El cuento por su autor

.Este relato forma parte del libro de cuentos El tren detenido (Paradiso, 2021). Lo escribí en estos tiempos de pandemia, a diferencia de otros del mismo libro, que recorren más de dos décadas de mi humilde pero entusiasta producción.

Creo que en ese momento se me imponían dos temas: la inteligencia artificial y la manipulación de la subjetividad. Siempre me ha preocupado si un “software” pueda tener la capacidad de crear algoritmos no previstos por su programador (abandoné la carrera de ingeniería el día que había contemplado, con cierta melancolía, un “diagrama de flujo” en uno de los pizarrones dobles de Paseo Colón). Por otro lado, pienso que el monstruoso bombardeo mediático le ha restado a los seres humanos la capacidad de reflexionar y reaccionar ante peligros acuciantes; paradójicamente, ya no somos dueños de nuestra subjetividad.

Un tercer tema que me preocupaba y preocupa, y también a muchos argentinos, es la administración de Justicia; la plástica vara que califica los delitos, según su tamaño y quiénes los hayan cometido.

La reunión de estas tres inquietudes y mi inclinación por una ciencia ficción más humanística que tecnológica (me gusta Ray Bradbury) me llevaron a imaginar la historia de este juez del siglo XXIV, habilitado para administrar justicia después de satisfacer una extraña prueba de idoneidad y con la tranquilidad de saber que su subjetividad es inapelable.

UN JUEZ

El juez Sidañez camina con agilidad sobre las aceras que lo acercarán al tribunal donde trabaja. Ya no es un muchacho pero prefiere ese placentero esfuerzo a meterse en un pneumobus, con el que llegaría más rápido, indudablemente. Sabe que es claustrofóbico pero no al punto de no tolerar los sarcófagos que se desplazan por los tubos transparentes que cruzan toda la ciudad, impulsados por la fuerza del aire comprimido. Él llama sarcófagos a las cabinas semicilíndricas en las que los pasajeros marcan en un teclado del techo su destino, o simplemente lo dicen. Los estudiosos de la historia afirman que se parecen a las camas solares que se usaron a finales del siglo XX y algo del XXI para imitar sobre la piel los efectos de la verdadera radiación solar. Otros los vinculan a un mecanismo de los antiguos correos o de grandes empresas para hacer llegar documentación a las distintas oficinas. Como fuere, es un sistema de transporte eficaz. No hay líneas numeradas ni hay que elegir plataformas específicas; tal es la densidad de tuberías, bifurcaciones y enlaces que cualquier parada es la correcta para subirse. No hay accidentes, son imposibles.

Ya sabe que tiene un caso. Es decir, un acusado y él va dispuesto a escucharlo. Ser juez en el siglo XXIV no requiere de largos estudios. Sólo tener más de setenta años y superar el test de idoneidad para esa profesión. La psicología se ha amigado en estos tiempos con la informática y la respuesta correcta a cincuenta preguntas y la confección de tres dibujos, sin demasiadas indicaciones de cómo hacerlo, le aseguran al Estado que esa persona está en condiciones de impartir Justicia. No son muchos los que intentan asegurarse ese buen salario; saben que hay preguntas capciosas que no deben responderse con el sentido común y mucho menos, basados en preceptos éticos. Los técnicos del sofisticado software sabían lo que hacían y llevó mucho tiempo que se pusieran de acuerdo neurolingüistas, psiquiatras y artistas plásticos para confeccionar el cuestionario y el requerimiento de los dibujos. De nada sirve que un aprobado quisiera facilitarle las preguntas a un conocido porque cada test es único y se elabora automáticamente después de escanear las pupilas del candidato. Se rumorea en las escalinatas del edificio de Evaluación que la tolerancia son tres preguntas incorrectas pero nadie puede afirmarlo con certeza porque los exámenes no se devuelven.

Cuando llegó a la oficina, una asistente le acercó un café, como sabía que lo prefería su jefe: enorme, sin cortar con leche y sin ningún endulzante.

