“Una fábula sobre una verdadera tragedia”. La frase se imprime sobre la pantalla en negro antes de dar paso a las primeras imágenes de Spencer, la nueva película de Pablo Larraín. Un anuncio, una advertencia, una declaración de principios para una película que se quita el velo del rigor histórico y decide abrazar el poder de la fabulación. La historia transcurre durante las vacaciones de Navidad de 1991 en el castillo de Sandringham, en la región de Norfolk. Allí los Windsor tiene una de sus propiedades y ese espacio rodeado de arboledas se convierte en el terreno propicio para una despedida. La de Diana Spencer de sus sueños, la de la familia real de su farsa perfecta. La princesa de cuento de hadas deja en su lugar a una mujer herida y eufórica. “Es un momento de victoria”, declaraba Kristen Stewart en una larga entrevista con Deadline a la hora de describir la gestación de esa extraña criatura en tránsito. Y ella sabe de cuentos de hadas y de renacimientos, de mitologías rotas y saltos al vacío, por ello su Diana se teje en ese encuentro imprevisto entre aquella princesa del pueblo masticada por los medios y la estrella de Crepúsculo convertida en la prometedora actriz de su generación. En el medio Larraín hizo su magia, dibujó una película donde parecía que no había nada más para decir.

Spencer se estrenó en el Festival de Venecia del año pasado y desde entonces ha reinstalado la discusión sobre la popularidad de las biopics, la fascinación del público con la tragedia detrás de la fama y la tentación de comprimir a un personaje en un momento de su vida. “Creo que nunca he hecho una película biográfica”, contaba el director en una entrevista con Vulture que negaba en su título toda voluntad de reinvención de la narrativa biográfica. “Creo que Neruda y Jackie y Spencer son películas sobre personas en circunstancias en las que todo está a punto de estallar. No son realmente análisis biográficos; no se proponen el estudio de la vida de alguien”. Spencer se sitúa en un vértice de la vida de Diana: el fin de semana en que decide separarse del Príncipe Charles. Sin embargo, la historia no recorre esa meditación razonada sino que propone un viaje interior, un regreso al pasado de su identidad antes de la Corona, un espectral encuentro con sus miedos y sus fantasmas. Ambientada en un espacio ý un tiempo irreal, en ese castillo lindante con la tierra de los Spencer, durante la infancia de Diana, la película atrapa la esencia de su personaje en esos tres días que pusieron fin a un encantamiento que había durado demasiado.

Si bien Spencer fue forjando su camino en el espejo de la realidad, entregando a la prensa y publicando en las redes sociales las fotografías de Kristen Stewart vestida como Diana Spencer, con su pelo rubio y radiante, los velos y los sombreros, decidió correrse de la recreación de escenas públicas y concentrarse en el mundo puertas adentro de Sandringham, en ese fin de semana crucial para el resto de su vida. En ese gesto debió competir con el estreno de la cuarta temporada de The Crown, serie que desde la pluma de Peter Morgan reimaginó la narrativa oficial de la Corona con la perfecta elegancia del chisme de salón. Steve Knight, quien ya había colaborado con Larraín en el guion de Jackie (2016), decidió dejar de lado el abundante material que se filmó y escribió sobre la princesa y consultar a las fuentes directas que estuvieron presentes aquel fin de semana. “No vi ningún documental, ni leí ningún libro, ni miré ninguna ficción; logré comunicarme con personas que estuvieron allí ese fin de semana y me basé en sus testimonios”, explicaba en una breve entrevista con Deadline en diciembre pasado. “Esas conversaciones se convirtieron en una serie de peldaños a partir de los cuales Pablo y yo logramos tejer la fábula: la mirada de Diana sobre ese mundo que la rodeaba, sobre lo que significaba ser la esposa de Charles”.

