Nacida en Irlanda del Norte y criada entre Gales y Escocia, Maggie O’Farrell, de 49 años, escribe desde principios ficción y no ficción focalizada en los vínculos y las pérdidas, pero es muy ecléctica en el tratamiento de sus temas: su primera novela, After You’d Gone, la protagonizaba una mujer en coma (su vida se reconstruye en flashbacks). En The Vanishing Act of Esme Lennox es otra vez una mujer hospitalizada pero el contexto es muy distinto: se trata de una joven llegada desde las colonias británicas en los años 30 y confinada en una institución psiquiátrica, inspirada por El jardín secreto de Frances Hogdson-Burnett; This Must Be The Place sigue la desaparición de la esposa, musa y actriz de un excéntrico director de cine sueco; su memoir I Am, I Am, I Am trata sobre la encefalitis que casi la mata cuando era chica y otros roces con la muerte de su familia, en particular de sus hijos. Pero, ¿acaso no se puede decir “le interesan los vínculos y las familias” acerca de casi todos los escritores, o de muchos al menos? Lo que hace tan interesantes a las novelas de O’Farrell es su apuesta por cambiar siempre de ángulo o decidirse por el más inesperado, su estilo lírico y delicado aunque directo y estremecedor si hace falta, su atención al detalle producto de una evidente investigación profunda que, sin embargo, llega con gran naturalidad a la página.
Esto es muy evidente en Hamnet, su más reciente novela, ganadora en 2020 del Women's Prize for Fiction. Hamnet es el nombre del hijo de William Shakespeare que murió a los 11 años de edad y este es un libro sobre su muerte y cómo repercutió en sus padres y en su familia pero es mucho más que eso. En primer lugar, porque poco se sabe del propio Shakespeare y se han escrito muchas ficciones e investigaciones tratando de llenar ese vacío biográfico de uno de los autores más importantes de la Historia. Y menos aún se sabe, en consecuencia, sobre los detalles de su vida familiar. La única referencia histórica que escribe Maggie O’Farrell en su novela, una especie de “no hace falta saber más” es: “En la década de 1580, una pareja que vivía en Henley Street, (Stratford), tuvo tres hijos: Susanna y Hamnet y Judith, que eran gemelos. Hamnet, el niño, murió en 1596 a los once años. Cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet”. Después aclara que “Hamnet” y “Hamlet” eran, en aquella época, dos formas intercambiables del mismo nombre.
El título de la novela es engañoso: en realidad, la protagonista es Agnes, la madre de Hamnet y esposa de Shakespeare. Se sabe que se llamaba Anne Hathaway pero su padre, en el testamento, la llamó Agnes y O’Farrell prefirió este nombre, quizá para acentuar la operación especulativa. Es una gran idea porque este cambio de nombre y, después, nunca mencionar por el suyo a Shakespeare produce un distanciamiento grato y convierte a Hamnet en algo muy diferente a una novela histórica o un intento de reconstruir las vidas de personajes casi mitológicos aunque en alguna medida esté inspirada en hechos y lugares reales (las casas, el teatro, las calles). La ausencia del nombre de William aleja cualquier efecto trillado de intentar “imitar” el habla del hombre-mito. Agnes, entonces: el pueblo la considera una bruja, una criatura del bosque; es una joven hermosa que conoce los poderes de las hierbas y la naturaleza, como muchas mujeres de su época, como su propia madre. Y como muchas otras, es analfabeta. El profesor de latín (Shakespeare) la ve entrenando un ave de presa e inmediatamente lo fascina su gracia y valentía. Es un poco más joven que ella y lo enloquece la capacidad visionaria de Agnes de (casi siempre) adivinar el futuro.