Sidañez encendió una pantalla embutida en su escritorio y leyó los antecedentes del caso que hoy lo ocuparía. Ajá, asesinatos múltiples en la vía pública; sin testigos en los dos últimos pero innumerables en los otros. Sin uso de armas propiamente dichas; golpes con objetos contundentes circunstanciales, empujones al vacío, envenenamiento en una cafetería, aparentemente, con el contenido de mercurio de un viejo termómetro robado de un museo. El juez no debía repasar ningún código penal por una sencilla razón: en 2307 ya no los había. Ningún anacrónico listado de procederes humanos cuya ejecución pusiera a alguien fuera de la ley. Él debía escuchar al reo y decidir si lo que había hecho era o no un delito.

-¿Lo hago pasar, señor Sidañez?

Antes de responder, el juez dio una mirada a su teléfono cuántico, su hija más pequeña le advertía que esa noche la luna tendría un hermoso color rosado y que podrían mirarla juntos. Sonrió; ser padre de una criatura de cinco años a sus setenta y dos no era extraordinario, pero tenía que hacer algún esfuerzo para ponerse a tono con esa inocencia. “La miraremos, mi amor, la miraremos”, escribió velozmente con sus dos pulgares, a la manera antigua. Podría haber respondido con esa aplicación que leía el pensamiento pero sospechaba que distorsionaba un poco las intenciones.

Escoltado por un Disciplinador (que así se llamaban los agentes de seguridad), entró al recinto un hombre vestido con la túnica que proveía La Alcaldía, de unos treinta y cinco años, la cabeza rapada salvo una franja superior de unos seis centímetros de ancho y diez de largo, tratada con un procedimiento últimamente de moda que eliminaba la individualidad de cada cabello y cuyo resultado era una especie de quilla invertida, de color a elección. El sólido mechón del tipo era verde. La expresión de su cara, casi alegre, tal vez buscara impresionar favorablemente al juez.

Lo invitó a sentarse frente a él. El Disciplinador quedó detrás, haciendo jugar entre sus dedos una especie de lápiz corto que no era un lápiz, por supuesto y que esperaba no tener que usar. La secretaria ocupó otro escritorio y controlaba la grabación de audio y video. Repasaron los datos filiatorios; el juez leía y el reo ratificaba con monosílabos que sin embargo eran suficientes para que al juez le sonaran demasiado agudos y algo desagradables.

-¿Por qué hizo esto, señor… -miró la pantalla- Rusell?

El joven torció la cabeza –y la quilla verde- como necesitando una ampliación.

-Por lo que sabemos, usted mató ocho personas, incluyendo tres ancianos, cuatro mujeres y no está muy claro si hay que incluir a un niño.

El hombre asintió, casi asombrado. Se acomodó mejor en el banquito que le habían asignado, después miró a los costados, como buscando una respuesta en su cabeza. Sabía que no había ni paradigma ni jurisprudencia, que su futuro dependía de lo que le dijera a ese hombre que tenía frente a sí, y tal vez, de cómo se lo dijera. También sabía que en esa sociedad avanzada ya no había cárceles y que las opciones posibles sólo eran dos: Perjudicial o Neutro, las dos palabras que habían remplazado, por lo menos ciento cincuenta años atrás a Culpable o Inocente. Tampoco abogado que lo defienda ni fiscal que lo acuse representando al Estado. Todos –hasta él mismo- descontaban que el juez sería justo, que disponía de las cualidades que el software requería (a esa altura un misterio muy bien archivado) y que sólo uno cada cien mil postulantes era el elegido. La edad aseguraba cierta experiencia de vida.

Si el juez lo declaraba Perjudicial tampoco la condena era previsible; ya que no se podía establecer una relación biunívoca entre el hecho juzgado y sus consecuencias penales. Entonces se abría un enorme abanico de posibilidades; desde la brutal Ley del Talión, que podía significar o no la muerte del reo, hasta una absolución tan perfecta que el acusado podía olvidarse para siempre de ese mal trago.

