Durante el verano de 1926, el escritor Howard Phillips Lovecraft percibió la sombra de un nuevo tipo de horror.
Aunque apenas fue capaz de hallar las palabras para describirlo, pudo cristalizar algunas de sus visiones en un cuento que tituló “La llamada de Cthulhu”, una historia que alerta a nuestra especie sobre el regreso de un antiguo terror y el peligro de traspasar nuestros límites, al mostrarnos lo que puede estar allí, dormido, esperándonos. “Creo que el hecho más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos”, escribió Lovecraft. “Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos destinados a viajar muy lejos. Las ciencias, cada una avanzando en su propia dirección, nos han perjudicado poco hasta el momento; pero algún día la suma de todo ese saber disgregado abrirá una perspectiva tan aterradora sobre la realidad, y sobre el espantoso lugar que ocupamos en ella, que nos volveremos locos producto de esa revelación, o huiremos de la luz hacia la paz y la seguridad de una nueva edad oscura”. En el cuento, un hombre va tras los pasos de una secta que intenta despertar a un dios antediluviano sumido en un sueño eterno. Durante su búsqueda, el protagonista se topa con reportajes y noticias sobre extraños brotes de histeria colectiva, pánico, locura grupal y arrebatos de manía, todos relacionados con tres pequeñas estatuas de un ídolo cuya forma, completamente antinatural, parecía estar dotada de una malignidad intrínseca. Una de esas efigies fue modelada en arcilla por un escultor de Rhode Island, quien vio la silueta del ídolo durante una pesadilla particularmente vívida; otra fue confiscada por un policía que participó en una redada durante la celebración de un rito vudú en los pantanos de Nueva Orleans, mientras que la tercera cayó en manos de un marinero noruego, quien la encontró en los farellones de una isla ciclópea que surgió de golpe en medio de las olas del Pacífico Sur, una tierra maldita cuyos colosales paisajes violentaban las leyes de la perspectiva, creando un entorno tan anómalo que uno de los compañeros de barco del noruego perdió la cabeza luego de contemplar algo demasiado horroroso como para poder ser comprendido: un ser descomunal e incrustado de tantas capas de tiempo que hacía que no solo la humanidad sino el mundo entero pareciera joven y fugaz en comparación.
La cura de la locura
Un hombre con la cabeza tirada hacia atrás. Un cuchillo afilado le abre la coronilla para revelar una piedra: la piedra de la locura.
El desdichado estira el cuello, se retuerce para tratar de mirar al cirujano que está de pie detrás de él, y al hacerlo sus ojos se hunden en sus órbitas, más y más y más profundo, hasta que todo lo que se puede distinguir es el blanco de su esclerótica, la boca abierta de par en par mientras grita: “¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Dios nos ve!”.
Frente al hombre hay un fraile de pelo cano con la mollera tonsurada; viste una túnica de terciopelo negro, sostiene una jarra metálica en la mano izquierda y con la otra parece estar impartiendo una bendición. Lo secunda una monja que se inclina hacia adelante y apoya los codos en una mesa de piedra, finamente tallada, mientras observa la trepanación con una expresión de asco en el rostro; aunque tal vez solo sea de hastío, ese enorme cansancio que uno siente ante el absoluto sinsentido del mundo. Ella apoya su mejilla contra la palma de la mano y mantiene un gran libro forrado en cuero carmesí en equilibrio precario sobre su cabeza, la cual está cubierta por un largo velo blanco que ilumina sus rasgos severos y le cae por debajo de la cintura. La mujer no parece impresionada en lo más mínimo por la espantosa incisión que el cirujano ha hecho directamente en el cráneo del paciente; pero ¿acaso es un tulipán lo que brota de la herida?
El pobre hombre que sufre este extraño procedimiento medieval viste medias de color escarlata y una túnica con las mangas abombadas que apenas alcanza a tapar su enorme barriga. Está sentado en medio de un campo abierto, descalzo, en lo que parece ser el banquillo de una iglesia, un confesonario partido por la mitad, y sus dedos aprietan los soportes de los brazos mientras el médico –aunque quizás sería más exacto llamarlo torturador- lo sostiene de un hombro mientras lleva a cabo la operación, con una gran jarra de cerámica colgando del cinturón de cuero negro que le rodea la cintura, su cabeza protegida no por una gorra o un sombrero sino por un gigantesco embudo de metal que apunta directamente al cielo.
Estos cuatro personajes figuran en un pequeño cuadro que cuelga en el Museo del Prado, uno que pasa casi desapercibido para la mayor parte de los turistas porque está expuesto al lado de El jardín de las delicias, un gran tríptico que es, sin dudas, la obra más icónica de su autor, ese incomparable maestro neerlandés, Hieronymus van Aken, El Bosco. Gracias a sus tres paneles abarrotados de escenas lisérgicas del paraíso, la tierra y el infierno, El jardín de las delicias es una joya única, una rareza absoluta en el arte medieval, tan imponente que empequeñece casi todo a su alrededor, no solo en esa sala en particular, o incluso en toda la planta, sino quizás en el museo completo. El pequeño cuadro que la acompaña es más humilde en tamaño –mide solamente 48 centímetros de alto y 35 de ancho- pero no en temática: es conocido por dos nombres, La cura de la locura o La extracción de la piedra de la locura, y representa una vieja superstición del medioevo, la idea de que la demencia y la idiotez eran causadas por una hipotética piedrecilla que se podía alojar o que tal vez crecía por sí misma al interior de la cabeza. El cuadro de El Bosco, la piedra que el cirujano está tratando de extraer del cráneo del paciente, ha sido reemplazada por un bulbo; podemos asumir, casi con total seguridad, que se trata del bulbo de un tulipán, porque una de esas majestuosas flores –de color almendra y casi marchita- yace encima de la mesa donde la monja fatigada reposa sus brazos fatigados. Michel Foucault escribió sobrs ese cuadro en su libro Historia de la locura en la época clásica, y dijo que “el famoso doctor de El Bosco está mucho más loco que el paciente que intenta curar, y su falso conocimiento no hace más que revelar los peores excesos de una locura que es inmediatamente evidente para todos, excepto para él mismo”.
Fragmentos de La piedra de la locura de Benjamín Labatut, publicado por Nuevos cuadernos Anagrama, una indagación acerca del derrotero del hombre hacia la locura o como un mecanismo a veces adecuado frente a la realidad.