Hoy el santuario de Rodrigo en Berazategui está abandonado y ya casi nadie le pide milagros a su estampita, pero hace 17 años, durante varios meses después de aquel 24 de junio frío y lluvioso, no se habló de otra cosa. No es que no pasara nada en la Argentina: la esperanza blanca de la Alianza nacía herida de muerte por el escándalo de las coimas en el Senado, Charly García se había tirado a la pileta con éxito desde el noveno piso de su hotel, Boca ganaba su primera Copa Libertadores en 22 años y Favaloro se pegó un tiro en el corazón, abrumado por las deudas. Pero la muerte de Rodrigo rompió todos los moldes.
Como era de rigor, hubo una interpretación socio-política de ese accidente fatal en la ruta La Plata-Buenos Aires: se creyó ver en esa tragedia una parábola del fin del menemismo: ascenso vertiginoso, éxito, mujeres, una 4x4 accidentada a 150 km/h, de madrugada, una muerte simple devenida en misteriosa. Pero como burda paráfrasis del diagnóstico de un conocido filósofo alemán, la historia se repitió dos veces: primero como tragedia y después como farsa.
La cultura menemista, si es que algo así existió, se hizo oír más estridentemente después de la muerte del cuartetero. Los epígonos de Rodrigo se encargaron de hacer el trabajo: familiares, representantes artísticos, periodistas, bailanteros, generaron un circo ruidoso y redituable, más compatible con el “affaire Pontacuarto” que con la sobriedad prometida por los nuevos tiempos. En tan solo un año, la “marca” Rodrigo generó unos 15 millones de dólares. Es decir, tres veces más de lo que el cantante ganó en vida. La industria del Rodrigo post mortem incluyó desde escarbar el fondo de la olla (llegaron a encontrarle y editarle un disco “unplugged”; su ex novia Alejandra buscó en un cajón un casete en el que aparecía cantando con Rodrigo el tema “Figúrate tu”, lo llevó a la compañía discográfica, en estudios lo retocaron un poco y a los dos días estaba en la calle y en las radios), el invento de bandas nuevas (de las concebidas como “tributo a…”), hasta la concreción de una película impresentable (pero taquillera), pasando, claro, por la proyección a la esfera cuartetera de la siempre lucrativa guerra de los canales: “Movete”, por América” y “Venite con Georgina”, en Azul (sí, había un canal que se llamaba Azul) dirimían sus diferencias (peleaban por el tercer puesto en el rating) con Rodrigo como grito de guerra. En los trenes, los pibes vendían casetes truchos, CD caseros, posters y llaveros con la figura de “El Potro”. En plena recesión, encaminado sin obstáculos a la implosión que ocurriría un año después, la Argentina tenía para mostrar un producto exitoso: Rodrigo muerto.
La parábola del fin del menemismo –asociada también al final de la década del 90 y del siglo XX– admite en este caso un matiz diferencial: a Menem, tras su caída, se le empezó a despegar todo el mundo. Al fantasma de Rodrigo, en cambio, se le empezaron a pegar propios, cercanos, lejanos y ajenos, hasta generar una efímera pero intensa neurosis colectiva. De un barrio de Florencio Varela llegó la noticia de que dos fotos de Rodrigo lloraban sangre, mensaje desde el más allá que se repitió en Paysandú. El suicidio de dos adolescentes, después de su muerte, se inscribió en ese mismo terreno de lo inexplicable y lo excesivo, como la reacción de su madre, Beatriz Olave, que cantó ante las cámaras pocas horas después de enterarse de la muerte de su hijo.
En Córdoba se produjo otro milagro de la fe: la imagen de Rodrigo ayudó a resucitar a Belgrano, un equipo que estaba casi condenado a irse al descenso y que, con la cara del Potro inscripta en la camiseta (como una publicidad a la inversa: Rodrigo publicitando a Belgrano) ganó en forma insólita los tres últimos partidos del Clausura, eliminó a Quilmes en la promoción y se quedó en Primera.
El primer milagro de Rodrigo, no obstante, fue ligeramente ruinoso para las cuentas públicas. Al día siguiente de su muerte, la Caja Popular de Ahorros de Tucumán perdió la suma de 1,8 millón de pesos por culpa del cantante cuartetero. Los números 827 (coincidente con la edad de Rodrigo) y 47 (la muerte), jugados masivamente por los apostadores de quiniela, salieron favorecidos en los sorteos matutinos y vespertinos.
Hubo otros pormenores, como la guerra judicial entre una parte de la familia y el manager por diferencias en las liquidaciones; la teoría conspirativa que atribuía la muerte de Rodrigo a una maniobra de la mafia, amparada por oscuros intereses económicos y políticos; la lapidación mediática y las agresiones -incluso físicas-sufridas por Alfredo Pesquera, el automovilista que había tenido un altercado con Rodrigo en la ruta minutos antes del accidente.
Todo eso ocurría en la Argentina del realismo mágico, ya sin Menem, allá por el segundo semestre de 2000. Ya en el plano de la “realidad verdadera”, en prolijos despachos el gobierno de la Alianza se encaminaba a acordar con el Fondo Monetario Internacional un blindaje de 40 mil millones de dólares, que nos protegería para siempre de eventuales accidentes económicos.