Terrícolas, ¡temblad!, “este 2022 la humanidad se enfrentará al lado más oscuro de la Luna”: con este slogan intenta sembrar pánico y locura Moonfall, último film catástrofe del grandilocuente Roland Emmerich, más propenso a dispensar calamidades que el Dios de las plagas de Egipto (en el bíblico Éxodo). Tras convertir al planeta en tierra arrasada por culpa de una invasión extraterrestre en Día de la Independencia, de proponer una nueva Era del Hielo en El día después de mañana, de resucitar al pobre Godzilla en el homónimo bodrio que poco honor le hacía a la colosal bestia, ahora el Apocalipsis corre a cargo de la Luna, que se sale de órbita y está pronta a chocar de trompa contra la Tierra. A menos que Halle Berry y compañía saquen las castañas del fuego, como probablemente suceda en el tramo final de esta cinta con premisa disparatada que, para colmo, sería la primera entrega de una trilogía. Un contrasentido estrenar así el Año Nuevo Lunar, o Chino, que arrancó el pasado 1º de febrero bajo la dirección del tigre.
La apreciación de trama descabellada para Moonfall viene de la propia NASA, para no mencionar a incontables comentaristas que se hicieron un festín destrozando la cinta. “A aproximadamente 386 mil kilómetros de distancia, nuestra vecina más cercana afecta nuestra vida, por eso estamos agradecidos de que se mantenga estable. Sin ofender a este film”, trolearon desde la cuenta de Instagram @NASAMoon. Cocoritos, productores de la cinta preguntaron por la misma vía: “¿Nos están diciendo que no hay ninguna chance de colisión?”. La respuesta, rotunda y sin demora: “Ninguna”, rematada con emoticones de incredulidad y vergüenza ajena…
Houston, tenemos un problema con la mitología griega
Por la mojada de oreja, casi darían ganas de perdonar a la NASA por no cumplir -todavía- su demorada promesa: que una mujer ¡por fin! deje su huella sobre el regolito lunar. Algo que está previsto suceda “en algún momento del 2025” en la misión -apropiadamente bautizada- Artemisa. Irónicamente, el programa que depositó a 12 varones en el satélite entre los años 60s y 70s (Neil Armstrong, el primero) llevaba el nombre de su dios hermano, Apolo, regente de la luz… solar. Houston, claramente tenemos un problema con la mitología griega.
Al respecto, y sin intención alguna de avivar un versus entre los astros, no está de más recordar que -según cuenta la leyenda- la primera poesía japonesa tendría su génesis en el encuentro entre ambos, Sol y Luna. Al toparse en el firmamento, ella -de lo más resuelta- se ocupó de romper el hielo con palabras halagüeñas: “Qué alegría incomparable ver a un hombre tan bello”. Su piropo fue menospreciado por el Sol cascarrabias, que retó a la blanca y galante compañera por falta de decoro. Le exigió además ¡que repitieran la escena! y en la toma 2, se apuró a hablar antes de ella. ¿Qué dijo? “¡Qué alegría incomparable ver a una doncella tan bella!”. O sea, un copión de cuidado que habría pretendido ser el responsable de aquellos primeros versos. Tampoco es precisamente amable en esa tonadilla cadenciosa, popular tanto en España como en Sudamérica, de implicaciones machistas: “El sol le dijo a la luna / retírate, bandolera, / la mujer que anda de noche / no hace cositas buenas”.
