“Yo escribo rápidamente, en las primeras versiones de mis libros soy una especie de catarata –contaba Angélica Gorodischer quince años atrás-. El texto viene ya con su lenguaje, con su ritmo; cuando todavía no tengo eso, ni el tono, todavía no me pongo. Pero luego es como una exhalación, sin trastornos ni angustias: al contrario, sale con mucha felicidad. Esa primera versión puede ser divertida y tener todos los méritos que se te ocurran, pero no sirve: desde ahí yo corrijo, podo, reescribo. Puedo terminar de corregir toda una novela y empezar a reescribirla de nuevo: eso para mí también es un trabajo feliz. Claro, cuando no había computadora la cuestión era bastante brava, porque además yo soy una obsesiva y todo tenía que estar prolijito, borraba en lugar de tachar. La última versión, a máquina: y cuando una se equivocaba en el último renglón… Ahora es mucho más rápido corregir, porque son teclitas nomás, y letras de luz. La corrección es el verdadero trabajo de la escritora”.
Creía que había venido al mundo a escribir y ahí están sus treinta libros entre novelas, volúmenes de cuentos, la biografía de su madre. Empezó a publicar hacia mediados de los ’60 y ahí se enmarca el concurso de la revista Vea y lea que ganó, con el cuento “En verano, a la siesta y con Martina”. Se ha dicho muchas veces, y uno piensa que con justicia, que su nombre brilla entre la narrativa de ciencia ficción con las aventuras de Trafalgar Medrano y las historias de Kalpa Imperial, que tradujo y destacó fervorosamente Ursula K. Le Guin. Gorodischer prefería zafar de la casilla. “Yo escribo”, decía, y lo hacía con una imaginación enorme (“yo no investigo”), humor, gusto por la acción y la experimentación: que la escritura vaya por algún lado raro y se caiga al precipicio.
Gorodischer nació en Buenos Aires el 28 de julio de 1928; tenía siete años cuando su familia se reinstaló en Rosario, su ciudad: allí, en su casa, murió el 5 de febrero pasado. Lo contaba siempre: el deslumbramiento temprano por la lectura, la convicción rotunda, de niña, de que sería escritora. Su nombre también está asociado al feminismo, por el que militó y trabajó muchísimo, dio centenares de conferencias: una de las crónicas de estos días detallaba que en su biblioteca había un cartel con la inscripción “el futuro es mujer”.
La entrevista que se publica a continuación fue hecha en el invierno de 2007, en el marco del ciclo que Sylvia Iparraguirre ideó y llamó “La literatura argentina por escritores argentinos”, una serie de 24 conferencias en la Biblioteca Nacional que luego, junto a reportajes a cada uno de los autores, configuraron un libro homónimo. Dirá Gorodischer: “Hay mujeres que tienen éxito y son muy nombradas. Lo que no tenemos ni llegamos a tener nunca es el prestigio de los varones”.
Ha dicho que su estadía en 1988 en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa le cambió la vida y la escritura. ¿Nota etapas bien marcadas, a lo largo del tiempo, en su modo de escribir?
-Es cierto lo que pasó en Iowa pero etapas así, muy marcadas, no. Aquella vez estuve durante tres meses con 36 colegas de muchas partes del mundo, viviendo constantemente en el edificio de la Universidad, y eso fue una experiencia muy fuerte y maravillosa. Me dio más amplitud de horizontes, otros puntos de vista. Pero yo pienso que he ido haciendo un camino, con altos y bajos. Si me preguntaran qué clase de camino diría que no es una autopista; más bien es una especie de camino rural, bordeado de árboles. Mejorado, ni siquiera pavimentado. Y con muchas plantas alrededor. Con curvas, idas, venidas. Por ahí sube, por ahí baja un poquito.
Y los paisajes son bien variables.
-Absolutamente. De repente entramos a una ciudad del futuro, maravillosa; de repente pasamos por un pueblo infecto.
¿Cuándo descubrió que quería ser escritora?
