En la década de 1980, la locura por el arte contemporáneo se apoderó del East Village, con los grafitis subversivos de Keith Haring y con Jean-Michel Basquiat en el candelero. En la galería International With Monument, que no estaba lejos de donde yo vivía, se exhibían tres peceras con pelotas de baloncesto que flotaban en el agua iluminadas por focos. Impresionaba, sí, pero más aún su precio, que era varias veces superior al del alquiler anual de mi vivienda. Al mismo tiempo, junto a los aparcamientos de Cooper Union, barridos por el viento, se podía ver a un artista alto y flaco, encogido y envuelto en un abrigo de lana, vendiendo las bolas de nieve que yacían a sus pies.
Empecé a trabajar en el turno de noche de una imprenta cerca de la esquina oeste de la calle Trece y la Décima Avenida. Allí, en el Distrito de la Carne, los mataderos y las plantas empaquetadoras ya estaban empezando a clausurarse, pero el aire apestaba a sangre todavía. Los palés de madera desechados se amontonaban en las aceras y en invierno los vagabundos los cogían para echarlos a un bidón vacío y prenderles fuego. Luego se arracimaban en torno de la hoguera, bebiendo y parloteando, con las caras enrojecidas por las llamas. Cuando iba al trabajo, al anochecer, pasaba cerca de ellos, con una caja de donuts en la mano, masticando con delectación.
Todo en mi vida parecía transitorio: mi estatus de inmigrante, mis domicilios, mis ingresos. Pero el camino convencional de acumulación de valores –conseguir un título, un pasaporte estadounidense– no me interesaba nada. Lo único que quería es que me dejaran en paz, porque no tenía ninguna intención de cambiar de costumbres. Estaba llevando el nihilismo hasta el extremo y era esta confusión vital la que le daba un sentido a mi existencia. Aun así, sabía que las posibilidades nunca se agotaban por completo y que la vida era una gran obra de arte donde también tenían cabida la desilusión y el desorden.
Un día, mientras echaba una ojeada en el sótano de la librería Strand, en Broadway, me encontré con un libro de Andy Warhol, Mi filosofía de A a B y de B a A, firmado por el autor en las guardas. Aquel fue el primer libro en inglés que leí de cabo a rabo; estaba escrito en un lenguaje parecido al que se usa en Twitter. Disfrutaba del hecho de leer y de pensar en el placer que me procuraría comprender del todo alguna vez lo que leía. Me sentía apegado a aquel libro, igual que un keniano se siente con su bastón y nunca lo abandona. Me hice con varios ejemplares, la misma edición con la misma cubierta, y leerlo sin entenderlo del todo se parecía a una ceremonia religiosa. Si lo hubiera comprendido del todo, aquella comprensión se habría disipado al instante, estoy seguro.
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A finales de diciembre de 1984, en una lectura poética celebrada en St. Mark’s Church, un Allen Ginsberg de barba poblada, vestido de negro, leyó sus poemas en la tribuna mientras una multitud lo escuchaba con atención. En sus versos, hablaba de su reciente viaje a China: “Me enteré de que el Gran Salto Adelante llevó a la inanición/ a millones de familias, que la campaña antiderechista contra la ‘morralla’ burguesa mandó a poetas revolucionarios/ a palear mierda en la provincia de Xinjiang una década antes/ de que la Revolución Cultural condujese a frías chozas y a la hambruna a incontables millones de profesores en los campos del noroeste”.
Ginsberg era como el fuego de un brasero que atraía con su calidez a la gente en esa noche de invierno. Cuando acabó, me fui hacia él y le dije que era hijo del poeta revolucionario del que acababa de hablar. Conforme escuchaba, se le iban abriendo más y más los ojos, y, mientras me miraba con intensidad, me dijo que el recuerdo más entrañable de su viaje a China era el abrazo que mi padre le dio. Salimos de la iglesia y fuimos al Kiev, un restaurante ucraniano que estaba al lado. Cuando le comenté que no tomaba café, me pidió un batido de huevo.
Allen, que por entonces tenía cincuenta y tantos años, vivía en la calle Doce Este, en un piso que había heredado de su madre. Las estanterías estaban combadas por el peso de tanto libro y en algunas partes el suelo se veía desgastado. En el rincón de su dormitorio había un pequeño altar budista y sobre él una palabra sagrada que había escrito su gurú. Estaba enseñándomelo cuando súbitamente se giró hacia mí y entonó un largo “Aaaaaah”, su mantra de iluminación.