FOTO DE PABLO LARRAÍN

Para Larraín, “Diana es alguien a quien creemos conocer pero que persiste como un misterio. A diferencia de Steve, vi todo el material disponible sobre ella y cuando más veía, menos sabía”. Esa atracción por el misterio también impulsó a Larraín a la elección de una actriz como Kristen Stewart, escapando a todo intento de interpretación mimética que suele proliferar en los abordajes de figuras públicas. Junto a su hermano y productor Juan de Dios, Larraín inició el proyecto de Spencer a partir de un contacto con el productor británico Paul Webster (Expiación, Promesas del Este, Locke) después de la experiencia que había significado Jackie en su carrera. La idea cobró forma con la participación del equipo alemán, los productores Jonas Dornbach, Janine Jackowski y la directora de Toni Erdmann, Maren Ade, que abrieron las puertas para el rodaje en un castillo de Alemania que recreaba Sandringham. Sin embargo, la película se puso en marcha cuando Larraín consiguió interesar a Stewart, a quien venía siguiendo desde su deslumbrante interpretación en Personal Shopper (2016) de Olivier Assayas. “Ella creó un personaje capaz de vivir una ilusión de la manera más íntima y misteriosa”.

La película captura a su personaje como “una pieza a punto de caerse de una mesa, justo antes de que se rompa”. La metáfora le pertenece a la actriz que le dio vida a esa mujer que moría cuando ella tenía solo siete años. Kristen Stewart convivió con el acento hasta que lo convirtió en algo físico e involuntario, caminó por los jardines de la locación hasta cansarse, se probó los vestidos y los sombreros como Diana en aquellas jornadas tan decisivas, pero al final fue solo cuestión de asomarse a la cámara, de entrar a escena como si hubiera nacido para ello. “Recuerdo el primer día del rodaje cuando Kristen entró caminando hasta asomarse en cuadro. En ese momento pensé: ‘Ya está. Es esto lo que buscaba’”, explica Larraín con entusiasmo en la charla que compartió con Stewart y Deadline. “Todo el mundo me ha preguntado cuál fue el primer momento en que sentí al personaje”, agrega Stewart. “Y fue en ese primer momento en que descubrí que estaba naciendo la película. Estábamos los tres juntos, Pablo, Claire (Mathon, la directora de fotografía) y yo y sentí que lo habíamos conseguido. Vi a Claire alejarse de detrás del visor y percibí esa mirada de ‘algo acaba de suceder’. Era como si todos hubiéramos visto al mismo fantasma”.

CINE DE FANTASMAS

Pablo Larraín ya había hecho una película de fantasmas y mitologías antes de Spencer. Jackie cuenta la historia de los días posteriores al asesinato de John Fitzerald Kennedy en Dallas desde la perspectiva de la Primera Dama (interpretada por Natalie Portman). La historia tiene como eje una entrevista brindada por Jackie tiempo después de la muerte de su esposo, de su salida de la Casa Blanca, de aquel terror que pareció inundar el mundo tras el asesinato político. A lo largo de esa conversación con un periodista, la preparación del funeral y el desconcierto de su futuro se entrelazan con recuerdos de un programa de televisión emitido durante la presidencia de Kennedy. Revelaba orgullosa ante las cámaras la redecoración de la Casa Blanca, la conversión de ese mausoleo en un lugar donde vivía gente real, no solo cuadros colgados en las paredes. Larraín unía en la memoria de su personaje la gestación de la mitología de Camelot con el final de ese cuento de hadas de manera brutal y sangrienta, un disparo que desparramaba los sesos de su marido sobre el vestido rosa como mancha indeleble del final de una era.

En Spencer también hay una mitología que se agrieta, un cuento de hadas que se desintegra ante la mirada perpleja de quien resulta testigo y protagonista. Diana llega a Sandringham después de una accidentada excursión por las tierras fronterizas de los Spencer, un campo abierto presidido por un espantapájaros que todavía lleva el abrigo viejo de su padre. Diana corre sin pausa a través del campo, impregnada de ese clima grisáceo del invierno, ceñida por el verde intenso de las copas de los árboles. La fotografía de Claire Mathon, artífice de los colores de Retrato de una mujer en llamas (2019) de Céline Sciamma, envuelve la figura aniñada de Stewart en su excursión al castillo gótico de su infancia, acurrucado al lado de la estancia de los Windsor, tímidamente desplazado de la Historia. Su memoria se aferra a su apellido como a esas paredes que la vieron corren de niña, ahora desnudas por el peso del tiempo y el olvido, acompañadas por los acordes de la música de Jonny Greenwood, perfecto contrapunto visceral a ese responso por una vida tempranamente extinguida.

