El cuento por su autor
Hace muchos años escribí la primera versión de este cuento y todavía recuerdo perfectamente qué lo disparó. Yo estaba en el café a donde suelo ir a escribir y en una mesa cercana, conversaban una madre y su hija. La madre era una mujer muy elegante, toda combinada en tonos de beige y gris. La hija tenía el pelo teñido con mechones azules, bermudas de jean desflecadas y ojotas. Desde mi lugar no podía escucharlas, aunque sí podía mirarlas sin que se dieran cuenta. Y era fascinante verlas. La madre estaba incómoda. Decía algo y chequeaba su celular, apretaba la cartera en su falda, limpió la cucharita con una servilleta antes de revolver el café. La hija le hablaba sin parar, parecía que estaba haciéndole chistes, y en un momento, cuando la madre le dio la espalda para llamar a la moza, la hija le sacó la lengua. Un gesto tan infantil como revelador. En especial porque no parecían estar discutiendo ni nada así. Había algo en esa madre que a la hija la hacía no solo marcar diferencias, sino hacer público el desprecio. Pero también había cariño, porque cuando se fueron, la hija abrazó a la madre casi saltándole en la espalda, un cariño alegre, con el que claramente intentaba además incomodarla.
Nadie habita esos contrastes con plena consciencia, y tampoco suelen ser evidentes a los ojos de los demás. Cuando yo los veo, siento la misma emoción que si hubiera descubierto el truco de un mago virtuoso. Y enseguida me dan ganas de compartirlo.
Le hice varios cambios a la versión original de este cuento. No solo la corregí: ajusté la mira. Y pude hacerlo porque recuerdo así de bien a las dos mujeres que me hicieron pensar esta historia. Es como si al cerrar los ojos volviera a verlas en todos y cada uno de sus gestos, porque ellas siguen idénticas, pero yo no.
LA CAMA EN EL LIVING
Cargando varias bolsas de las que asomaban hojas de acelga y perejil, un rollo de cartulina blanca y una baguette, agobiada por el calor y algo nerviosa todavía por la discusión que había tenido con el último puestero del mercado, Sofía subió al taxi, apoyó la cabeza en la ventanilla y le sonrió al chofer, un hombre joven, antes de darle la dirección.
–Hace calor –dijo ella, para justificar el suspiro.
El muchacho le dijo que sí y la miró por el espejo. Ella se cubrió con los anteojos de sol, llamó a su casa y le pidió a su hija que la esperara en la puerta para ayudarla con las bolsas. Agustina tenía quince años, era dulce y carnosa, una chica fácil de mostrar, porque quien la veía le dedicaba comentarios en los que Sofía podía creer sin suspicacia, en especial cuando le elogiaban el pelo y los ojos, que para ella también eran las mayores virtudes de su hija. Revolvió en su cartera buscando la agenda: iba a tener que cancelar cuanto antes los turnos del lunes si quería pasar algún momento a solas con su hermana Mónica. Y a esos se iban a sumar los turnos que ya había tenido que cancelar para encargarse de las compras y los preparativos. Contó once pacientes en total. Tendría que buscar la forma de que Mónica supiera lo que había hecho por ella.
La mañana estaba limpia. El sol caía a pleno sobre las veredas y todo parecía más abierto, más nuevo, más prometedor. Ojalá el tiempo se mantuviera estable, así Mónica tendría menos motivos para quejarse de la ciudad y de su necesidad de volver a la montaña cuanto antes, algo que hacía incluso antes de haber llegado.
El celular comenzó a sonar. Si era un paciente, no podría resolver nada sin su agenda. Si era Eduardo, su marido, que se estaba ocupando del tema de la cama, no quería enterarse de nada antes de llegar a la casa. Si era Agustina, no quería darle la posibilidad de que le pusiera alguna excusa para no ayudarla con las compras. Si era una llamada privada, jamás las atendía. Ni siquiera lo saco de la cartera y esperó hasta que se hizo silencio. El taxista volvió a mirarla por el espejo y Sofía sintió que, al no atender, acababa de hacer algo extraño ante él, casi sospechoso.