Allen no se separaba nunca de su cámara Olympus; con ella registraba cada instante de su día a día. Daba igual que casi no hubiera luz, nunca usaba el flash, y, aunque las fotos tuviesen demasiado grano, sus sombras eran ricas en matices. Nunca se cansaba de fotografiar las localizaciones que podían verse desde la ventana de su cocina.
La noche de Navidad de 1987, Allen recitó su extenso poema “Sudario blanco” en mi sótano. Lo había escrito para su madre, una activista radical que lo introdujo en la política a una edad temprana y que solía caminar desnuda por la casa. Allen me recordaba a mi padre, los dos eran como niños que no llegaron a crecer. El mundo había encontrado en sus conciencias un santuario y, cuando murieron, ese mundo murió también con ellos.
Un día, una mujer con el pelo cano se acercó a nosotros corriendo para saludar a Allen mientras estábamos charlando en el exterior de Cooper Union. Me la presentó como Susan Sontag, y a mí a ella como un filósofo chino, a pesar de que llevaba un bloc de dibujo y me dirigía a Greenwich Village para dibujar turistas.
Pero Allen no fue siempre tan halagador. Una vez, mientras examinaba un álbum de mis obras, me dijo: “La verdad es que no se me ocurre a quién puede interesarle un artista chino”. Todavía recuerdo aquello como si me lo hubiera dicho ayer. Nunca vi a Allen como un poeta estadounidense –incluso siendo indudablemente verdadera su condición de hijo de Estados Unidos–; muchos tenían una visión del mundo que no trascendía las fronteras de su país, pero la perspectiva de Allen era global. A Estados Unidos le gusta verse a sí mismo como un crisol, pero se parece más a una cuba llena de ácido sulfúrico que disuelve la variedad sin ningún escrúpulo.
En otra ocasión, Allen estaba absorto escuchando mis historias sobre mi padre y nuestra vida en el exilio. Me miró entonces a través de los gruesos cristales de sus gafas y me dijo: “Tienes que poner todo esto por escrito, tus memorias. El primer pensamiento es el más importante”. No comprendí lo que dijo, porque no me sentía ligado a mis recuerdos: era como si no me perteneciesen. En los episodios que mejor recordaba, mi existencia se borraba, y escribirlos habría sido como lanzar al aire un puñado de arena. Tardaría décadas aún en darles cuerpo a todos aquellos recuerdos.
Una vez, en el piso de Allen, vi a un jovencito durmiendo en su cama. En aquel momento de su vida –me dijo con amargura– ya no estaba en condiciones de dar, solo de tomar. Pero yo recuerdo a Allen siempre joven, siempre dando, desinteresado siempre. Cuando me fui de Nueva York, no me despedí de él. Más tarde me enteré de que, en sus últimos días, gravemente enfermo ya, trató de conseguir mi número de teléfono.
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Cada vez pintaba menos. Tenía miedo de acabar como Van Gogh si me ponía en marcha y luego no encontraba el modo de parar: un artista problemático en una habitación atestada de cuadros. Además, me molestaba tener que estirar un lienzo sobre el bastidor y nunca me gustó el olor del óleo ni el de la trementina. Ya no tenía paciencia con la pintura y aún debía encontrar un lenguaje visual que la reemplazara y me satisficiera.
A mediados de la década de 1980, el mundo del arte se regodeaba aún en el neoexpresionismo alemán –lienzos enormes, pinceladas crudas, sobreactuadas–, mientras que yo me inclinaba más bien por las tendencias contraculturales dadaístas. Fusioné un violín y una pala, incrusté un condón en un impermeable del ejército chino y, con una percha de alambre, confeccioné un retrato de Marcel Duchamp. Fue la obra de este la que me cautivó en el Museo de Arte de Filadelfia, recién llegado a Estados Unidos, y fue su visión del arte como experiencia intelectual, y no solo visual, la que me inspiraría durante toda mi vida. Su interés por los objetos cotidianos, por el “readymade”, ya estaba dejando huella en mis propios trabajos artísticos.
