Como era una mañana de invierno pero de sol, de clima calmo, de lunes, medio mundo tenía las ventanas abiertas en Buenos Aires, abiertas a los patios, a los balcones, a las calles. Y por eso medio mundo en Buenos Aires comentó después que lo habían escuchado, que ahora que sabían lo que había pasado se acordaban de haberlo escuchado. Unos cuantos agregaban que sus gatos, habían levantado la vista y mirado al aire en ese momento, escuchando mejor que uno. Y que lo que se había escuchado era un golpe seco, como una tapa cayendo, algo corto y medio final.
Eran las 9.50 del 18 de julio de 1994 y acababan de morir 83 personas en la calle Pasteur entre Tucumán y Viamonte. Era lunes, día de tránsito y de trámites en el centro porteño, día de bolsa de trabajo en la sede vieja de la AMIA. Cientos de personas fueron heridas: el que pasaba al hospital de Clínicas, el que andaba en su auto, el que iba de trámites, el que trabajaba, el que buscaba trabajo en el edificio, el que trabajaba en el edificio. Los muros gruesos de la planta baja, revestidos de granito negro, habían desaparecido. La palabra AMIA grabada en el cemento duro, con letras Art Decò, había desaparecido. Había muertos adentro, jovencitos y mayores, casi desintegrados o como preservados, y los había enfrente, a la mesa de un desayuno tardío en un departamento, en locales y coches.
El atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina fue claramente antisemita -en el edificio convivían varias instituciones culturales y políticas de esa comunidad- pero no sólo antisemita. Los que pusieron la bomba cometieron un acto de guerra contra la comunidad judía de un país de mezclas, de gente mitad esto y mitad lo otro que no termina de saber qué es la tolerancia porque no termina de saber lo que es separarse por etnia, origen, religión. Ambiguos como somos, nos encontramos de golpe atacados por gente que ve las cosas de un modo puro y duro, gente que vive pensando a quién hay que matar.
Dos años antes, en marzo de 1992, habían volado la embajada de Israel en la calle Arroyo. El país digirió ese ataque de un modo peculiar, tal vez intrínsecamente argentino: era horrible, murieron argentinos, hasta un cura en la vereda de enfrente, pero en el fondo no era cosa nuestra, era entre enemigos extranjeros. Lo de la AMIA fue distinto y todo el mundo lo entendió así, lo que explica la enorme repercusión y el tamaño de las marchas de repudio a esta violencia.
La segunda lección que dejó el atentado fue que a la hora de encontrarse involucrado en un asunto internacional, un gobierno argentino puede ser tan canalla y tan cínico como el peor gobierno del mundo. Carlos Menem se encontró de presidente cuando ocurrió lo que oficialmente era el peor atentado antisemita desde la segunda guerra mundial, una etiqueta que se usó hasta el atentado a las torres gemelas de Nueva York. Y Menem inmediatamente reaccionó a la Bush, a la Trump: había que taparlo de inmediato, había que fingir que se investigaba, había que mentir para no admitir nunca que por algo Argentina había sido atacada dos veces cuando él era presidente.
La historia de cinismo tuvo un activo apoyo de todos los involucrados. Washington mintió, Jerusalén mintió, la AMIA y la DAIA mintieron, el estado argentino se lució mintiendo. El juez a cargo de la causa, sus fiscales, los policías que “investigaban”, terminaron detenidos y procesados por obstruir la justicia. También Menem y varios de sus funcionarios, y el presidente de la DAIA de la época, Rubén Beraja, que entendió demasiado la necesidad de Estado del menemismo y fue un cómplice activo, usando el peso moral de su función para callar a los que preguntaban.
De esos años nos quedaron héroes civiles que retomaron esa tradición argentina de buscar justicia emperradamente, contra todos y por todos los años que haga falta. Nos quedaron mentirosos criminales, ejemplares, que realmente traicionaron a su patria para cubrirse. La bomba de la AMIA fue un acto de guerra en contra nuestra y que no sepamos absolutamente nada, pero nada, de cómo fue que pasó es una de nuestras vergüenzas.