico avanzado y que debía hacerse estudios por su dificultad para caminar. Lo hizo al regresar a Embarcación, donde le diagnosticaron, además de ese estado anémico “que viene de su juventud”, una necrosis avascular de la cabeza femoral, una enfermedad en la que el hueso de la cabeza del fémur sufre la muerte del tejido óseo a consecuencia de una aliteración en su irrigación sanguínea.
“Ella estaba bien, nunca había tenido problemas de salud, y todo comenzó a complicarse después del parto”, indicó su marido, que sospecha que así como no diagnosticaron a Antonela de su padecimiento, “algo le hicieron mal a Belinda, o no nos dijeron lo que tenía”.
Por esta necrosis y el estado de debilidad devenida de la anemia, a Belinda, de 37 años, le dieron un certificado médico en el que solicitan una pensión por discapacidad, ya que “tiene una incapacidad del 90% crónica y evolutiva”, detalla el certificado firmado por un traumatólogo del Hospital de Embarcación. Y el mismo médico solicitó de manera urgente muletas ajustables de aluminio y rehabilitación, y advirtió que las que tiene, de madera, “no se ajustan a sus necesidades”.
Con eso comenzaría su segundo calvario, esos trámites los realiza la municipalidad, que hace a la vez el nexo con el área de Discapacidad de la provincia. Los papeles se entregaron en julio del año pasado, y al día de hoy lo único que obtuvo Martín Segundo, que es quien viaja una vez a la semana a Embarcación en un colectivo que espera por horas y que paga $230 cada tramo, es que “aún no llegaron”, “que hay que mandar copia de nuevo porque eran ilegibles”, o que “se había transcripto mal el nombre de la beneficiaria”. Pero Belinda no recibió nunca más un tratamiento para componer su estado de salud.
Segundo es jornalero, hace “changas” para aserraderos o productores de carbón de la zona, y su mujer no tiene trabajo, “mucho menos ahora que casi no puede caminar”.
El jueves último, tras una semana de corte de ruta, el ministro de Salud, Juan José Esteban, se apersonó en la comunidad Misión Carboncito y prometió algo que ya escucharon muchas veces, que mejorarán las condiciones de la sala comunitaria, proveerán nuevos elementos y personal.
Mientras el funcionario hablaba, Martín Segundo intentó acercarse para hacerle conocer su situación y pedirle si lo podía tener en cuenta para trabajar de ordenanza “o sereno de la salita” y así conseguir unos pesos con los que ayudar a su familia. Pero no lo dejaron llegar hasta el ministro, “un enfermero me hizo de lado y no le pude hablar”, contó desilusionado. Y agregó: “Nosotros hemos luchado siempre por el tema de salud, pero acá ninguno de los que viene nos escucha, y nos hacen siempre a un lado, yo ya creo que esto no va a cambiar nunca”.