Osvaldo Peredo murió el mismo día en que se publicó en las plataformas digitales su disco El cantor. La coincidencia puede tener múltiples significados, es mágica, triste y reveladora al mismo tiempo y abona la romántica idea de la eternidad a través del arte. El día que apagó su voz, Peredo nos consuela con un otoñal disco de tangos nuevos.
Todo se desarrolló en armonía, como si respondiera a una planificación. Aprendió y grabó los temas con plena conciencia de la enfermedad que padecía. Lo irreversible le dio más temple. Alcanzó a escucharlo entero los primeros días de enero, vio la tapa, el arte y se mostraba satisfecho. “Ya está. Es hermoso. Que tenga su propia vida. Yo ya me desentiendo”, le dijo a Javier Sánchez en su casa-estudio. Sánchez fue el productor y el autor y compositor de las diez canciones de El cantor. Resulta llamativo no solo la solidez de la escritura de Sánchez, sino cómo logró que la arquitectura de las canciones se amoldara a lo que proyecta la figura de Peredo. Son tangos y valsecitos que se escuchan clásicos y modernos, sencillos, sin pretensiones, como él. En perspectiva, el disco suena como una despedida y una posta: con su temperamento forjado en cantinas, Peredo fue uno de los artistas que mejor sintonizó con las nuevas generaciones. El cantor funciona como un legado o un manual de estilo.
Recordemos: Osvaldo Peredo nació en Boedo en 1930, en los empedrados alternaba el tango y el fútbol, jugaba de cinco, se probó en San Lorenzo mientras cantaba en orquestas amateurs, llegó a tercera división y una serie de causas y azares lo depositaron en el club Sporting de Barranquilla, Colombia. Jugó un tiempo, luego abandonó y se fue a Medellín a trabajar como cantante de tangos sobre la huella abierta por Carlos Gardel. Sacó tres discos y más tarde fue tentado para ir a trabajar a Venezuela: “Cambié la plata de la falopa por la del petróleo”, comentaba sobre el dinero dulce de su sinuoso derrotero laboral. Volvió en los años ’60 y alternó la bohemia del cantor de esquina con otros oficios, como encargado de edificios, taxista y vendedor de libros. En los ’90 fue descubierto, como una piedra preciosa, por la camada que hoy ronda los 50 años –la de Ariel Ardit, Ignacio Varchausky, Cucuza Castiello- en las madrugadas de El Boliche de Roberto, en Almagro.
Las señales y pericias de ese itinerario vital se escuchan en cada interpretación de los tangos de El cantor. Javier Sánchez es parte de esa generación que quedó embelesado con su figura. Le propuso grabar un disco a fines del 2018. Peredo tomó el desafío con seriedad y a su manera: se encontraba en la casa de Sánchez ubicada a pocas cuadras de la cancha de San Lorenzo, almorzaban, tomaban unas copas de vino y a la tarde iban probando voces sobre pistas. No es sencillo aprender canciones nuevas. Peredo así lo quiso: no le interesaba volver una y otra vez con "Naranjo en flor", "Como dos extraños", esas piezas gastadas por su uso. El repertorio debía ser nuevo. En el medio del proceso, el disco cayó en el pozo ciego de la cuarentena. La idea original de Sánchez era grabarlo con orquesta, pero entre los parates de la pandemia y la limitación económica, se impuso un concepto más acotado, de patio si se quiere, y llamó a Juan Martínez y Felipe Traine: voz, guitarra y guitarrón. El registro de la maqueta estuvo listo en pocos meses, pero Peredo no quedó contento con su voz de referencia y pidió grabar todo de nuevo. A los 91 años y enfermo Peredo supo esperar, como se lo escucha esperando en el disco, que canta, se detiene y cae donde quiere caer dentro del compás. Como se suele decir: Peredo cantó con el interés y no con el capital.
El vals que titula el disco empieza: “Bajo el amparo de un viejo parral suenan las cuerdas templadas al sol / como el pierrot de un lejano carnaval agita su corazón. / Reina la noche perfuma su voz de vino tinto, de luna y azahar / Serenatero, mágico cantor renace para cantar”. Peredo renace para cantar y con su fraseo veterano pone a circular piezas que, aunque nuevas, llevan el ADN de los tópicos del género. El tango que abre, "Calle Rincón", es una destemplada semblanza de cualquier barrio actual. Queda en Balvanera, pero podría ser Boedo, Once, Patricios. Como el Polaco Goyeneche de Pino Solanas, Peredo es un “diseur” sentado en una silla en la vereda. Canta, como alguna vez él mismo dijo de Carlos Gardel, “con la naturalidad de quien se está afeitando frente al espejo”. La miseria muerde los talones del costumbrismo del tango, y aquí no hay idealización: es el retrato de la degradación del arrabal. El tema ofrece líneas dispersas que forman la trama de una pintura impresionista, y la voz –antigua y dulce- da una legitimidad extra. “Cantan los perros sus penas ladrando milongas en tono menor y un reo borda sus venas con una agujita enhebrada en cocó/. Pasan los carros tirados por niños ancianos de chapa y cartón / El chino frente al mercado cuenta moneditas que a alguien le zarpó./ Los pibes chorros del barrio y un vinito en caja brindando al calor de un faso que arde en el tarro con que Coca Cola refresca mejor (…) Barrio de casas tomadas de clandestinos sin voz/de pibas enamoradas de un 4 X 4 que nunca volvió. /Me abre sus pechos la noche al son de la cumbia lejana de un bar / Veo manguear entre los coches a un chango flaquito con su malabar”.
“Me vienen a buscar por sobreviviente”, decía con ironía hace años, cuando los chicos y chicas del tango lo frecuentaban como a un oráculo. Se comparaba con los viejitos de Buena Vista Social Club y ahora, desde el presente, se observa en la analogía una mezcla de justicia tardía y sin sentido. Quedan sus discos. En el puente tendido entre los años de oro del género y el reverdecer del nuevo milenio, la importancia de Peredo es la que cada uno le quiere asignar. O la que cada uno puede descubrir. Escuchar El cantor es enfrentarse a un cofre que alberga secretos. No se los llevó a la tumba; los dejó ahí, encriptados en un disco editado en tiempo de descuento. En la voz de Peredo, en su cansada entonación, en su misterio, en esos tangos sin tiempo, se intuye una esencia perdida, una sabiduría.