–No agarres por Scalabrini –le dijo para distraerlo–. Seguí por esta y después Juan B. Justo, que es más rápido.
Recién entonces revisó la llamada perdida y vio que era de Eduardo. Problemas con la cama, seguro. ¿Por qué esta vez Mónica había aceptado quedarse en su casa y no en un hotel? Ella no podía dejar de ofrecerle su casa, pero ya estaba acostumbrada a que Mónica rechazara esa propuesta. Al aceptar, la había sacado de eje. De hecho, Sofía ni siquiera llegó a reaccionar y no le preguntó si Esther también iba a dormir en la casa o si se quedaría en lo de algún pariente. Su hermana, por supuesto, no le había aclarado nada, aunque sí se extendió en detalles sobre la conferencia que daría el martes en la universidad. En realidad, tampoco le había confirmado que iría con Esther, pero Mónica no iba a hacer el viaje sola y, desde hacía un par de años, “acompañada” significaba Esther.
Cuando el taxi estacionó, Agustina ya estaba en la puerta. La sonrisa le deformaba un poco la cara redonda. Últimamente le estaba notando una tendencia a las caderas y brazos anchos, dos marcas de la familia de su marido que según Sofía solo se corregían con dieta: el ejercicio endurece pero no modela ni afina. La chica saludó agitando la mano y con un gesto le señaló la ventana del frente. El perro, un gran pastor alemán, estaba asomado y agitaba las cortinas al mover la cola. El efecto era ridículo y las dos se rieron.
Bajaron las bolsas del auto y las llevaron a la cocina.
El perro las siguió moviendo la cola y sus uñas hicieron tric tric tric sobre el piso de madera encerada. A cada paso tenía que contraer los músculos de la cadera para no resbalar.
–Está contento –dijo Agustina.
Sofía se agachó frente a él y frotándole la cabeza le dijo: “pero qué perro tan bueno, tan bueno”. El animal abrió grandes los ojos y sacó la lengua.
–Llevalo al patio, mejor, que tenemos que acomodar todo esto –pidió Sofía.
Viendo a su hija arrastrar al perro por la cocina, Sofía volvió a sentir que todo lo que tenía le parecía extraño, como si se lo hubiera robado a alguien: ella con una hija de verdad, con un perro de verdad y una casa de verdad llena de muebles, y con gastos, un patio y cosas que requerían de plomeros, electricistas, gasistas, carpinteros. Tenía pacientes de verdad que esperaban un día específico de la semana para verla porque era ella la que mantenía sus dentaduras y bocas a salvo. Un hombre de verdad que ponía en ella demasiadas expectativas y que le hacía el amor con demasiado respeto. Sus manos pequeñas, contra cualquier pronóstico de su madre, eran firmes y contagiaban confianza. Y tenía también dos piernas sanas.
¿Qué haría sentir a Mónica una mujer verdadera? ¿Se sentiría así alguna vez?
Sofía pensaba en su hermana como alguien a quien le habían torcido el manubrio de la bicicleta y la habían obligado a improvisar estrategias para mantenerse en el camino, alguien que por tener que crear sus propias estrategias también creaba sus propias etapas y las quemaba de forma arbitraria, y todo esto la iba convirtiendo en una mujer que Sofía no lograba entender. Una vez había intentado hablar de esas cosas con su hermana, pero Mónica le respondió: “A mí no me analices, porque se te puede volver en contra”. Y Sofía jamás volvió a sacar el tema.
Mientras guardaba la carne en la heladera, escuchó que el perro ladraba, el ladrido de cuando estaba jugando, y la voz de su hija que le decía: “pero que perro tan bueno, tan bueno”. Exactamente las mismas palabras que había usado ella, y con la misma entonación. Imaginó a su hija agachada frente al perro, repitiendo también el gesto que antes le había visto hacer a ella. El corazón le latió fuerte y le corrió frío por la espalda. Cuántas veces había soñado con que su hija deseara parecerse a ella. Que viera en ella todo en lo que deseaba convertirse. Siempre había pensado que así, quizá, alguna vez dejaría de sentir ese hueco en el estómago al que ella llamaba “soledad” y que se parecía tanto al hambre.