-Me acuerdo perfectamente. A los cinco empecé a leer, no sé cómo; mi mamá decía que yo había aprendido sola, pero me parece una exageración. Esas son cosas que dicen las madres. Alguien me debe haber ayudado, una muchacha, una tía, una vecina mayor. Mi casa estaba llena de novelas, revistas, libros de arte, y yo jugaba con eso más que con cualquier otra cosa. Con muñecas jugué poco, porque nunca me gustaron; tampoco me gustan los maniquíes, las máscaras, los mimos, los simulacros en general. A los siete leía todo lo que cayera en mis manos, así me aburriera o me pareciera divino: la cuestión era descifrar esos signos sobre la página. Eso era el paraíso. Cuando leí Las minas del rey Salomón dije “yo quiero escribir esto”. Como enseguida me di cuenta de que ya estaba escrito dije “bueno, algo que sea como esto”. “Yo voy a ser escritora, listo”. Lo primero habrá sido una porquería.
Eso suele pasar con los primeros libros, vistos en perspectiva, ¿no?
-Mis primeros libros son intentos, ganas de. Y están influidos por todos los autores que había encontrado en mi vida. Fue una manera de ver cómo puede una empezar a manejar el recuerdo. Hay otros con mucho más talento que yo, que han hecho otro tipo de vida, y entonces las experiencias son totalmente distintas.
Pero es un asunto bastante común. Ahí está el caso de Bioy Casares, que reniega de sus primeros seis libros.
-Claro. Yo no reniego de ninguno. Sé que mis tres primeros no son buenos, pero tampoco son una basura. No los voy a repudiar. Son libritos que están tratando de encarar una narrativa. En el cuarto parecía que empezaba a manejar el lenguaje. Parecía. De ahí en adelante arrancó el camino ese del que hablábamos. Los primeros libros son intentos, ensayos; si uno fabricara bicicletas a lo mejor las primeras saldrían hechas una porquería, todas torcidas, pero después uno mira a otros fabricantes y dice “ahhh, la cosa es así”. Y llega el momento en que hace unas bicicletas preciosas.
¿Con qué escritores se siente emparentada?
-Sin querer compararme, porque no soy tan soberbia, me siento hermanada con Balzac, Borges, Virginia Woolf, Armonía Somers y Clarice Lispector. Estos son los más cercanos, pero hay muchos otros. Una mezcla enorme.
Las mixturas y los cruces son muy visibles y abundantes en su narrativa.
-Es que la vida es muy mezclada. Y me gusta esa cosa del hecho psicoanalítico: una cosa sale de otra, parece no tener nada que ver con la primera, y sin embargo están íntima y secretamente imbricadas. A veces me pregunto si la misión del escritor no será esa, encontrar hermandades y relaciones entre cosas que aparentemente no tienen nada que ver. Esa búsqueda me gusta.
Trafalgar Medrano es un buen ejemplo: un tipo que se va de viaje de negocios interestelares y luego cuenta sus aventuras en un bar rosarino.
-No sé si será un autoelogio, o no, pero tengo cierta facilidad para dejar que las cosas surjan. Muchas veces surgen pavadas o disparates. Pero bueno, después se arregla. Sobre todo ahora, que existe la computadora, que uno aprieta una tecla y ya está (qué horror era eso antes, cuando uno ponía un carbónico, escribía toda una página, se equivocaba en el último renglón y había que empezar todo de nuevo). Yo pongo, sale: ¿es un disparate? Fuera. ¿No es un disparate? Sigámoslo, a lo mejor vamos para algún lado. Eso no quiere decir que no tenga un plan previo. Lo tengo, pero no siempre lo respeto. Puedo traicionarlo.
¿Hay riesgos en esas mixturas?
-Claro. Eso es lo interesante. Últimamente veo muchas novelitas prolijas, correctas, bien escritas, que no tienen ningún riesgo, no me hacen perder pie nunca. Sé dónde van, por dónde, por qué vereda, del lado del sol o de la sombra, si van a cruzar o no. A mí lo que me importa es que la escritura vaya por algún lado raro y se caiga al precipicio, porque yo me quiero caer al precipicio. Quiero ver qué hay ahí, en el fondo. Y si el autor o la autora no me dan eso, cierro el libro y lo tiro, qué me importa.