-Depende; fueron varios –arrancó Rusell-, después del primero –usted podrá leer ahí que golpeé a un anciano que quiso ocupar mi lugar en una tediosa fila en la ventanilla de un banco- yo no me sentí nada bien. Aunque no fui detenido porque todos los testigos avalaron mi derecho a reaccionar, volví a mi casa con esa frase del Quijote resonándome en la cabeza: “No matarás”.

El juez lo interrumpió, su antigua profesión de Licenciado en Letras no podía admitir esa cita errónea:

-Eso no está en el Quijote. Es uno de los diez mandamientos del Pentateuco…

-Como sea, su señoría, pero le repito que yo no estaba bien y que incluso discutí con mi mujer, que había querido reconfortarme, minimizando la muerte de alguien que, necesariamente, ya estaba cerca de su fin.

Una vibración en el bolsillo superior del saco, lo obligó al juez a mirar su cuántico. “Pá, ¿por qué la luna va a tener color rosado?” No se preocupó en excusarse, para los demás podía ser un tema sumamente grave. Digitó con sus pulgares: “Tal vez los de la base lunar hayan sembrado flores de ese color…”  La respuesta fue inmediata: “En ese caso las veríamos siempre y lo de hoy durará sólo diez minutos.” “Preguntale a tu madre, mi amor, estoy un poco ocupado.” 

El juez adoptó un gesto severo y continuó con el interrogatorio.

-Así que hubo una especie de remordimiento… ¿Y los siguientes?, ¿qué puede decir de la mujer que empujó al vacío desde una terminal del pneumobus?

Rusell pasó una mano, de adelante hacia atrás, por la cresta rígida de color verde. Eligió la sinceridad a medias, porque, en el fondo de su ser, él recordaba que ese empujón le había dado placer. Que se había quedado mirando hacia abajo, cómo el cuerpo golpeaba en las estructuras metálicas del transporte hasta perderse de vista.

-Debo confesarle, su señoría -el epíteto bizarro parecía agradarle-, que sólo fue la ocasión propicia la que me impulsó…Usted habrá escuchado aquello de que la ocasión hace al ladrón. Bueno; estábamos solamente la mujer y yo y me dije: ¿por qué no?

El disciplinador cambió de mano el lápiz letal y miró a la secretaria como explorando si había empatía con el reo. Cierto, ¿por qué no hacer algo que se nos ocurre? El juez Sidáñez siguió repasando los casos y haciendo preguntas que no transparentaban ninguna opinión. No quiso saber si lo del niño había sido cierto porque por la ventana entraba un cálido sol de primavera y no quería que su sentencia estuviera influenciada por su condición de padre. Todas las vidas eran igualmente importantes después de todo.

-¿Piensa que seguirá haciéndolo? Digo, ¿le quedan ganas de seguir matando gente?

-No creo, su señoría. Usted sabe, “Uno es uno y sus circunstancias”, como está escrito en esa obra de Shakespeare.

El juez dudó. ¿Alguna obra de Shakespeare decía semejante cosa? Más bien le sonaba a Ortega y Gasset, pero sus años de Literatura habían quedado demasiado lejos y no se arriesgó a corregirlo. Por lo visto, Rusell tenía lecturas. Que le faltara precisión no eran tan importante como que fuera capaz de retener esas grandes ideas, fueran de quien fueran. Todavía no había tomado una decisión. No le resultaba un caso de fácil resolución, como los dos que le habían tocado esa semana. Miró por la ventana. ¿Ese tipo era Perjudicial para la sociedad? Se le ocurrió usar el cuántico.

“Decime mi amor, qué palabra te gusta más, Perjudicial o Neutro?

Quedó a la espera. Los otros tres no tenían la menor idea de con quién se había comunicado. La respuesta en el telefonito incluía la cara pícara de su hija.

No sé lo que quieren decir ninguna de las dos, pá, pero me gusta más Perjudicial porque es más difícil. ¿Vemos a la noche la luna rosada?”

El juez guardó el teléfono y, mirando a la cámara, emitió con voz clara su sentencia.