Agustina apareció en la cocina limpiándose los pelos del perro de la ropa.
–¿A qué hora llega la tía? –preguntó.
Sofía miró a su hija con emoción. ¿Podría hacer que también escuchara sus consejos para bajar un poco de peso y que aceptara la ortodoncia que le daría una sonrisa tan parecida a la suya? No podía sacarle los ojos de encima imaginando todo lo que podría hace por ella, incluyendo un cambio urgente de vestuario.
–Mamá, la tía, ¿a qué hora llega?
–Sí, perdón. Llega al aeropuerto a eso de las cinco, así que estará en casa a las seis, seis y media –respondió.
–¿Papá va a ir a buscarla?
–No, él está con lo de la cama.
–Si no la consigue podemos bajar la mía. Yo tiro unas colchonetas en el piso de mi cuarto y listo.
Agustina se había puesto a guardar los huevos en el compartimiento de la puerta de la heladera, dejando sobre la mesada los papeles de diario que los envolvían. En uno se destacaba el titular: “Aparece en público el primer trasplantado de cara”. Sofía fijó la vista en la foto.
–Ya lo había leído –dijo Agustina–. Dicen que es un éxito pero a mí me da impresión. Es como que te mire un fantasma.
–Los ojos son de él, no del muerto.
–Pero uno no mira solamente con los ojos. Los gestos son más importantes, y se hacen con la cara. Y esa cara ya se murió.
Sofía volvió a mirar la foto y sintió lástima, una lástima sin compasión. La idea de su hija de alguna manera era cierta. Esa cara estaba muerta. Ya había tenido su tiempo con otra persona, ya había estado en un pasaporte, en un álbum familiar. Cuando giró para alcanzarle a Agustina la bandeja con las frutillas estuvo a punto de gritar: la chica se había puesto una bolsa en la cabeza.
–¿Yo soy yo sin mi cara? ¿Mi cara soy yo? –dijo con una voz grave, sin nada de gracia.
Sofía estiró la mano para quitarle la bolsa, pero Agustina la esquivó a tiempo.
–¡Sacate eso!
El celular de Agustina vibró sobre la mesada y tuvo que sacarse la bolsa de la cabeza para atender. En la pantallita azul se leía “Papi llamando”. Por primera vez, Sofía sintió el impulso de saber cómo estaría agendada ella en el celular de su hija. ¿Mamá, Mami, Ma, Sofía? ¿Existía realmente la posibilidad de que la hubiera agendado por su nombre? ¿De dónde sacaba ideas como esa?
–Ya le dije a mamá que no tengo problema. Bajamos mi cama y listo.
–Dame con él –dijo Sofía.
Eduardo no había conseguido la cama ortopédica.
Aunque se había recorrido media ciudad era imposible que la entregaran antes del lunes y para entonces ya no tendría sentido. Discutieron la propuesta de Agustina y al final decidieron que no había alternativa. Agustina la miraba como si siempre hubiera sabido que las cosas iban a terminar así.
–En serio no me molesta –dijo Agustina, abrazando a su madre por la espalda y hablándole al oído con voz dulce–. Y además ya se lo sugerí a la tía y a ella le pareció bárbaro. Dice que hasta va a quedar más lindo, más cálido. Las camas de hospital son deprimentes.
–¿Vos hablaste con tu tía?
El perro comenzó a ladrar. Parecía ansioso, como si les estuviera avisando algo.
–Yo voy –dijo Agustina, girando en el lugar para correr hacia el patio.
–Decime de qué hablaste con tu tía… ¡Agus!
Pero Agustina ya no la escuchaba, había abierto la puerta corrediza que daba al patio y los ladridos sonaron con más intensidad, y con mayor alarma.
–¡Mamá, vení!
Sofía corrió hasta donde estaba su hija y la encontró todavía de pie frente al ventanal abierto, con la vista clavada en algún lugar ahí afuera y la cara torcida en una mueca.
