La calle San Martín comienza en el Paraná, y viaja hacia el sur de Rosario. Un palo borracho escolta el frente –vallado- de un antiguo edificio de Agua y Energía abandonado bien al principio. Los autos, en cambio, se mueven hacia el río. Se puede remontar a pie, la calle se ensancha en cada avenida que la cruza, se hace ella misma avenida, se convierte en centro comercial casi al llegar a destino. Las veredas son tan anchas en un tramo que albergan algunos bancos de plaza, bicisendas, las infaltables mesas de los bares. Y los plátanos que se suceden, un árbol de Júpiter, algún que otro fresno. La mañana es inmejorable, el cielo turquesa, la brisa perfecta.
La primera canción es también una forma de entrar en tema, de ir hacia lo que busco. Empiezo con Mi ciudad, por Nacha Guevara. En esta ciudad se la podía ver a Angélica Gorodischer en un bar, en un estudio de radio, en la feria del Libro y en una actividad barrial para que las mujeres tomen el espacio público. Su cabellera roja, su risa, los aros vistosos y su ingenio perduran.
La caminata de esta semana es también un homenaje: una caminata hasta la cuadra en la que Angélica vivió gran parte de su vida, donde murió el sábado 5 de febrero como ella quería, a los 93 años, en su casa, mientras una persona le sostenía la mano. Y la música será otra forma de homenaje, la playlist en su memoria aunque, por supuesto, lo mejor de todo sea leer sus libros. “La música no era lo de ella”, alerta su hija Cecilia, quien recuerda que a veces, para escribir, escuchaba la grabación del sonido del agua. Y nombra a Nacha Guevara, entre pocas preferencias.
Natán, el nieto de la escritora, enumera algunos nombres. Para empezar, Georges Brassens: La mala reputación. Del original a una versión de Nacha Guevara, para unir esos gustos.
Al comienzo de Trafalgar, a modo de introducción, Angélica dice que las orquestas de Pugliese y D’Arienzo son las preferidas de ese personaje que viajaba por otros mundos, y les contaba sus aventuras a sus amigos entre cigarrillos negros y litros de café, en el bar Burgundy. Los relatos eran atrapantes, y había bastante ironía en la forma de contar los diálogos varoniles. La Yumba, de Osvaldo Pugliese y Loca, por la orquesta de Juan D’Arienzo acompañan el andar. Así que hoy habrá tango, porque Natán menciona a Gardel. Mano a mano acompaña durante un tramo, y es rarísimo elegir ese tango tan machista para recordar a una mujer que rompió los moldes, hizo lo que se le dio la gana y escribió lo que quiso.
No se trata de hablar de su obra, no soy especialista, apenas una lectora que muy joven se fascinó con Mala noche y parir hembra. Todavía es conmovedor volver a La perfecta casada. Con el humor y la lengua filosa para desnudar el espanto de lo cotidiano. Mucho más acá, los cuentos de Las Nenas nos trajeron a niñas que sabían lo que querían, adónde ir, y cómo hacer. En honor a Angélica voy a sumar a Jorge Navarrete en la playlist, porque dice su nieto que también le gustaba.
Muchas veces Angélica contó que –antes de dedicarse exclusivamente a la literatura- se levantaba a la madrugada para escribir mientras su familia dormía. Era la fuerza del deseo y la convicción de que sólo quería contar historias “que nunca ocurrieron”.
Una caprichosa asociación me lleva a Livros, la canción de Caetano Veloso, para quien “los libros son objetos trascendentes, pero podemos amarlos con el amor táctil que les damos a los paquetes de cigarrillos”.
Mientras tanto, al caminar las 45 cuadras que separan al río de la casa de Angélica, se suceden los libros recordados y los que no tanto, los que están en la biblioteca y los que quién sabe adónde. Fue una escritora que tuvo reconocimientos de todo tipo, y jamás se instaló en ningún podio. “Yo leo todo, hay que leer todo”, decía y hacía.