En el coche fúnebre que traslada el cuerpo de John Kennedy desde el aeropuerto de Washington a la Casa Blanca, Jackie interroga al chofer sobre los presidentes asesinados en el pasado sangriento de Estados Unidos. Recorren uno a uno esos nombres desconocidos hasta llegar a Abraham Lincoln, muerto por poner fin a la Guerra Civil y terminar con la esclavitud en el siglo XIX. ¿Qué quedó de aquel legado? se pregunta Jackie entre sollozos. La esposa de Lincoln murió en la pobreza subastando el mobiliario que conservó de su paso por la Casa Blanca. ¿Qué recordará la Historia de la era dorada de los Kennedy? El fantasma de la mujer de Lincoln ahora la acompaña como una ominosa premonición de su futuro, mientras Lyndon Johnson y su equipo ocupan escritorios y se preparan para definir el destino de la Guerra de Vietnam. En su película Larraín modela ese sueño de Camelot como un desfile de fantasmas en la memoria de una mujer que fue también la princesa de su propia fábula. Sus miedos no esquivan su vanidad: el anhelo de un desfile junto al cuerpo de Kennedy que la deje grabada en la Historia, que la eleve por encima de esos monstruos que todavía la persiguen.

En una de sus noches en el palacio de Sandringham, Diana imagina la visita de Ana Bolena, la segunda esposa del rey Enrique VIII, decapitada por traición. Los Bolena son lejanos antepasados de la familia Spencer y la biografía que Diana lee con fruición en esas noches de insomnio resulta una extraña anunciación de su propio destino. ¿Será el del matrimonio infeliz o el de la muerte temprana? El fantasma de Ana Bolena, con su vestuario de la era Tudor, su lánguido rostro consumido por la advertencia, su frágiles huesos camino al cadalso, infunden a la película ese estado de ánimo suspendido entre la pesadilla y la vigilia, preñado de señales que anuncian la caída. La contracara de esa subterránea amenaza es el diurno ritual de las regulaciones: vestidos para el desayuno, trajes para la misa de Navidad, el collar de perlas que recuerda el regalo que Charles obsequió a su amada Camilla. Así el cuello de Diana carga en las infieles joyas el mismo peso de la condena que decapitó a Ana, una carga espesa e indigna, afilada en la mirada de los sirvientes que cuidan las reglas y el protocolo, en el desprecio de esa familia política que la ignora.

“Son dos mujeres claves para la historia del siglo XX, vinculadas a familias poderosas, que lograron tener sus propias identidades y trataron con los medios de comunicación de una manera particular”, señala Larraín sobre las frecuentes comparaciones entre Jackie y Spencer en una entrevista con IndieWire en septiembre del año pasado.”. “Pero creo que si Jackie trata sobre la memoria y el dolor, Spencer aborda la identidad y la maternidad”. La relación con sus hijos define amplio pasajes de la película, aquellos que suponen la conexión con un entorno real, lúdico, poblado de risas aunque también de peligros. En la aspiración a la fábula, Larraín recrea momentos de intimidad que resultan universales, imaginados a partir de la resistencia pública de Diana al desapego y la frialdad impartida por la Corona a los integrantes de la monarquía. En una de las pocas conversaciones que mantiene con Charles durante un juego de billar, el príncipe le aclara que uno siempre tiene que ser dos: el real y al que le toman las fotos. Es esa escisión la que fracasa en Diana, la amalgama entre su persona y su personaje resulta indeleble, dolorosa. Y Larraín diseña con precisión ese mundo que la envuelve y la atenaza: los recorridos geométricos de los autos, los horarios estrictos de las comidas, las posiciones exactas en la foto familiar. No hay margen para el extravío, la tardanza o la distracción.

