El cuento por su autor.

Probablemente fuera en abril. Era un martes de cielo claro y brisa mansa. Iba manejando, camino a la librería Menéndez, donde daba un taller de narrativa, a las 18. Iba con la ventanilla abierta, entraba un viento lindo. Iba escuchando un jazz, tranquila, sin apuros: había salido con tiempo. En ese sosiego desconocido, me sentí feliz. Era una felicidad bastante parecida a la ausencia de tensión: un instante desprovisto de preocupaciones, bajo un cielo afable y con esa brisa calma que entraba por la ventana.

Me duró un segundo.

Apenas identifiqué esa sensación de felicidad, se me vino encima la voz de un familiar que ya no está: ¿cómo te vas a sentir feliz en medio de tanta desgracia? Tan pronto escuché esa voz, volví la mirada al tránsito, me desprendí de la brisa mansa, y hasta supongo que se me habrá desdibujado la sonrisa perentoria de esa tarde de otoño. Me pasé una semana revisando ese instante de felicidad y, al cabo, me senté a escribir este cuento.

LOS OSORIO

Nosotros, los Osorio, siempre hemos tenido suerte. La vida ha sido generosa con nosotros: nos ha prodigado toda clase de bondades. En nuestros natalicios el cielo se presentaba diáfano y de un azul profundo sin nube alguna que pudiera presagiar desdichas, en ninguna de sus formas. Mamá nunca supo de dolores de parto y nos recibió a todos con una sonrisa larga. Fuimos niños sanos y adultos exitosos, siempre al amparo de una estrella que no podía sino depararnos escenarios venturosos. Nos casamos enamorados y vivimos en serena armonía, sin angustias ni otro sentimiento que el placer de transitar los caminos que esta prodigiosa vida nos había concedido.

Y así fueron nuestros días hasta que, en algún punto de nuestra historia, por razones que ahora contaré, nos ganó la desconfianza. Tanta era nuestra buena suerte, que alguno de nosotros, en infiel registro de la anormalidad que nos caracterizaba, decidió comentarle al otro el incipiente recelo que se apoderaba de su espíritu, jamás templado por adversidad alguna. Y lo cierto es que esta difidencia arrasó nuestras almas níveas con su toxicidad irrefrenable. A poco de soltada, empezamos a vivir nuestras felicidades como una amenaza: como si a cada momento de alegría le fuese a corresponder uno doblado en pesar.

Y por extraño que parezca, es justo decir que el origen de esta suspicacia se sitúa en los dichos de nuestra abuela. O, más exactamente, en los silencios de la abuela. Porque, hay que ver que nuestra abuela Coca, que en paz descanse, tenía una lengua pérfida o, mejor dicho, una faringe poderosa, característica que solo nos fuera revelada el día de su muerte, tal era hasta entonces el silencio sepulcral de su inmaterial presencia.

Nosotros, los Osorio, nos juntábamos a comer en casa de mamá todos los domingos. Ese almuerzo era uno de los rituales inobjetables que poblaban nuestras dulces existencias. Íbamos los seis, que en realidad éramos doce, todos casados como estábamos a esas alturas, todos vestidos para la ocasión, porque a mamá le encantaba admirar nuestros renovados atuendos cada semana, y la abuela Coca, que para entonces vivía con mamá, se sentaba a la mesa en su silla de ruedas, deglutía los ravioles ensimismada y permanecía en recluido silencio mientras nosotros comentábamos los inequívocos triunfos semanales que la vida nos dispensaba.

A cada éxito que alguno de nosotros exponía, a cual más deslumbrante, mamá aplaudía excitada y acaba por levantarse de su silla para darle un beso al relator de turno: esa bendición impostergable que todos recibíamos domingo a domingo.

Hasta acá, supongo que el silencio de la abuela Coca no había logrado distraer nuestra atención porque tal era la algarabía que dominaba nuestros encuentros que resultaba difícil posar la mirada en un ente silencioso apoltronado en una silla de ruedas y que, por otra parte, en nulas ocasiones había desempeñado el papel de abuela.

Nuestros días felices siguieron imperturbables hasta que un domingo, cuando ya nos habíamos despedido de mamá y aún permanecíamos en la vereda, en esos instantes previos al saludo final, que siempre ocurría unos minutos después de que mamá cerrara la puerta, a Horacio se le dio por mencionar a la abuela. Más exactamente, nos preguntó si habíamos notado lo que hacía la abuela todos los domingos. Y no fue tanto la pregunta como la inflexión de su voz lo que nos llamó a silencio. Clavamos nuestros ojos en los suyos, expectantes. Creo que nuestras miradas lo hicieron vacilar, porque nos devolvió una sonrisa involuntaria y se iba despidiendo cuando escuchamos: la abuela hace muecas; cuando nosotros hablamos. A mí me perturban las muecas de la abuela.

La semana que transcurrió entre ese domingo y el siguiente no fue demasiado distinta a las de siempre a excepción de unas pequeñas vacilaciones de humor que aún no lográbamos descifrar. Lo cierto es que el domingo nos dimos cita puntual y como sostenidos por un pacto cavilado en sueño colectivo, mientras el orador de turno lograba excitar a mamá con el detalle de sus logros naturales, los demás nos concentrábamos en la abuela.

Para nuestro asombro, resultó que la abuela estaba lejos de constituir una entidad momificada en una silla de ruedas. Si bien era cierto que presentaba un cuerpo tieso, la actividad de su rostro era sutil pero permanente. En efecto, la abuela reflejaba en cada mueca, por mínima que fuera, lo que cada relato le producía.

