Faltaban muchos años para que los asesinatos de mujeres por el hecho de serlo tuvieran un nombre, salieran de la invisibilidad social. Era la época de la “violencia doméstica” y el “crimen pasional”, de muertes naturalizadas que ni siquiera llegaban a ser noticia. O que solo lo eran si ofrecían otros elementos que los hicieran atractivos a la avidez mediática. Por eso, su muerte fue simplemente “el crimen de María Soledad Morales”.
Ella era una chica de 17 años que estudiaba en un colegio religioso de Catamarca. El 8 de septiembre de 1990 desapareció y su cuerpo fue encontrado dos días después, un lunes, en las afueras de la ciudad, en medio de un basural.
Parecía un asesinato como tantos otros, como los de tantas otras adolescentes y mujeres en la provincia, y así actuó la policía, con la torpeza habitual para borrar huellas, desperdiciar indicios, pisotear evidencias. O con la habilidad también habitual para encubrir.
Las compañeras de “Sole” no lo entendieron así. Se estremecieron con el cadáver de quien hasta ese momento había sido una alumna más del Colegio del Carmen y San José, se vieron reflejadas en su tormento y decidieron reclamar justicia. Sabían por la fuerza de la historia que el destino de ese crimen sería la impunidad.
El jueves siguiente decidieron marchar para reclamar justicia. Gobernaba Ramón Saadi, herededo de una dinastía caudillesca que venía manteniendo desde hacía 40 años un poder feudal en la provincia. El miedo a una represión llevó a la directora del colegio, la monja Martha Pelloni, a exigirles que lo hicieran en silencio. A la semana siguiente, la convocatoria se repitió y esa vez se sumaron otras escuelas. Al otro jueves lo hicieron los padres, luego otros vecinos y por fin una multitud; fueron las “Marchas del silencio” que llegaron a reunir más de 30 mil personas en una provincia escasamente acostumbrada a la manifestación de cualquier reclamo. Al frente siempre estuvieron los padres de María Soledad, Ada Rizzardo y Elías Morales. Y la directora del colegio, ya para entonces la “hermana Martha”, como fue conocida en todo el país.
El primer acusado fue un novio secreto de María Soledad, Luis Tula. Pero la cocaína hallada en el cuerpo, los vejámenes cometidos y la trabajosa limpieza y descarte del cadáver llevaron a suponer que había más gente involucrada. Y aparecieron los “hijos del poder” como sospechosos. Uno de los señalados fue Guillermo Luque, vástago del entonces diputado Ángel Luque, principal operador político de Saadi.
El gobernador acusó el golpe. Se sucedían las marchas del silencio, los jueces en la causa, las presiones, las idas y venidas en la investigación, los rumores, las operaciones, los testigos que aportaban datos, los que aportaban delirios, los que embarraban la cancha. Se sucedían también las evidencias sobre la corrupción y el narcotráfico en la provincia. Catamarca era el epicentro del escándalo político en el país y para el presidente Carlos Menem la situación se tornó lo suficientemente insostenible como para bajarle el pulgar a su aliado. Llegó la intervención y con ella el derrumbe de la dinastía saadista. Y para “esclarecer” el caso, el riojano envió a la provincia al subcomisario Luis Patti, un represor de la dictadura que llevó consigo su método de investigación, la tortura, con la que buscó sacar de la mira a los hijos del poder y posarla únicamente en Tula, el eslabón humilde del caso.
Todo terminó en un nuevo fracaso y escándalo. La intervención dio paso a nuevas elecciones, ganó un frente dominado por el radicalismo, pero la Justicia siguió igual de amañada y corrupta.
En 1996 el caso llegó finalmente a juicio oral, con Tula y Luque como únicos acusados. Los personajes de entonces, los testigos de uno y otro tipo volvieron a desfilar, esta vez ante el tribunal y con una televisación en directo a todo el país. Pero cuando las audiencias llevaban ya varios meses, un gesto entre dos jueces del tribunal captado por las cámaras fue interpretado como una señal de favoritismo hacia Luque. Ambos fueron recusados y el juicio quedó en la nada.
El segundo intento se inició al año siguiente, esta vez sin transmisión en vivo y con la presidencia de un juez entonces respetado, Santiago Olmedo de Arzuaga. Entonces, porque años después se conocerían, como en el caso de Patti, las acusaciones en su contra por complicidad con crímenes de lesa humanidad, por las que ahora está siendo juzgado. La sentencia llegó recién en 1998: el tribunal convalidó la antigua hipótesis: que Tula entregó a la chica a Luque, quien junto con sus amigos la llevó a una fiesta de sexo, drogas y muerte. Condenó al primero a nueve años de prisión y al segundo a 21. Y ordenó investigar la trama del encubrimiento, un listado largo que incluía al jefe de Policía de entonces, ex jueces y hasta al propio Saadi.
El Frente Cívico y Social seguía en el gobierno, pero prefirió aquietar las aguas. Ninguna causa prosperó contra los encubridores, que se fueron reciclando cada uno a su manera. Hoy, por caso, Saadi busca volver a la gobernación, en 2019, con su minúsculo Movimiento de Acción Provincial, un residuo escaso del poder de antaño.
Elías, el papá de María Soledad, murió el año pasado. Ada, la mamá, atiende un pequeño negocio familiar. “A ninguna madre le cierra una herida como ésta, donde mi familia ha quedado marcada para siempre”, reflexiona, entre el dolor por la hija arrebatada y la sensación de una justicia a medias, por tantos cómplices y encubridores que quedaron impunes.
Tula y Luque ya cumplieron sus penas y están en libertad, ambos con un bajísimo perfil. Tula, tras haber estudiado en la cárcel, litiga como abogado en el fuero local.
Cada 8 de septiembre, una misa sigue recordando a María Soledad en la Catedral catamarqueña. Pero ahora, cada 3 de junio –el próximo está muy cerca– la marcha de NiUnaMenos la incorporó en la larga lista de mujeres víctimas en la provincia de la violencia machista y del poder en todas sus variantes.
Ahora sí, el crimen de María Soledad Morales es nombrado como femicidio.