La elección del primer jefe de gobierno en junio de 1996 y la sanción de la Constitución local tres meses después fueron dos hitos que cambiaron la Ciudad de Buenos Aires. Ya si un gobernante impuesto por el presidente de turno y con un ordenamiento institucional y jurídico que introdujo derechos y garantías hasta ahí inéditos en el país, los porteños empezaron a transitar con obstáculos y dificultades su propio camino. La autonomía aún no es plena y muchas de las cosas que plantearon los constituyentes todavía están pendientes o resultaron diferentes a cómo las imaginaron, pero la ciudad fue una hasta aquel año y otra a partir de entonces.
La Constitución porteña fue sancionada el 1º de octubre de 1996. “Esta es la primera manifestación de autonomía de nuestra ciudad en sus 416 años de historia. Esperemos que las futuras generaciones puedan apreciarla”, afirmó en ese momento Raúl Zaffaroni, a quien el Frepaso valiéndose de su mayoría puso al frente de Comisión Redactora, clave en el resultado final del texto constitucional.
En las bancas del recinto de sesiones montado en la Biblioteca Nacional, donde los constituyentes deliberaron durante dos meses y medio, lo escuchaban ese día varias figuras protagónicas de la política porteña de aquella época, prueba de la importancia que las fuerzas políticas le asignaban a esa instancia fundacional de la ciudad. Entre los frepasistas estaban Aníbal Ibarra, Nilda Garré y Graciela Fernández Meijide, quien ejercía la presidencia de la Convención. El vicepresidente Carlos Ruckauf sobresalía entre históricos del peronismo metropolitano, como Jorge Castells e Inés Pérez Suárez, mientras que otros peronistas como Jorge Argüello, Patricia Bullrich y Víctor Santa María, el más joven de los 60 convencionales, presenciaban la escena en nombre de Nueva Dirigencia. En el bloque del radicalismo se mezclaban dirigentes de sectores disímiles, como el entonces rector de la UBA, Oscar Shuberoff, Jorge Enríquez y Martín Hourest.
Las sonrisas de los constituyentes aquel día dejaron en un segundo plano las tensiones políticas de la época, que en muchos momentos se hicieron presentes en sus debates. La autonomía de la Ciudad de Buenos Aires fue una de las concesiones que Carlos Menem hizo en el Pacto de Olivos a cambio de que el radicalismo le habilitara su reelección. Menem sabía que la autonomía de los porteños llevaba inexorablemente a la pérdida de su poder en un distrito que encima nunca fue un jardín de rosas para el peronismo y buscó acotarla. Con la excusa de garantizar “los intereses” del Estado nacional en la ciudad, el peronismo sancionó la llamada Ley Cafiero y por esa vía se quedó con los inmuebles y terrenos en manos de la Nación, y les vedó a los porteños el manejo de la policía, la justicia, el Registro de la Propiedad Inmueble y la Inspección General de Justicia. Menem retuvo, además, el control del juego y el puerto.
El 30 de junio de 1996 se cumplieron los pronósticos, cuando casi dos millones de porteños acudieron a las unas y el radical Fernando De la Rúa fue electo primer jefe de gobierno porteño. Ese mismo día se eligieron los convencionales constituyentes. En esa categoría, con Fernández Meijide al tope de su boleta, ganó el Frepaso. El radicalismo salió segundo y el peronismo fue relegado al tercer puesto.
La mayoría de convencionales opositores al Gobierno nacional saltaron rápidamente el cerco impuesto por la Ley Cafiero, que incluso desde lo simbólico apuntó a restarle trascendencia a su tarea al establecer que el gobierno autónomo de la Ciudad de Buenos Aires se regiría por las instituciones locales definidas en “el Estatuto Organizativo” que se dictaría a tal efecto.
Los convencionales peronistas reivindicaban esa definición y hasta el último día de sesiones en la Biblioteca Nacional dijeron ser “estatuyentes” en contraste con el resto de sus pares, quienes remarcaban que estaban redactando la “Constitución” de la ciudad.
La minoría peronista tampoco pudo evitar que los demás avanzaran en el diseño de un texto constitucional sin tener en cuenta los enunciados de la Ley Cafiero y que en su artículo 6 confería a las autoridades porteñas la potestad “para cuestionar cualquier norma que limite la establecida en los artículos 129 y concordantes de la Constitución Nacional”, en los que se consagró la autonomía del distrito. Así, la Constitución porteña determinó que el puerto local “es del dominio público de la Ciudad, que ejerce el control de sus instalaciones, se encuentren o no concesionadas”; reivindicó como propios “los ingresos por la explotación de juegos de azar, de apuestas mutuas y de destreza”; y estableció que “la seguridad pública es un deber propio e irrenunciable del Estado” de la ciudad.
Muchos años tuvieron que lidiar los porteños con gobiernos nacionales de todos los signos políticos para tener su propia policía y el control total de la seguridad en el distrito. Lo que plantearon los convencionales recién se hizo efectivo a principios de este año, cuando todas las estructuras de la Policía Federal dedicadas a la ciudad fueron transferidas a la órbita porteña. Lo mismo para ir asumiendo las funciones que hasta 1996 estaban en manos de la Nación.
La Constitución porteña fue aún más allá que la nacional en materia de derechos y garantías e introdujo mecanismos de participación ciudadana, como la revocatoria de mandato, el referéndum, la iniciativa popular y el presupuesto participativo, además de determinar la división política de la ciudad en comunas.
El espíritu que guió el trabajo de los convencionales fue el de avanzar desde la misma Constitución sobre las enormes inequidades sociales y económicas de la ciudad. Con ese propósito se consagraron los derechos a la salud integral y gratuita, desarrollando “una política de medicamentos que garantice el acceso a toda la población”; a una vivienda digna, para lo cual el Estado debía “resolver progresivamente el déficit habitacional, dando prioridad a los sectores de pobreza crítica”; a la educación “a partir de los 45 días de vida”; y a un ambiente sano, obligando a “una evaluación previa del impacto ambiental de todo emprendimiento” con efectos relevantes.
Mucha agua corrió desde entonces bajo el puente, pero dos décadas después los porteños todavía no alcanzaron su total autonomía: la ciudad sigue sin tener bajo su jurisdicción la totalidad de la justicia del distrito, ni tampoco el puerto ni los registros de propiedad inmueble y automotor. Poco se ha hecho, además, en cuestiones de relaciones interjurisdiccionales, como el transporte y la gestión de la basura, que no sólo mejorarían la calidad de vida de los porteños, sino también de todos los habitantes del área metropolitana. Los mecanismos de participación ciudadana no fueron utilizados o resultaron un fracaso, como el presupuesto participativo.
En materia de igualdad no se avanzó o directamente se retrocedió. Hay ejemplos de sobra. La inequidad en la ciudad se profundizó y hoy la expectativa de vida de quienes viven en la zona norte es de diez a quince años mayor que la de aquellos que viven en el sur, donde la tasa de crecimiento de la población es del doble; se la han dado soluciones privadas a los problemas públicos de vivienda, educación y seguridad; y cada vez hay más espacio público en manos del sector privado, al cual la gestión macrista le transfirió 120 hectáreas, o sea una superficie equivalente a la del barrio de San Telmo.
No es lo que los convencionales constituyentes imaginaron, pero la Constitución porteña sentó las bases aún vigentes de una mejor ciudad.