¿Qué adjetivo le gusta para usted, como escritora?
-Un amigo mío, Carlos Trillo, una vez me dijo: “Sos una escritora atípica”. No sé si es cierto, o si es un poco de orgullo. Ese me gusta.
¿Por qué cree que suele considerarse a la ciencia ficción como un género menor?
-Porque muchos tienen una cosa acá, en el cerebro, cuadradita, opaca y pesada, que se llama prejuicio. No saben lo que se pierden. Eso es horrible. Todos los géneros tienen un subgénero. Así como hay novelas policiales extraordinarias y otras que no sirven ni para limpiar el piso. Lo mismo pasa con la ciencia ficción: si uno lee a Philip K. Dick, a Ursula K. Le Guin o a Lafferty dice “caramba, esta es gran literatura, con mayúsculas”. Muchos se lo pierden porque dicen “ay, no, los hombrecitos verdes con antenas”; a mí me importan un corno: si hay, los tiro. La gran literatura pone en juego un proyecto, un imaginario, un ideario, y puede hacerlo a través de un solo hombre; hay una necesidad, nomás, de poner en duda lo que nos rodea de una manera imaginativa. A J. G. Ballard, que no es el amor de mi vida –aunque reconozco que es un señor escritor-, un día le preguntaron por qué escribía ciencia ficción, si el noventa por ciento del género era basura. Y el tipo contestó esto, que es maravilloso: “El noventa por ciento de todo es basura”. Y tiene razón, carajo. Me interesa el diez por ciento restante.
¿Qué autores de ciencia ficción argentinos destaca?
-Y bueno, Borges. Si alguien escribió ciencia ficción maravillosa, Borges.
¿Qué otros?
-Ana María Shua ha escrito cosas buenas. Y Carlos Gardini.
¿Es cierto que lee poca narrativa y mucho de ciencia y técnica?
-Hay que leer de todo. Aldous Huxley lo dijo en un ensayo espléndido, “Ciencia y literatura”; hay que leer geografía, historia, mineralogía, además de narrativa. Para no limitarse, para dar cuenta de un mundo que es una mezcla unas veces maravillosa y otras atroz. Todo eso luego puede ir a parar a los textos. Mientras escribo una novela tengo un lema: “todo sirve”. Vivo en una especie de esquizofrenia, porque la novela es muy absorbente: voy al supermercado y puedo tomar algo de ahí, un detalle o un diálogo que escuché. Con los cuentos eso no me pasa: puedo estar quince días maquinando uno, pero al ir a algún lado me olvido.
¿Trabaja mucho con la oralidad?
-Sí, yo tengo buena oreja. Si algo puedo decir de mí es eso. Yo oigo. Y guardo. Palabras, frases, modalidades de voz. No es que vaya a ponerlas exactamente así; por ahí se transforma, sale de otra manera, va de un lenguaje a otro. El otro día una señora, en la cola del supermercado, decía: (voz de melodrama) “Porque el corazón de una madre nunca se equivoca”. Me pareció sensacional. Y me sirvió para algo que me pidió un médico amigo, que quería un texto para la página de su cátedra que estuviera lejanamente emparentado con la medicina. Al principio le dije que no podía escribir nada sobre el tema, pero luego me acordé de esto y dije “ya está”: puse a dos viejas que fueron a hacer la compra y se ponen a conversar, lo mal que está todo, se han perdido los valores, ya no hay respeto, y de ahí se ponen a criticar a los médicos. Causó sensación, les dio mucha gracia. Tengo oreja para esas cosas.
Tiene tres hijos. ¿Cómo influyó eso en su escritura?
-Fue bravo. Porque yo tenía un marido, tres hijos, una casa y un trabajo fuera de casa. En esas condiciones escribí siete libros. Esto suena a triunfalismo, pero no: uno siente un fervor por hacer algo y lo va a hacer pase lo que pase. Yo soy dormilona, me gusta mucho dormir, y bueno, no dormía. Me levantaba a las tres de la mañana para escribir. Sacaba la máquina de debajo de la cama y escribía. Me dormía en el trabajo, en el ómnibus, en todas partes. Es lo que le pasa a una mujer cuando quiere escribir: tiene triple jornada. Y se la tiene que bancar, no hay nada que hacerle. Me dicen: “Sí, pero Kafka también tenía muchos inconvenientes”. Sí, pero a Kafka la mamá le planchaba la camisa, caramba. Y a Proust le calentaban la cama, escuchame.
