Hace unos años, y a propósito de una retrospectiva sobre su obra gráfica, Juan Soto vistió de astronauta. La humorada estuvo acorde al lugar de los hechos: el Planetario de la Ciudad de Plata que depende de la facultad Ciencias Astronómicas. Al final del encuentro, y luego de la proyección de más de una docena de sus dibujos, viñetas e ilustraciones, aquel disfraz de ocasión adquirió para los presentes el significado real de su ars poética: nunca hay que perder la gravedad. Ahora que acaba de editar el breve e intenso Caminando en la Luna (un cuento infantil ilustrado a partir de un sugerente poema de Martín Pérez), se puede apreciar como nunca antes que en los planetas conquistados por Soto –el imaginario ingrávido del rock, el onirismo poético, el collage como astucia y la síntesis extirpada del diseño y la historieta– se camina sobre suelo seguro porque hace rato que el dibujante supo imponer reglas propias, es decir: Soto plantó bandera en la ilustración argentina.
Nacido en 1967 en Trenque Lauquen, su pulso de dibujante se afirmó durante sus días en un internado religioso de 25 de Mayo, ciudad donde hoy reside. Robert Crumb, Max Cachimba y hasta el Molina Campos de los almanaques asomaron en aquel primer cosmos (lo grotesco en blanco y negro) con el que desembarcó en La Plata. Estudió diseño, copió como copian los que buscan, es decir, consciente que la voz propia nunca es ajena a las de su tiempo. Y entonces una vez publicó en el Óxido de Fierro y otra vez despertó admiración entre lectores como portadista del suplemento joven del diario El Día que dirigía Oscar Jalil. El rock under platense vislumbraba ya en él a un nuevo referente en arte de tapa de los discos tan fuertemente ligado a la indeleble marca Rocambole. “Yo me formé en La Plata y desde muy joven me relacioné con el ambiente del rock. Hice muchos amigos ahí y ellos fueron los primeros que me dieron la chance de mostrar mis dibujos. Dibujar para la música que a uno le gusta es un momento de sumo placer”.
El primer reconocimiento le llegó de EEUU a través de Blab!, revista de Fantagraphics, con la publicación de dos historietas que poseían aquella gravedad brecciana en donde la viñeta empieza a ser una limitación. Su período de despegue fue marcado por Fierro, segunda etapa. Arrancó en 2008 con una versión de “El matadero” que, sin dudas, hoy forma parte del corpus clásico del Echeverría Ilustrado, junto a Huergo, Bellocq, Alonso y Enrique Breccia. También hizo portadas, ensayó historietas y hasta exploró el humor. Al mismo tiempo se llevó por delante los ojos del rock al ilustrar tapas hoy icónicas de bandas como Estelares y Mostruo!, entre otras. Se hizo cargo del arte y diseño del suplemento Historietas nacionales en Télam, donde ya asoman algunas de sus obsesiones como los tigres, las máquinas y las escafandras. En 2014 publicó una joyita: Un auto en dirección hacia, sobre textos de David Wapner, libro que clausura de algún modo una etapa del blanco y negro para pasar a investigar con el color a pulso y con intervenciones digitales. De esa nueva aventura nacen inquietantes ilustraciones para Anfibia y Le Monde Diplomatique. Escarba en su territorio conquistado e ilustra para el público infantil: ¡Chau Piquito!, de Fernando de Vedia y Las aventuras de Bongo de José Pablo Feinmann. En 2018 regresa a la historieta con “Ciencia Ficción Peronista” con Pedro Saborido para la Fierro trimestral, en donde reafirma en el uso del color como sello personal. Mírese, por ejemplo, la tapa de Las lunas de Estelares.
Si bien su obra es dispersa, al analizarla surge que todas sus partes están sostenidas por una misma trama que no sólo es temática (mujeres en estado de melancolía, hombres suspendidos en el espacio exterior, animales en escenario impropios, sexualidad latente, la naturaleza y sus formas imprevistas), también lo es formal, porque en Soto hay una gran preocupación compositiva como en Pat de Andrea, Mondrian o Modigliani, por caso. Saludablemente, Soto se ubicó lejos de los fuegos artificiales de tanta ilustración infantil y no tanto. Es un astronauta que nunca quiso quedarse quieto: “A veces pienso que sería necesario pegar un golpe fuerte de timón en mi gráfica, decir: listo, esto ya lo hice y arranco por otro lado; otras veces pienso: me quedo abajo de este techito... pero eso sería andar con el freno de mano puesto”.
En 2018 realizó una obra clave: Vidas pasadas, con poemas y prosas de Martín Pérez. Un libro que demostró la buena química entre el mundo poético de Pérez (donde el pasado no se arrodilla frente a la melancolía sino que se abre como el mapa de una ruta vital) y el de Soto (el pulso sensual de lo onírico). Hubo comercio entre ellos, como diría Pound. Durante la producción de ese libro, Pérez vió en la web uno de los tantos astronautas de Soto, y recordó un poema que reluce en su La vida es otra cosa (2016), antología de textos que escribió para despabilar a los escuchas del programa radial Piso 93, en los comienzos de Rock & Pop. El poema empezaba así: “Después de decir su célebre frase, ‘es un pequeño paso para mí, pero un salto gigante para toda la humanidad’, Louis Armstrong apoya su trompeta en el vidrio de su escafandra y empieza a tocar como los dioses, como nunca, como merece la ocasión”. De inmediato se lo envió a Soto: “Ni bien terminamos Vidas pasadas, Pérez me ofreció trabajar sobre otro texto suyo, uno corto en tono poético. Lo leí, me gustó. Todo encajaba: el poema y mis búsquedas, porque desde muy chico yo siento fascinación por la astronáutica, entonces me dije que era una posibilidad de dibujar unos buenos astronautas y unos paisajes lunares mezclados con la noche y soledad de los barrios, de alguna manera todos sueños en colores”, explica Soto.
Si bien este pequeño libro de 32 páginas está pensado para el disfrute del lector infantil, no deja de poseer la gravedad necesaria para que aquel que se asome vea y lea cómo la ansiada conquista del astro no terminó en la huella de Neil Armstrong sino que su pisada fue la puerta de ingreso para que los sueños lunares encontrarán al fin su lugar: la luna de los Méliés, la de Borges y sus tigres, la de los ladrones de Tuñón, las lunas que vibraron en trompeta y voz de Satchmo (la que iluminó Vermont, por ejemplo) e incluso aquella que marcó un instante en la historia del rock gracias a The Police.
Caminando en la luna es uno de esos fenómenos inusuales que la astronomía puede explicar como fulguraciones lunares, pero que en el mundo de los libros se denomina de una manera más simple: inolvidable.