Ese verano había sido extraño. Promediaba la presidencia de Carlos Menem y recuerdo que la gente estaba conforme con el uno a uno (¡no más inflación!) pero la sensación íntima, subterránea, era de que algo se iba, despacio y sin pausa, directo al demonio. Por supuesto, la negación era droga: en 1995 yo tenía 21 años y en mi adolescencia había vivido la hiperinflación y en mi infancia la dictadura y los adultos que me rodeaban también habían transitado esos traumas y ahí estaban, aterrados ante una nueva crisis, dispuestos a reírse de Menem y Zulema y las patillas y el presidente bailando con odaliscas en televisión pero de plano negados a aceptar que, una vez más, habría que renunciar al futuro, pensar en mandar a los hijos al “exterior”, olvidarse de comprar la casa y luego de comprar el auto y finalmente tener muchísimo cuidado en el supermercado. Mi padre estaba sin trabajo o, mejor dicho, trabajaba con contratos aquí y allá: era ingeniero en un país que no construía. Mi madre trabajaba porque es médica y la gente siempre se enferma. Pero a nadie le alcanzaba, me acuerdo. Preventivamente la gente que yo conocía -clase media profesional empobrecida- había reducido o directamente eliminado sus vacaciones. Mis amigos y yo nos la pasamos en las plazas de La Plata, muertos de calor, tomando licor de mandarina porque era barato.
Al menos no se cortaba la luz, como otros veranos. O se cortaba menos.
En marzo ya había empezado el año, el trabajo, la universidad. Pero recuerdo, vagamente como se recuerda esa juventud post adolescente, que había en el aire una sensación de peligro. Posiblemente se trataba de una seguidilla que crecía en intensidad: el secuestro y desaparición del estudiante de periodismo Miguel Bru, los atentados a la Embajada de Israel en 1992 y a la AMIA en 1994. No era sólo eso. Los indultos quedaban ya lejos pero los escraches embrionarios a los represores iban a empezar ese mismo año, en septiembre: la piña de Alfredo Chaves a Alfredo Astiz en Bariloche. Había algo eléctrico y tedioso al mismo tiempo en el aire. La anticipación de la catástrofe inminente o de un nuevo fracaso, pero un fracaso estrepitoso. Cierto: Menem ya había incumplido sus promesas, ya habían quedado atrás las privatizaciones, la amnistía, la decisión del uno a uno. Tengo la sensación, sin embargo, que fue este año bisagra cuando los efectos empezaron a notarse profunda y superficialmente, por todas partes. El año de la reelección.
Marzo, entonces. Recuerdo el día claramente porque era el cumpleaños de una amiga que vivía en la calle 44. Estábamos en su casa: no demasiada gente. La tele encendida. No recuerdo si vimos una repetición o un flash informativo o qué, pero sí recuerdo que estaba ya oscuro y que, cuando la noticia apareció en pantalla, se terminó el cumpleaños de mi amiga. Fue una sensación parecida a la del atentado a las Torres Gemelas en menor escala: la televisión en el living rodeada de personas expectantes entre la incredulidad y cierto temor. El accidente de Carlos Menem Jr. dio miedo en muchos sentidos. Las teorías conspirativas, recuerdo, se diseminaron ese mismo día, mientras las cámaras mostraban los cables, el helicóptero destrozado y hablaban de la muerte de Silvio Otra antes de afirmar la de Carlitos. También se hablaba de una chica, ese día al menos, la teoría con los años perdió fuerza. ¿Qué nos dio tanto miedo y nos dejó abombados esa tarde? La sensación definitiva de que nadie estaba a salvo. Si Menem no podía cuidar a su hijo, no podía cuidar de nadie. Se sabe que, desde entonces, Zulema Yoma afirma que Carlitos fue asesinado, que se trata del tercer atentado y hace años que recorre juzgados y abogados y programas de televisión con sus pruebas que no tiene sentido enumerar. Incluso ese primer día, antes de tener la información que ella fue recolectando, no había quien dudara de que se trataba de un asesinato. Ni en esa casa donde pasamos la tarde comiendo torta (hubo un cumpleaños feliz sin entusiasmo) y picoteando chizitos mientras se transmitía desde el kilómetro 211 de la Panamericana cerca de San Nicolás. Recuerdo que se hablaba del cuello roto de Carlitos. De que Zulema, Zulemita y Carlos Menem iban hacia allá. Recuerdo que mi padre llamó por teléfono y me dijo: “Ahora este hijo de puta gana seguro. La gente es tan estúpida que le va a tener lástima”. Dos meses después Menem tuvo la reelección por más del 50 por ciento de los votos sobre Bordón-Alvarez (29 por ciento). “Pero está acabado”, dijo mi papá. “Se le murió un hijo”. El tiempo desmintió su afirmación.
¿Fue ese día o tengo el recuerdo de varios días después? Recuerdo un abrazo enloquecido de Menem, su mujer y su hija, lágrimas, flashes, pero no sé si es un recuerdo imaginado o real; si recuerdo la foto en la revista Gente que vi después pero no sé por qué puedo verla en movimiento. Quizá la pasaron. Por primera vez los que despreciábamos a los Menem los veíamos en una situación genuina de dolor insoportable. Me doy cuenta ahora que, mas allá de cuestiones ideológicas, había un gran prejuicio del progresismo hacia esta familia inmigrante, riojanos y sirios. Las objeciones estéticas iban a la par de las políticas. Zulemita con su jopo excesivamente cargado de gel y durísimo como una pirámide sobre su cabeza, el cuerpo frágil, los labios obscenos y el pelo teñido de Menem, las cirugías estéticas y el rubio dorado de Zulema. Carlos y Carlitos, Zulema y Zulemita. Habían sido un chiste hasta esa tarde. No era sólo el respeto casi religioso de la muerte del hijo: era la sensación de que estaban bajo ataque, esos tres algo vulgares y tan poderosos, y en consecuencia todos los demás quedábamos a la intemperie mientras enterraban al chico en el cementerio islámico de San Justo. Carlitos, además, no era blanco de burlas tan despiadadas. Tenía algo serio y melancólico e incluso los rumores sobre el auto de carreras con el que recorría Olivos o su romance con una chica que había sido la protagonista de un video de Rata Blanca pasaban como cosas de jovencito. Tenía 26 años. No lo recuerdo con el halo que da la muerte joven: no le tenía ninguna simpatía a Carlitos Menem. Pero con claridad recuerdo que no se hablaba mucho de él. Era el chico privilegiado que corría rally, poco más. Hubo un escalofrío generalizado esa tarde, quizá ya noche, de marzo cuando algún periodista dijo que le habían sacado el respirador. Fue una muerte larga, no porque la agonía lo haya sido –no lo fue– sino porque costó anunciar la confirmación. Dos días después Carlos Menem dio un mensaje sobre la muerte de su hijo extrañamente frío donde decía que el homenaje a Carlitos iba a ser “no desfallecer” para que Argentina “pudiera seguir creciendo” y ser “un poco más felices en un marco de dignidad”. Y agregaba que el lunes volvería al “pie del cañón”. Se lo veía distante, leyendo las frases guionadas: era un mensaje raro que abonó aún más las teorías del atentado porque parecía excesivamente cuidadoso y no mencionaba ninguna causa, ni accidental ni dudosa. Casi no nombraba a su hijo y no pronunciaba su nombre. Parecía querer decir, en voz baja: ya podemos olvidarnos de esta muerte absurda en un descampado.