Los tres eran muy diferentes y, sin embargo, podían llegar a coincidir en una vocación por lo singular y lo under (un término ortodoxo de la época y que a decir verdad no sobrevivió al siglo nuevo),caminando detrás de humos y nieblas, versos y ausencias, penumbra y un borde siempre delineado en contraste con lo que se iba imponiendo como masivo o mainstream. Los tres eran líneas de fuga para quien no quisiera caer en la pendular antinomia de Soda o los Redondos. Pero no estaban alineados. Se sabe de la famosa bravata de Luca cuando en La Falda dijo “bueno, ahora viene la banda de los putos” en referencia a Virus. Todavía navegando a dos aguas, en la balsa de Lito y Tanguito, Miguel Abuelo era la vanguardia romántica (la voz burlesca pero sensible de “Lunes por la madrugada yo cierro los ojos y veo tu cara que sonríe cómplice de amor”), uno de los últimos tipos cultos del palo.
En las calles había más represión nocturna, razzias y edictos policiales de lo que sugiere la promocionada frase primavera democrática, pero también había a raudales libertad y ansias, frustraciones y sueños, tareas pendientes y ganas de hacer. Eran los años modernos… pero no tanto. Una modernidad periférica, definiría Beatriz Sarlo, por entonces protagonista estelar en la facultad de filosofía y letras. Despuntaban los walkman pero no arreciaban aun los celulares. La escena era confusa. Corrientes mantenía su prestigio pero los chicos y las chicas se dispersaban en direcciones varias, lejos de las luces del centro. El rock, más que una contraseña como en 1981-82-83, empezaba a ser una obsesión que ya insinuaba su reflujo horrible de los noventa. Por eso, en ese codo final de los ochenta, Luca Prodan, Miguel Abuelo y Virus con Federico Moura a la cabeza, eran algo, alguien que tendía puentes, eran trasvasamiento generacional, revisión y futuro, síntesis y singularidad.
Planteadas así las cosas, no resulta demasiado ilógico pensar que en el final de la década las juventudes políticas se iban convirtiendo raudamente en las juventudes posmodernas, que cada cual iba buscando su salida laboral y su lugar en el mundo, olfateando que las utopías comunitarias poco espacio tendrían a corto plazo, que toda la escena de la música y alrededores llamaba mucho la atención porque planteaban un estilo de vida superador de lo que postulaban las izquierdas, más dogmáticas o folklóricas pero que a pesar de todo, un resto de espíritu colectivo campeaba aun en cualquier banda o proyecto alternativo.
La primera señal de que ese “estilo de vida” que tenía sus correlatos en expresiones como el punk o los libros de Bukowski, podía llegar a entrar en crisis, la tuvimos poco antes del 88, cuando a fines de 1987 murió Luca Prodan. Ya se sabe: el hombre que venía escapando de la heroína, encalló en la ginebra. Y era lo más interesante que nos había pasado. El forastero que actuaba como despertador de los adormecidos argentinos. El que denunciaba nuestro provincianismo y nuestra insularidad. El que captó que este era un país querible pero escindido entre rubias taradas y gente despierta. O como clamaban los también muy interesantes Todos Tus Muertos, la dicotomía entre gente que te deja en la calle morir, gente que no.
Ya con un pie en 1988, el 26 de marzo murió Miguel Abuelo por complicaciones del HIV-sida. Se trataba, en este caso, de un referente importante del rock de la resistencia y de posdictadura, alguien que había estado entre las catacumbas y el típico subidón del rock nacional de esos años, que podía llevarte del tugurio al Gran Rex, Obras y el top ten. Hasta Luca y Miguel, se trataba de personajes que pese a todo entraban en los moldes de lo alternativo tradicional, reviente y elegancia muy de dandys argentinos o adoptados por nuestra tierra, caso Gombrowicz. Hacia el cierre de 1988, con apenas un día de diferencia de Luca (muerto el 22 de diciembre de 1987) le llegó la hora a Federico Moura, quien como cumpliendo un destino manifiesto, sucumbió al virus de HIV tras liderar a Virus, porque el lenguaje era un virus (Laurie Anderson dixit). Su muerte dio en el corazón de la emergente modernidad local. Federico había sido un espíritu libre, menos contaminado por los prototipos y estereotipos nacionales, más rara avis, quizás llamado a liderar estéticamente a la generación ochentosa si no hubiera muerto a los 37 años.
Es también notable que entre estas tres muertes imbuidas de rock y under, tuvo lugar un acontecimiento que recuperó una relación de la música y la cultura joven con la política y los derechos humanos cuando esa conexión parecía empezar a insinuar su declive: el 15 de octubre de 1988 se llevó a cabo en el estadio de River, el recital de Amnesty Internacional “Derechos Humanos Ya” que trajo nuevamente a Sting (ya había estado en la Argentina), más Peter Gabriel, Bruce Springsteen, Tracy Chapman, Youssou N’Dour, y los locales Charly García y León Gieco. Muchos estuvimos ahí. Largo recital, un atardecer dorado, una noche suave con vaivenes de marihuana. Las Madres y los pañuelos, una noche mágica que parecía una despedida anticipada de la gran movilización de esos años.
Así fue ese año, el 88, así se fue yendo. Entre muertes y bailes se pasaron los días, los meses. Los fantasmas de la desilusión sobrevolaban el cielo pero un trasfondo de ruido y alegría se negaba a licuarse del todo. Las calles eran divertidas y duras y la pésima marcha de la economía hacía emerger nuevamente las marcas de la miseria a flor de piel en la ropa de la gente, doblegando al país para allanar la llegada del menemismo y su doble discurso.
Pero creo que lo más definitorio de ese 88 fue que hacia fin de año tomaríamos conciencia de que asistíamos, tras una nada desdeñable agonía, al final de la primavera democrática. Algunos pensarán que ya en 1985 los aires de renovación y cambio tocaban a su fin. Soy de los que creen que entre marchas y contramarchas llegó hasta el 88, cuando se morían Luca, Miguel y Federico por algo que –dicho sin tapujos, sin hipocresía– tenía que ver con esos “estilos de vida” a los que la democracia nos permitía asomarnos después de tanta represión. Nos habían invitado al banquete de los cuerpos, a probar, a experimentar. Habíamos empezado a defender nuestro derecho al reviente, entendido, si se quiere, como un exceso de la libertad, tan legítimo como adulto. Sobre llovido, mojado: después de tanta muerte y dolor por la represión a la militancia, la política y la Historia, empezaban las muertes de la “micropolítica”. ¡Si eso no era un castigo divino era directamente mala suerte, o yeta!
Ese 1988 presagiaba, quizás, el fin de la primavera, el comienzo de una larga meseta de medio tiempo, el tiempo de nuestra historia que llega hasta nuestros días.