La novela funciona en dos planos narrativos y en varios registros. Por un lado está el presente: Hamnet, su enfermedad (no se sabe de qué murió el hijo de Shakespeare: O’Farrell imagina una posibilidad) y por el otro, el romance del padre y la madre, junto con los problemas familiares de ambos y el crecimiento de Agnes de chica arisca e hija de un granjero rico a curandera excepcional. Los registros incluyen la vida cotidiana de las mujeres, cierto aire sobrenatural dominado por la figura élfica de Agnes y la reconstrucción de época, desde la tarea de vender guantes hechos en una granja hasta cómo llega la peste desde Alejandría al pueblo de Stratford, en un capítulo deslumbrante que sigue la trayectoria de las pulgas infecciosas entre cristales de Murano y grumetes y monos amaestrados.
Un ejemplo de la vida de las mujeres a fines del siglo XVI: cuando Joan, la madrasta de Agnes, descubre que falta un paño menstrual: “Sus hijas y ella han sincronizado sus ciclos; la otra sangra a su aire, cómo no, igual que hace con todo lo demás. Las niñas y ella saben el ritmo que llevan: una quincena, la colada de las hijas y de la madre –una montaña de paños resecos hasta la oxidación--, la siguiente, una colada pequeña con menos paños, los de Agnes. Joan suele meterlos en el caldero, cogiéndolos con pinzas de madera, conteniendo el aliento, y los cubre de sal”. Sobre la naturaleza hechizada de Agnes: cuando está cuidando a una de sus hijas, enferma, nota en la habitación la presencia de Anne, su cuñada, muerta cuando era una niña. “Sabe que la pequeña Anne está ahí, en la habitación, con ellas, junto a la puerta, con el sudario sujeto sobre un hombro, el pelo suelto, los dedos descarnados e inútiles, la garganta hinchada, asfixiada. Se distancia un poco de este pensamiento, Anne, sabemos que estás ahí, no te olvidamos. Qué frágil le resulta el velo entre el mundo de ellos y el suyo. Para ella son indistintos, se tocan, permiten el paso entre ambos”. Y la reconstrucción de ambientes: “En medio del puente, Agnes cree que no puede seguir. No sabe muy bien que se había figurado: un simple arco de madera tal vez, cruzando un pequeño cauce de agua… pero no es eso. El Puente de Londres es como una ciudad en sí mismo, una ciudad nociva, asfixiante por demás. Hay casas y tiendas en ambos lados, algunas sobresalen por encima del puente; estos edificios se meten tanto en el paso que a veces lo oscurecen por completo, como si fuera plena noche. Vislumbran el río a destellos, entre los edificios, y es más ancho, más profundo y más peligroso de lo que jamás se habría imaginado”.
El campo, el pueblo la ciudad; la enfermedad, los lazos familiares, las plantas medicinales; el amor y sus desvelos y altibajos. Hamnet es una novela sobre el duelo y el escándalo de la muerte de un niño, y cómo una pareja que se ama intensamente puede resquebrajarse ante el dolor y las diferentes formas de afrontarlo que asume cada uno. En la segunda parte, Hamnet ya no tiene capítulos sino fragmentos, algunos más breves que otros, como si intentara reflejar esa rotura, la que provoca la ausencia y la de la pareja que se aleja porque el dolor los lleva por diferentes pasajes. Hamnet tiene escenas inolvidables: la costura de la mortaja del niño y su entierro es un pasaje desgarrador, y la primera escena de sexo entre Agnes y el profesor del latín en el galpón de las manzanas es de un erotismo para nada tímido aunque tierno y estilizado. Y lo más notable, quizá, es que aunque tiene la apariencia de una novela histórica y un verosímil de construcción magistral (todo el tiempo estamos leyendo, sin dudas, sobre Shakespeare y su familia) también hay algo etéreo, fuera del tiempo, que nos dice esto es especulación, esta también es la historia de cómo nos extraviamos cuando se suelta esa estaca que parece tener amarrado al mundo. Cómo nos perdemos en el duelo y cómo también, a veces, en esa oscuridad encontramos la trascendencia.