–¿No es el perro más tonto del mundo? –se rio Agustina.
El animal se había metido entre los ligustros y se había enganchado el collar en una rama. Cuando intentaba moverse, chillaba. Tenía los ojos desencajados. Era obvio que le estaba faltando el aire. No era gracioso. El sol caía sobre el patio dibujando reflejos dorados sobre las plantas y sobre el pelaje negro del animal. Sofía pasó junto a su hija y en dos zancadas ya tenía al perro del collar y, mientras intentaba que se quedara quieto para poder liberarlo, el perro le lamía la mano con lengüetazos amorosos.
Sofía pensó que el agradecimiento a veces se parece demasiado a la sumisión. Al menos en los perros. Y no pudo recordar quién había insistido para adoptar a ese animal. ¿Su marido, su hija? Porque estaba segura de que la idea no había sido de ella.
–Sacalo a pasear y dale de comer temprano, así a la noche está tranquilo –le pidió a su hija.
Agustina respondió que no se preocupara, que le iba a dar una pastilla para que se durmiera.
–Eso no –dijo Sofía. –Pobre bicho.
–Si sabés que la tía le tiene terror. Así por lo menos hoy duerme tranquila. Mañana vemos. ¿Te dijo que ya tiene seis gatos?
–No.
–Seis. ¿Te imaginás el olor?
–Sos mala vos –dijo Sofía.
Agustina le sacó la lengua, en un gesto muy parecido al del perro, que esperaba junto a ella como hacía siempre que alguien decía en voz alta que estaba por ganarse un paseo.
–Y hablando de malas: ¿pongo la foto de la tía y de Esther con las de la entrada o la vas a dejar escondida en la cómoda?
–Dale, ocupate de eso –respondió Sofía, resignada.
El resto de la tarde fue como una rutina de nado sincronizado en la que dos versiones de una misma energía hicieron causa común para provocar una sutil transformación en la casa. Cuando paraban a considerar opciones, siempre ganaba la necesidad de ser prácticas: Agustina para ahorrar tiempo, Sofía porque odiaba que Mónica le hiciera bromas sobre su exceso de formalidad y la comparara con su madre. Eligieron el mantel blanco, las servilletas de tela y la vajilla de diario. Hicieron espacio en el living para la cama y, para facilitar la circulación, sacaron del medio las mesas bajas, las macetas y la lámpara de pie. No pusieron flores pero lustraron los muebles para que la casa oliera a limpio. Llenaron con la carne, las verduras y las salsas recipientes herméticos que apilaron en la heladera para servir una cena fría. Dejaron cargada la cafetera, lista la bandeja con las tazas y el azúcar y el edulcorante. Vaciaron el pequeño armario del baño de la planta baja para que Mónica y eventualmente Esther guardaran ahí sus cosas personales y cambiaron las toallas de los otros. Por último, en la pared de la entrada donde había varias fotos familiares, quitaron una gran foto blanco y negro de Agustina abrazada al perro cuando todavía era cachorro y pusieron una donde Mónica y Esther estaban inclinadas de espaldas a la cámara sobre uno de los miradores de las cataratas del Iguazú.
–Nunca entendí esta foto –dijo Sofía de pie frente al muro y con las manos en la cintura–. ¿Quién se saca una foto de espaldas y la manda de regalo como si fuera la gran cosa?
Agustina se encogió de hombros y dijo:
–Te la tomás demasiado en serio.
–¿Cómo?
–Te tomás muy en serio a la tía, por eso caés en todas. La tía te pincha y vos saltás.
–¿Decís que no ponga la foto, que es un chiste?
–No, ma, eso no. Dejá, no dije nada.
Agustina le habló con el mismo tono de fastidio que usaba cuando intentaba enseñarle a bajar películas con la computadora. Una actitud que dejó a Sofía en silencio, completamente perdida, porque le hubiera gustado seguir preguntando hasta entender qué le había querido decir, en qué le estaba ganando su hermana, pero no estaba dispuesta a entender a cualquier precio. La relación con Mónica era como un rompecabezas gigante al que se le habían perdido unas cuantas piezas, y Sofía prefería no saber si su hija había encontrado una. Ya llegaría el momento de sacársela.
