Dobla por Catamarca. Se detiene en la esquina y se apoya en la columna del alumbrado. Se ata las zapatillas. Mira hacia la farmacia un rato largo. Al fin, entra.

La farmaceútica lo acepta con un gesto. Le sonríe. Hay dos clientas antes que él. Se codean y dejan que se adelante. Las mujeres dicen por lo bajo:

“¿Te acordás lo que era?”

“Todavía me asusta.”

“Cambió.”

“No hagas contacto visual. Dejá que se vaya”.

Él se apoya en el mostrador.

“Geniol.”

“Llevaste ayer.”

“Siempre duele. Dame Geniol.”

Busca monedas en el bolsillo de la campera.

“Andá, ya está pago.”

Sostiene la tira de geniol en la mano derecha y le hace la venia. Sale y se queda un rato en la puerta. Hociquea el viento. Se sube el cierre de la campera y se deja ir hacia el este. Camina lento mientras saca un cigarrillo marchito del bolsillo de atrás de los jeans. Lo alisa con los dedos, lo acaricia.

Un vecino hace montañitas de hojas secas con la escoba y lo ve venir. Sin preguntar le ofrece fuego.

Achina los ojos, sostiene el cigarrillo con los labios, hace carpita con las manos y aspira. Relaja el gesto y disfruta. Agradece el favor y le palmea la espalda. Se va mientras revista los techos bajos de las casas. Se dice: “Todo en orden compañero”. Avanza más seguro. Cruza la calle. Se sienta en el bar de la esquina. No pide nada. Enseguida le traen café con leche y tres bizcochos. Toma con ganas. El calor se le sube a las manos y le da color a la cara. Come despacio para que le dure más la panza llena.

Al rato la calle se llena de alumnos de la secundaria. Es el intercambio de turnos en los talleres. Hay una escuela a dos cuadras.

Los pibes lo saludan. Él les corre las sillas de su mesa; los invita con el gesto. Los de siempre se sientan a su lado. Otros lo rodean a poca distancia. Entonces les habla mirándolos a los ojos. Mueve las manos en gestos cortos. Señala el suelo y el cielo. Dice: fuego, bomba, avión, enemigo y no levanta la voz. Dice: patria, compañero, muerte y se atraganta para no flaquear. Los chicos toman nota sin escribir. Parece un maestro.

El mozo y el dueño del bar lo miran a través de la vidriera:

La escuelita de Rambo, dicen.

Si, él era Rambo.

El mismo que era hace unos años. Entonces se tapaba con andrajos y llevaba unas maderas rústicas llenas de astillas ensambladas con alambres como si fuesen un fusil. Patrullaba el barrio, no importaba la hora. La puerta de cualquier casa podía ser su refugio o su trinchera. Ahí se anestesiaba con vino y dormía sentado. De golpe se agitaba, como si lo masticaran por dentro, tomaba el arma. Se paraba sobre la línea de fuego - el semáforo de la avenida- y daba batalla a sus fantasmas. Época de baldazos de agua fría, de burlas, de la policía.

De pronto, no estuvo más.

Asociaron su ausencia a la desaparición de los perros callejeros. Era época del Congreso de la Lengua. De la visita de los Reyes de España. Se manejaba la ciudad como una casa donde se recibirían visitas importantes: se limpiaba, se tiraba, se pintaba, se construía y se escondía en el altillo lo que avergonzaba.

Él volvió. Los perros, no.

 

Ya deja el bar. Se pierde de las miradas habituales. La gente imagina:

Que se encuentra con una mujer morena.

Que lo vienen a buscar en un auto blanco.

Que lo ven con el intendente.

Que camina cerca de la fluvial.

Lo único cierto entre tanta suposición es que, cuando se fuga el día, él regresa. Trae una bolsa con comida y se apoya en la pared del kiosco de la vuelta. Las calles se vacían de gente. Antes de cerrar, la dueña le calienta la comida. En la placita lo esperan sus amigos, Antonio y José, para comer juntos.

Antonio duerme en la puerta de la escuela. De día se sienta en los bancos de piedra y conversa con quien se le arrime. Habla de su carrera de médico. Explica que su inclinación al estudio la cultivó su madre. Diagnostica y receta a los que le cuentan algún dolor. Si la directora se le acerca para pedirle que busque otro lugar para vivir, que la plaza debe estar limpia: “por los chicos, vio”, él se fabrica una escoba de ramas y le barre la plaza entera.

Después de la escuela vuelven los chicos con sus mamás y le llevan cosas. Anoche Pablito le alcanzó una bolsa de agua caliente.

“Los crotos malos de la parroquia me robaron. Me quemaron el colchón.”

José, el ferroviario, jefe de estación.

“Cuando me ofrecieron la indemnización, agarré viaje. Perdí todo, menos los perros. Quedé en la calle. Prontito me ha de venir a buscar mi hermano para volverme a Tucumán.”

“Los crotos malos de la parroquia me robaron. Le hicieron cosas asquerosas a mi perro.”

“Por eso vivo en el ombú, más cerca del cielo y lejos de la parroquia.”

Los tres hombres se juntan a compartir la comida. José los invita a su casa. Trepan por las ramas. Las palomas del último piso aletean pero no se van. Los grillos siguen cantando.

Arriba la noche está clara. Se sientan en triángulo sobre las ramas gruesas del segundo nivel. Se quedan en silencio pero despiertos. La luna los enfoca y se empecina en su luz. Los atraviesa.

Cuando aclara, ninguno está en el árbol.

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