Fue en este momento cuando realicé mi primera exposición individual, Old Shoes, Safe Sex, en la galería Art Waves, en el Soho. Aunque la muestra pasó más bien sin pena ni gloria, para mí fue un acontecimiento histórico. Tan solo una reseña, en la revista Artspeak, habló de ella, pero en estos términos: “Como un certero puñetazo dadaísta que nosotros, en Occidente, donde rebelarnos contra quienes nos precedieron es una tradición en sí misma, solo podemos aplaudir, por su audacia y por su calidad artística”.
“No tengo ninguna duda”, seguía diciendo el reseñista, “de que a Duchamp le habrían encantado estos homenajes y habría promocionado el talento irreverente de Ai Weiwei”. Yo estaba contentísimo por semejante crítica, pero no vendí ni una sola obra.
Casi al mismo tiempo, otros dos trabajos míos se encontraban en una exposición colectiva en el East Village. Cuando la muestra terminó, en lugar de llevármelos a casa, los eché a un contenedor de basura; los hay por todas partes, en las calles de Nueva York, y no sería nada raro encontrarse algunas obras maestras en ellos. Debí de mudarme unas diez veces mientras viví en la ciudad y las obras de arte eran lo primero de lo que me deshacía. Estaba orgulloso de ellas, claro que sí, pero una vez las terminaba, nuestro idilio llegaba también a su fin. Nada les debía y nada me debían, y me habría sentido tan avergonzado si me las hubiera vuelto a encontrar como si en lugar de piezas artísticas hubieran sido exnovias. Si no iban a estar colgadas en la pared de alguien, entonces no valían nada de nada.
Me ganaba la vida como artista de acera, principalmente junto a Christopher Street, en Greenwich Village, aunque también, algunas veces, en Times Square. Dibujaba retratos al carboncillo y al pastel. Cuando miraba a la gente que salía del metro, saber quiénes eran o de dónde venían me importaba un comino, lo único que me interesaba saber era si estaban dispuestos a concederme quince minutos de su tiempo para que les hiciera un retrato. Una vez empezaba alguno, rápidamente se empezaba a formar una fila detrás de mí y ya no tenía ni un segundo libre para picar algo o ir al baño. Los turistas nacionales eran los modelos más fáciles de complacer; los extranjeros, especialmente los israelíes y los indios, los más difíciles.
No se necesitaba mucha imaginación para hacer aquellos bocetos y yo veía a mis clientes alejarse tranquilamente con su retrato bajo el brazo, llevándose consigo mi ideal. Sabía ya que nunca sería otro Picasso, pero al menos, gracias a esto, podía pagar el alquiler y la factura de la calefacción.
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En 1987, a mitad de mi estadía en Nueva York, puse por escrito algunos de mis pensamientos y los publiqué en la revista china de poesía Yixing. He aquí algunos:
“El arte tiene su propio lenguaje. Este puede ser antiestético o irracional, pero da lo mismo, es el lenguaje del arte”.
“El comportamiento negativo tiene implicaciones positivas”.
“Cuando la gente habla de alguien con talento, suele decir: ‘Hizo cosas importantes’. En el futuro, cuando se hable de alguien con talento, se dirá: ’No hizo nada en absoluto’”.
Yo me había dado cuenta ya de que el arte no era más que una identidad. Liberarse de las restricciones no le garantizaba a uno la libertad, puesto que esta se expresa mediante la valentía, la asunción constante de riesgos. Afrontarla no es tarea fácil, se esté donde se esté y en el momento que sea. No quería dar explicaciones sobre mi forma de vivir porque no quería que me catalogaran de tal o cual manera, y lo que se me presentaba por delante era una extensión ilimitada de vida sin objetivo alguno y sin sostén.
Andy Warhol murió aquel año, 1987. Había sido un producto creado por sí mismo y por su habilidad para la autopromoción; la comunicación era la esencia de sus actividades. Creó una realidad que desafiaba los valores convencionales de la élite. Nadie lo ha definido con más claridad que él mismo:
“Creo que todo el mundo debería ser una máquina, creo que todo el mundo debería gustarle a todo el mundo”.
“Me gustan las cosas aburridas, las que son exactamente iguales y se repiten una y otra vez”.
“No estoy nunca fuera de lugar, porque no he tenido lugar nunca”.
Una semana antes de morir, Warhol escribió en su diario: “Un día realmente corto. No ocurrió nada más. Fui de compras, hice algunos recados y volví a casa, hablé por teléfono... Sí, eso es todo. Un día realmente corto”.
Aunque Warhol y yo no teníamos nada que ver el uno con el otro, su muerte agudizó mi sensación de vacío.