UNA MUJER BAJO INFLUENCIA

“Era una mujer normal atrapada en un contexto muy controlado”, relata Larraín a IndieWire. “Aunque provenía de un ambiente aristocrático y estaba cerca de la realeza, se convirtió en un ícono de las cosas comunes”. Ese intento de desempolvar los rasgos humanos detrás de la representación se transforma en un camino novedoso hacia el personaje, ajeno a las diversas aproximaciones que intentaron explicarla. Diana (2013), aquella película del alemán Oliver Hirschbiegel que recreaba los dos últimos años de la princesa y su romance secreto con el cirujano paquistaní Hasnat Khan, afirmaba su lugar de heroína trágica, dueña de un amor imposible, presa de una vida de lujos y privilegios. Naomi Watts copiaba a la Diana pública y la replicaba en la intimidad de sus citas a escondidas, sus fallidos intentos culinarios, sus confesiones entre las sábanas. En La reina (2006) de Stephen Frears, escrita por el propio Peter Morgan con el material que suponemos actualizará en la inminente temporada de The Crown, Diana operaba como un hueco, un fantasma que asediaba el equilibro oficial de los Windsor, que revelaba el lado oscuro de la foto pública. Siempre el referente era la Historia, como en los cientos de documentales que recorrieron sus entrevistas después del divorcio, la historia detrás de su casamiento, el pasado de los Spencer. Retazos de anécdotas convertidos en piezas de colección.

La película de Larraín nace libre de esas ataduras, se traza un camino que parte de una fascinación, de un intento de asir la estela que Diana dejó en el mundo. “Algo que siempre me llamó la atención fueron sus últimas palabras después del accidente: ‘¿Qué paso?’, preguntó a un desconocido que se acercó al auto del siniestro. ¿Qué pasó? No en esos últimos diez minutos sino en toda su vida, en ese preámbulo a un destino doloroso y absurdo”, recordaba Stewart en su charla con Deadline. Esos interrogantes impulsan la misma búsqueda de la película aunque en su camino no haya certezas sino interminables inquietudes. El proyecto de Spencer llegó después de su trabajo en Lisey’s Story, miniserie basada en la novela de Stephen King y producida por la plataforma Apple TV. Paradójicamente Spencer resultó un camino más íntimo, quizás por el trabajo en una única locación, con un grupo acotado de actores; o tal vez porque fue filmada en 16mm con la cámara de Claire Mathon siempre cerca del rostro de Stewart, captando sus mínimos gestos en un espacio infinito como el de su mismo interior. “No hay forma de interpretar a la figura histórica de Diana”, replica Stewart. “Tenía que inventarla. Y cuando sentí que la película era mía sin siquiera haberla dirigido fue extraordinario. Ese sentimiento es también una invención, porque la película en realidad es del director. Pero es increíble sentir que es tuya. Y yo siento que esta película es mía”.

DEL CREPÚSCULO AL AMANECER

Desde su salida del universo de Crepúsculo, Kristen Stewart afirmó su madurez como actriz en las fronteras del cine mainstream y en la exploración de personajes que escapan a las estructuras de los géneros. Como los viejos directores del sistema de estudios, parece haber decidido hacer una película propia y otra para sostener su lugar en la industria. Así se entrelazaron sus colaboraciones con Kelly Reichardt, Olivier Assayas y Larraín con tanques como Blancanieves y la leyenda del cazador (2012), sagas como Los ángeles de Charlie (2019) y excursiones a la ciencia ficción como Equals (2015) o Amenaza en lo profundo (2020). En ese camino propio también asomaron sus inquietudes como directora, que despuntaron en el corto pandémico de Hecho en casa (2020) y ahora se despliegan en el próximo largometraje The Cronology of Water, y sobre todo la gestación de personajes que suponen una presencia inusual en el cine de este tiempo, ajenos al mandato de la intensidad dramática y afirmados en una fascinante fotogenia, propia de la era clásica de Hollywood.