Al principio no lográbamos descifrar el significado de sus muecas. Con el tiempo, la necesidad de comprenderlas se nos impuso de tal forma que empezamos a reunirnos en la semana para compartir las sensaciones que su rostro nos había causado.

Las reuniones se llevaban a cabo en casa de Marita, todos los miércoles. Nos hacíamos presentes dominados por una curiosidad creciente. Repasábamos con sumo detalle lo que cada hermano había contado, revisábamos las inflexiones de nuestras voces durante los relatos y describíamos a continuación cada pequeña mueca que habíamos descubierto en su rostro.

A medida que las semanas avanzaban, nos fuimos haciendo más hábiles en esto de distraer a mamá para observar a la abuela.

Uno de los miércoles, Juan elaboró una teoría que dio irremediable fin a una serie de lecturas inexactas que veníamos haciendo. Hasta ese miércoles, en efecto, creíamos que la abuela se alegraba con algunos logros, se conformaba a medias con otros y desaprobaba abiertamente unos pocos, muy puntuales, sobre los que nos veníamos concentrando para dejar definida la clase de éxitos que le resultaban molestos. Incluso, pretendíamos con esto evitar, en el futuro, aludir a triunfos que la incomodaran, y no tanto por preservar a la abuela de sus disgustos sino porque habíamos detectado que esas muecas nos resultaban insoportables.

Sin embargo, nada nos inquietó tanto como esta nueva teoría de Juan. Porque, lo que Juan notó, específicamente, fue que las muecas de la abuela se sucedían en un orden invariable, por lo que descartó que fuera el contenido de nuestros discursos lo que las provocaba. No puede ser, dijo Juan, que los primeros relatos merezcan su aprobación, los segundos su reparo y los últimos su desaprobación. Yo creo, siguió Juan, que a la abuela le pasa algo desde que empezamos a hablar, y que eso va creciendo en sus entrañas hasta generar las muecas más evidentes hacia el final de la comida.

El domingo siguiente nos dirigimos a casa de mamá algo incómodos y con el fin ineludible de verificar la nueva hipótesis. Horacio tomó la palabra primero y contó una gran noticia que mereció una imperceptible sonrisa de la abuela. Siguió Raúl con la suya y luego los demás hasta que fue inevitable aceptar que el rostro de la abuela prosperaba en actividad con el paso de las horas. Su boca arrugada se abría en mohines livianos primero para adquirir finalmente contorsiones insoslayables. Y Juan tenía razón, no se trataba del contenido de nuestros discursos: a la abuela le hacía mal nuestra felicidad. Y no podía evitar la mueca delatora, que era contenida al comienzo pero inmanejable a medida que el asco crecía en sus adentros. Porque era asco. A la abuela, nuestra felicidad le daba asco.

El miércoles siguiente nos dimos cita en un café, porque Marita tenía una cena con sus amigas, y resultó evidente que estábamos alterados. Por primera vez desde nuestros nacimientos nuestro humor cavilaba y era ineludible aceptar que las muecas de la abuela causaban estragos en nuestras apacibles existencias. Y si la felicidad se termina, preguntó Raúl. Lo miramos de reojo, aterrados. Lo cierto es que desde que Horacio nos había hecho notar este asunto de la abuela, habíamos empezado a sentir no solo que la felicidad podía terminarse sino que podía vengarse haciéndonos pagar con desdichas cada instante de felicidad habido. Dimensionábamos claramente las ingentes cantidades de felicidad que teníamos en nuestro haber, resultante de la sumatoria de todos los días de nuestras seis vidas y un pánico abrasador nos ganaba el alma. Seguíamos teniendo suerte, y sin embargo, ahora traía adherida una pátina de sospecha que la desdibujaba a su paso. No habíamos conocido la incertidumbre hasta entonces: se nos presentó como un sentimiento grotesco que comenzaba a impedirnos que nos abrazáramos, livianos y agradecidos, a las delicias de esta vida, que tantas eran. Nos habíamos vuelto pudorosos y sentíamos que ya no podíamos vivar nuestros triunfos sin que el miedo nos invadiera con furia.

Un instinto de preservación mayúsculo nos llevó a poner en duda que las muecas de la abuela tuvieran sentido alguno y, mucho menos, el sentido que veníamos suponiendo. Nos vestimos para la ocasión y fuimos a casa de mamá. Habíamos convenido encontrarnos en la puerta, como si ingresar en masa fuera a protegernos del rostro que era causa y guía de nuestros desvelos. Tocamos timbre cuando estuvimos todos y entramos juntos, solo amparados en nuestras presencias abigarradas. Nos sentamos a la mesa como siempre, pero ninguno podía hablar. Mamá empezó a inquietarse preguntando a unos y otros qué buenas noticias le traíamos esta semana. Nos miraba a los ojos, nos interrogaba con el cuerpo; no podíamos contestar. Seguíamos mudos. Las miradas circulaban alrededor de la mesa, como pretendiendo encontrar un resquicio que se transformara en sonido, pero era imposible. Y cuando mamá se dio por vencida y enmudeció, para nuestro asombro, habló la abuela: La felicidad se paga, dijo. Y empezó a reírse. De sus adentros brotaba una carcajada majestuosa, como de siglos contenida; una carcajada estridente que creímos inmortal. Su cuerpo comenzó a agitarse violentamente, de sus ojos empezaron a saltar las lágrimas de su propia risa y en su faringe comenzaron a mezclarse los sonidos de una carcajada irrefrenable con los de un carraspeo involuntario que fue creciendo poco a poco hasta ahogar por completo los sonidos de la risa.

La abuela Coca murió en esa carcajada.

Fue enterrada con un rostro estirado de alegría y una mueca de satisfacción en sus labios vengadores.