El objetivo era modesto, visto hoy en perspectiva. Era conseguir unos metros de alfombra para las piezas de la casa que nos íbamos a mudar después de casarnos. Recorrimos diferentes comercios y ninguno quería vender. No era que no querían entregar la mercadería. No sabían a qué precio cobrarla porque desconocían cuál iba a ser el valor de reposición. Sabían que iba a ser más alto, pero no cuánto más elevado. Vender con esa incertidumbre podía ser una decisión que definiera la quiebra del negocio. Los meses de hiperinflación de 1989 fueron caóticos. Era una economía sin precios. La sucesión de acontecimientos políticos, sociales y económicos de ese año, cuando PáginaI12 cumplió dos años, es abrumador. Esos doce meses pueden ser la historia de décadas en otro país y en pocos ha habido acontecimientos como los que se vivieron en Argentina 1989.
La hiperinflación se desató cuando estalló el denominado Plan Primavera, el último de la serie inaugurada con el Plan Austral en el gobierno de Raúl Alfonsín. Esos planes de estabilización fracasaron. No fue el único episodio de híper en 1989. A fines del año también se inició otra explosión de precios cuando fue desbordado el programa conocido como Plan B&B (Bunge & Born), el primer intento de estabilizar los precios del nuevo gobierno liderado por Carlos Menem.
El Producto Interno Bruto se desplomó más del 5 por ciento, los salarios reales se pulverizaron, el desempleo y la pobreza aumentaron, la recesión fue aguda, la fuga de capitales se aceleró provocando una fuerte caída de la reservas y se acumularon atrasos en el pago de los servicios de la deuda. El sector público se sumergió en una profunda crisis de financiamiento. Saqueos a supermercados, represión y muertes derivaron en la entrega adelantada del poder.
La hiperinflación fue el desenlace de una fuerte disputa en el frente fiscal por los recursos públicos entre la banca acreedora, que presionaba por cobrar los intereses de la deuda, y los grandes grupos económicos, que exigían mantener los inmensos subsidios vía promoción industrial, reintegro a exportaciones y otros beneficios. La expresión fulminante de esa tensión fue la perdida de reservas, la moratoria de facto en el pago de intereses de la deuda a la banca internacional y la corrida cambiaria que fue creciendo en intensidad. El acelerado deterioro del sector externo y fiscal tuvo como eclosión la devaluación del 6 de febrero.
Como en toda crisis, muchos la padecen y unos pocos se benefician. En este último grupo estuvo el Banco Macro. Jorge Brito junto a sus socios empezaron en el mercado financiero como mesadinerista para luego comprar el Banco Macro, cuando uno de sus dueños era Mario Brodersohn, secretario de Hacienda en el gobierno de Raúl Alfonsín. En ese entonces, contaba con aceitados vínculos con la coordinadora radical, grupo de dirigentes que ocuparon cargos importantes del área económica, entre ellos en el Banco Central. Uno de los golpes más importantes de Macro fue comprar dólares en cantidad en los días previos al estallido del Plan Primavera, el 6 de febrero de 1989, cuando el Central liberó el mercado cambiario gatillando el proceso de hiperinflación. En el mercado bursátil operó asociado con el Citibank, una relación no sencilla de explicar en la plaza financiera. Esa Sociedad de Bolsa era manejada por Chrystian Colombo, que en ese entonces tenía una estrecha relación con el Coti Nosiglia y que en el gobierno de Fernando de la Rúa ocupó el puesto de jefe de Gabinete.
A la crisis de la Balanza de Pagos y al desborde fiscal se sumó la incertidumbre que generaba el cambio de gobierno, lo que aceleró aún más la dolarización de activos financieros. El mercado de cambios era un terremoto, movimientos que no tardaron en trasladarse al resto de los precios de la economía. La falta de un patrón de referencia para formar precios debilitó la función de unidad de cuenta de la moneda nacional. Esto hizo que se difundiera la “dolarización” en los valores de los productos. No solamente a bienes exportables o de importaciones, sino también a otros productos de transacción cotidiana.
A partir de febrero, la inflación se aceleró exponencialmente: la tasa de variación del IPC se duplicó aproximadamente mes a mes hasta alcanzar el máximo en julio. El índice de precios a lo largo de 1989 fue de casi 5000 por ciento, con un promedio mensual de alrededor del 40 por ciento. Esta inflación superó holgadamente cualquier registro previo, y tiene pocos antecedentes en la región (Brasil y Bolivia también registraron períodos de híper). La falta de referencias precisas para fijar y comparar precios perturbó las transacciones cotidianas. La incertidumbre sobre los valores de reposición llevó a las empresas a aumentar sus márgenes y, en algunos casos, hubo resistencia a concretar ventas. Es la situación mencionada al comienzo con las alfombras.
En un escenario de desborde económico se desarrollaron las elecciones presidenciales. El traspaso del mando estaba previsto para fines de año, pero ante la crisis que se profundizaba se adelantó la entrega del gobierno en julio. Ese período de transición política incorporó un factor adicional de incertidumbre, acelerando las remarcaciones.
La hiperinflación, una situación que algunos especialistas asemejan a la angustia y desesperación que una población vive en un estado de guerra, fue el potente disciplinador social que facilitó las reformas estructurales de los noventa realizadas por el menemismo.
1989 abrió así la puerta para el despliegue neoliberal de los ‘90 con las leyes de Emergencias Económicas (eliminación de subsidios) y Reforma del Estado (privatizaciones).