La mejor demostración es la interpretación de Jean Seberg en la película del mismo título, dirigida por el debutante Benedict Andrews, y que puede verse hoy como un ensayo de la creación en Spencer. Stewart renuncia a acercase a la actriz de Sin aliento a partir de su figura pública, destierra ese imaginario que asentó la nouvelle vague sobre aquella frívola americana con su corte a la garçon que llevaba al crédulo Belmondo a la pendiente de su propio mito. Tampoco engendra la Seberg de los titulares de la Guerra Fría, de la controversia por su relación con uno de los líderes de los Panteras Negras, de las escuchas del FBI. Ella resulta una aparición en la película como la misma Seberg lo fue para la cámara de Godard, un ícono que atesoró su misterio hasta el final, prisionera de la mirada pública y de la fascinación de sus mismos perseguidores. El mismo misterio que esconde la Diana de Spencer, amalgama entre la presencia de la actriz y el fantasma de la princesa, latiendo en cada plano con el único pulso del cine.

Quien más temprano descubrió el potencial de su interpretación fue Assayas, siempre encantado con las mujeres desplazadas de su entorno: primero Virginie Ledoyen en las fábulas de adolescencia, luego Maggie Cheung en su reflexión sobre el cine y la cinefilia, después Asia Argento en sus ejercicios de estilo sobre la violencia y los géneros, y por último Kristen Stewart en las meditaciones sobre la identidad y la pérdida. Assayas combinó esa atracción por lo inesperado con la apropiación del magnetismo de sus actrices para recorrer sus universos disgregados en esta era posmoderna. En El otro lado del éxito (2014), la Valentine de Stewart acompaña a una actriz en el regreso a los fantasmas de su pasado. Esa actriz no es otra que Juliette Binoche, y la tensión entre ambas se despliega en dualidades, esquivas miradas que alimentan el deseo, encuentros entre lo real y su representación. En Personal Shopper, Maureen enfrenta el duelo por la muerte de su hermano gemelo mientras sigue el itinerario de una celebrity a la que le elige la ropa. Perseguida por un fantasma, ella también es el fantasma de un original que se torna elusivo, trágico y mortuorio como el molde de todos sus personajes.

En Spencer también hay presencias espectrales que recorren el set, una imaginería que cobra vida en la representación, un cuento de princesas que se convierte en pesadilla. “Creo que Diana creía en su propio cuento de hadas. En ocasiones mencionó el estallido de la burbuja y la violencia de la caída justamente porque creía que su vida era real, verdadera. Sufrir esa desilusión a una edad tan temprana y luego la presión de perpetuar algo que no solo no es verdad sino que es doloroso, es demasiado para alguien que recién está comprendiendo cómo funciona el mundo”. Las palabras de Kristen Stewart se estiran hasta alcanzar ese enigma que pende sobre su cabeza, que la embriaga con la fuerza de su ausencia, que la desconcierta con los retazos que han quedado de su paso por el mundo. Acercarse a ella es también revivir su propia experiencia como figura pública, escrutada por el mundo exterior, juzgada por la transgresión de las formas en las que funciona el mundo.

 

En la etapa de Crepúsculo, Stewart había combinado esa adherencia a la narrativa de vampiros de la saga adolescente –romance teen con Robert Pattinson incluido- con algunas excursiones fuera del arquetipo: Hacia rutas salvajes (2007) de Sean Penn sobre el libro de Jon Krakauer, la mágica comedia adolescente que fue Adventureland (2009), la fábula sobre The Runaways dirigida por Floria Sigismondi en 2010. Más allá de que fueran películas mediocres o excelentes, lo que demostraban era que Stewart era más que su fama, más que los memes que querían reducir su interpretación a una impresión facial, más que el griterío de sus propios fans. El tiempo puso las cosas en su lugar. La Diana de Spencer nace de ese proceso, combina los destellos de humor que alimentaron sus comedias con el sombrío entorno de sus historias de terror. Lo que subyace como constante es el impenetrable misterio de su interior, el secreto que preserva como último tesoro a descubrir. Eso que también pudo vislumbrar en Diana detrás de la fachada de princesa, de los rituales de la Corona, de las fotografías de su vida pública, de las pompas de su funeral. Algo que le escapa a la historia y le pertenece a la fábula.