Este asunto de género es muy fuerte en usted, porque ha estudiado el tema en profundidad y en distintas direcciones, y ha participado en infinidad de conferencias, congresos. Es como una especie de gesta.
-Cuando era chica creía que el género privilegiado era el femenino. Porque nos iba regio: las mujeres nos divertíamos una barbaridad, íbamos a fiestas, al cine, al teatro, tres meses de veranear. Todo era fantástico y divino, los pobres hombres laburaban como locos, estaban siempre ocupados, con la cara hasta acá, terrible. Después crecí y me di cuenta de que había algo que andaba muy mal y empecé a tratar de pelear; pero como no sabía hacerlo, porque no tenía elementos, me puse a leer. Leí mucho (se ríe). Tengo toda una pared en mi escritorio llena de libros sobre estos temas en castellano, francés e inglés. Leo perfectamente en los tres idiomas. Y con ciertas dificultades el italiano y el portugués. Pero bueno, me construí el aparato ideológico.
Pero esa vertiente va por otro lado, no tiñe su narrativa.
-No, y además me revientan las novelas ideologizantes. Si quiero demostrar algo, escribo un ensayo. O una conferencia. O un panfleto. Pero una novela es otra cosa. En una novela o en un cuento yo quiero contar una historia. Por ahí hay un personaje machista, como Trafalgar Medrano; pero es un tipo sensacional, así que no tiene importancia.
¿Sigue creyendo que se discrimina a las escritoras?
-Lo que quiero decir es lo siguiente: por supuesto que a las escritoras se nos publica, y algunas tienen éxito en el sentido de ganar mucho dinero, pero son justamente las que escriben mal. Las que escriben esas novelas estúpidas en las cuales las mujeres somos divinas, estupendas, inteligentes, maravillosas, cosas que no son ciertas, y además sufrimos a causa de los varones, cosa que tampoco es cierta. Hay mujeres sensacionales y otras que más vale perderlas que encontrarlas; con los varones pasa lo mismo. Pero el hecho de que las mujeres seamos personas es un hecho muy difícil de tragar. Muy difícil. Porque enseguida nos encuadran en un arquetipo, somos santas o putas, madres o brujas, comehombres o traidoras. Un montón de cosas, pero personas no. Contra eso es que hay que pelear. Tenemos éxito, incluso; y digo tenemos no porque sea un best seller, aunque por ahí mis libros se venden, la editorial me los acepta; hay mujeres que tienen éxito y son muy nombradas. Lo que no tenemos ni llegamos a tener nunca es el prestigio de los varones. No hay eso ni para las mujeres que escriben mejor que los varones. Porque Clarice Lispector escribe mucho mejor que Vargas Llosa, pero cuando vino el boom el que estaba ahí era él. Es un ejemplo, nomás, entre tantos. No hubo boom para las mujeres.
¿A qué escritoras argentinas, diría, no se les reconoce el prestigio?
-Griselda Gambaro. No te digo las que se han muerto, porque como ya no molestan… Si se han suicidado, mejor. Olga Orozco y Diana Bellessi son escritoras con un nivel extraordinario.
La situación, de todos modos, ha mejorado en los últimos tiempos, ¿no?
-Sí, un poco. En la crítica seria. No hablo de la crítica críptica, sino de la seria. La gente que lee poco termina leyéndola a Marcela Serrano. Dios mío. Ha mejorado, sí. En el siglo XIX, a principios del XX, las mujeres tenían que escribir opúsculos morales y chau. Y sin embargo las mujeres estamos escribiendo desde el siglo III. Yo hice una antología que recorre diecisiete siglos con textos de mujeres. La Edad Media estaba llena de mujeres que escribían. Están tapadas. Y no es casualidad.