A principios de los 2000, llegaron a mis manos los pocos números una revista –ahora se les dice fanzines- de un grupo feminista autónomo, Unidas, de Rosario. El primero, de julio de 1982, traía un reportaje a Angélica Gorodischer. Las entrevistadoras cuentan de sus miedos antes de hacerla. Angélica ya había publicado Kalpa Imperial, pero todavía tenía un empleo. Los nervios se diluyeron enseguida, porque tuvieron una “agradable conversación”. “Yo fui feminista desde antes de saber que era feminista. Siempre me chocó que el hombre fuera el amo, dueño y señor”, fue una de sus respuestas, que fueron tipeadas en la máquina de escribir y mimeografiadas. Entonces, también le preguntaron cómo se podría comenzar a generar un movimiento de liberación feminista, la respuesta es larga y entusiasta. “Yo pienso que lo ideal sería no atomizarse, sino todo lo contrario, aunque haya distingas tendencias”, es apenas un fragmento. Y aparece sola la canción Parte del Aire, eso que también supieron dejar como legado.
¿Por qué traer un recuerdo de 1982, si Angélica estuvo activa, transitando la ciudad, hasta hace muy poco tiempo? Porque cuando se dice “feminista precursora”, hay un documento de 1982 que lo acredita, y es tan artesanal que trae su generosidad a escena. Y eso me lleva a otra de aquellas adelantadas, a María Elena Walsh y su Orquesta de Señoritas, cantada por Susana Rinaldi, porque siempre los pasos van al ritmo de la música.
En 2003 fue una de las pocas disertantes mujeres en el Congreso Internacional de la Lengua que se hizo en Rosario, y recibió a Las 12, en su estudio. Para llegar había que pasar por un jardín frondoso. Un árbol llamaba la atención. Era un Ginkgo biloba. Se reía, contestaba las preguntas más torpes con ganas. “Me gusta figurar, andar por todos lados, soy muy gregaria, muy urbana, muy sociable. Por supuesto que escribo en soledad, pero yo no puedo dejar de ir al café a charlar con las amigas. Y escribo con todo eso, desde todos los acontecimientos y las experiencias”, terminó con la conversación, antes de volver a regar las plantas. A Angélica le gustaba la música llamada “clásica”, escuchaba a Dinu Lipatti, que para recordarla también se suma a la playlist.
En 2014, era una escritora más que consagrada, una de las mayores voces de la literatura argentina. La invitaron a una actividad para mujeres de la zona oeste. Allá fue del brazo de su inseparable Sujer, "el Goro", a un encuentro en barrio Ludueña, para apoyar las jornadas contra la violencia. Lo único que pidió fue que la llevaran en remís. Leyó un texto, conversó con todas, se sentó porque tenía casi 85, repartió sonrisas. Las instó a “tomar el espacio público” y también escuchó a las que habían sido compañeras de Mercedes Delgado, militante social asesinada en la puerta de su casa, en 2013.
Caminar hasta la casa de Angélica, llegar y no recordar precisamente cuál era el frente. Hasta hace unos años, ella se cruzaba al bar Tomasa para “atender” a quienes querían entrevistarla. Estaba justo enfrente de su casa y había una mesa con su nombre.
Nunca es triste la verdad, cantó otro de sus músicos elegidos, Joan Manuel Serrat, en Sinceramente tuyo. Hoy el lugar es una cervecería, “The Garrison Beer”. Les empleades son jóvenes, no saben de qué se les habla.
Nada de nostalgia, pero sí una certeza: sería mejor irse hasta calle Córdoba al 1100 a buscar el Burgundy. Ella contaba historias que nunca pasaron, jamás la entusiasmó el realismo. ¿Para qué buscarla donde ya no está? Su vida y sus historias flotan en toda la ciudad.
Acá se puede escuchar la playlist.