Cuando Agustina volvió de pasear al perro insistió con que bajaran la cama ellas dos para dejar todo listo. Esperar a Eduardo era de nenitas, le había dicho, y Sofía aceptó el desafío. Animada por la confianza que le había dado dejar la casa exactamente como la quería, un equilibrio perfecto entre el agasajo y la naturalidad de lo doméstico, pronto se encontró sosteniendo las patas de la cama, escaleras abajo, tanteando a ciegas el anteúltimo escalón, y arrepentida.
Una gota de transpiración le rodó por la frente y se le metió en un ojo. La sal la hizo pestañear y desconcentrarse, justo cuando se había animado a dar el último paso.
–¡Cuidado, ma! –gritó Agustina, que sintió que el peso que estaba sosteniendo desaparecía para recaer sobre su madre.
Sofía se torció el tobillo y el dolor le atravesó la pierna hasta la ingle como un rayo. Pero logró mantenerse en pie y no soltar la cama, que después de ese último envión ya estaba abajo. Agustina se ocupó de arrastrarla hasta el rincón, de colocar al lado una mesa de luz con un velador y hacer que ese lugar tuviera el aspecto de algo que había sido pensado así desde el principio, que esa casa siempre había tenido una cama en el living. Sofía no podía ver nada. El dolor le llenaba los ojos de lágrimas.
–¿Estás bien? –preguntó Agustina.
–Sí. Me torcí un poco el tobillo, no te preocupes.
–¿Te traigo algo?
–Andá a bañarte, mejor.
Cuando su hija desapareció escaleras arriba, Sofía aprovechó para intentar levantarse. El tobillo le dolía mucho, pero no estaba dispuesta a renguear toda la noche, mucho menos a tirarse en un sillón a dar órdenes mientras los demás se ocupaban de todo. Ella no era su hermana. Hacía falta bastante más que un tobillo torcido para que se transformara en su hermana. Buscó en su cartera y encontró el blíster de Valium. Tragó dos pastillas que le dejaron un gusto amargo en el fondo de la garganta. Si se movía despacio y hablaba sin dejar de sonreír nadie tendría por qué darse cuenta del tobillo torcido, ni de la renguera, ni del Valium. Se pondría las botas altas y con eso su tobillo, que ya había comenzado a hincharse, quedaría bien oculto. Tendría que evitar el alcohol para no andar a los tumbos. Rechazar el vino que Eduardo había comprado especialmente para esa noche no levantaría sospechas, salvo quizás en Esther, pero no lo relacionaría con un estúpido accidente doméstico y unas pastillas sino que sería un poco más retorcida, siempre a la búsqueda de un secreto. Quizá pensara que Sofía estaba embarazada y lo sugiriera frente a todos con alguna broma de mal gusto. Con cuarenta y dos años y embarazada. No creía que para su hermana eso pudiera tener alguna gracia pero a ella la idea la hizo sonreír.
Sofía recostó la cabeza en el sillón. El sedante había empezado a hacer efecto y sintió que el estómago se le calentaba, como si acabara de tomarse una taza de café recién hecho. A su alrededor, la casa brillaba con la última luz de la tarde. Todo estaba en orden.
Arriba su hija había terminado de bañarse. Escuchó el sonido de los pies descalzos de Agustina que avanzaba por el pasillo rumbo a su cuarto. Aunque estaba murmurando, también escuchó con claridad que repetía: “nunca entendí esa foto, ay, yo nunca entendí esa foto”. No había nada de afecto en el tono. No había admiración ni un intento de emularla. Había burla, y hasta le pareció que algo de desprecio. Desde donde estaba también pudo ver al perro, al que su hija en algún momento sí le había dado el sedante, porque estaba tendido de lado con los ojos entreabiertos y la respiración desordenada.
–Pobre bicho –murmuró Sofía para sí misma, mientras el sueño seguía trepando y ella sentía cada vez más y más ganas de rendirse y descansar.