La luna: ama y señora de todos los tiempos
Desde la noche de los tiempos, este noble y constante cuerpo celeste ha inspirado versos de poetas, como los de Safo de Lesbos, que en el siglo VI a.C. le dedica unas líneas a la Luna, de cara plateada, redonda y llena, que “flota a la vista y todo lo ilumina”. Para Louisa May Alcott, es la madre por excelencia, que sonríe con benevolencia a la Tierra y con voz calma guía al niño pequeño, o sea, el mar inquieto. “Las nubes pueden atenuar su brillo, pero pronto mueren. Y ella, inalterable, brilla”, anota la autora de Mujercitas. Sylvia Plath -que también se declara su hija- pinta una postal menos serena pero igualmente amorosa; a su entender, la Luna “es una cara por derecho propio, / blanca como un nudillo y terriblemente turbada. / Arrastra el mar detrás de sí, como un crimen oscuro; y está en calma… / con el bostezo en O del total desencanto”. Alfonsina Storni, a su vez, es mirada por “la Luna blanca y desmesurada / Es la misma de anoche, la misma de mañana / Pero es otra, que nunca fue tan grande y tan pálida”. De blancor almidonado, “mueve la Luna sus brazos/ y enseña lúbrica y pura/ sus senos de duro estaño”, en Romance de luna, luna, de Federico García Lorca.
(Ojo, los aros que le faltan a la Luna parece que ningún poeta los pudo encontrar: están en un cofre dorado al cuidado del cantante Vicentico Valdés: “Los tengo guardados para hacerte un collar / Los hallé una mañana en la bruma / Cuando caminaba junto al inmenso mar”, entona el cubano en Los aretes de la luna, balada que inmortalizó).
Ella, ella, ella… porque la Luna es femenina, símbolo de las sociedades matrilineales que antecedieron las patriarcales. En su libro La Diosa Blanca (editorial Losada, 1970), el erudito Robert Graves lo deja más claro que agua destilada: en estas culturas se adoraba a una Gran Diosa Suprema que tenía a los dioses masculinos como hijos, consortes o -en su defecto- víctimas para el sacrificio. Acorde al autor, allá por el 1250 a.C., hacia el final de la Edad del Bronce y el amanecer de la de Hierro, se funda (mal que pese) el patriarcado, y comienzan a trastocarse mitos y rituales en pos de justificar el nuevo orden social, devaluando a nuestra vedette. Al menos, petit bálsamo, subsiste “la verdadera poesía, inspirada por la Musa y su símbolo principal, la Luna”, que conecta instintivamente con la práctica ancestral de venerarla.
Porque, convengamos, ¿a quién pide socorro un abatido Lucio, protagonista de El asno de oro, clásica fábula de Apuleyo del siglo II, que Graves recupera en el citado ensayo? Desesperado porque se restaure su forma humana tras haber mutado a borrico, se encomienda a la Luna, “madre y natura de todas las cosas, señora de todos los elementos, principio y generación de los siglos”, “que dispensa con su poder y manda las alturas resplandecientes del cielo, y las aguas saludables de la mar, y los secretos lloros del infierno”. Y la soberana sí que baja de las alturas, conmovida por los ruegos y las lamentaciones de Lucio. Eso sí, antes de remediar la metamorfosis, toma la palabra para sacar a relucir sus muchos DNI: que los atenienses le dicen Minerva, cuenta, y los de Chipre, Venus Pafia. Los arqueros y sagitarios de Creta, Diana. Los sicilianos de tres lenguas, Proserpina. Los eleusinos, la diosa Ceres antigua. Y prosigue la diversificada dama: “Los etíopes, ilustrados de los hirvientes rayos del sol, y los arrios y egipcios, poderosos y sabios, cuando me honran con mis propias ceremonias, me llaman por mi verdadero nombre, que es la reina Isis”. Y se quedó corta la oronda dama, cuya personificación más conocida acaso sea Selene, representada en la Antigua Grecia como preciosa muchacha de brillante cabellera que recorre el éter montada en un carro de plata tirado por dos espléndidos caballos voladores. De allí el nombre que les ha sido dado a los/as habitantes imaginarios de la Luna: selenitas.
Una exitosa obra teatral del Londres de los 1680s trataba precisamente de un autoproclamado rey de los selenitas. En El Emperador de la Luna, de Aphra Behn -escritora y dramaturga elogiada por Virginia Woolf en Un cuarto propio-, cada noche sin falta el doctor Baliardo miraba al astro, anhelando saber si tenía mares, qué seres la habitaban, por qué brillaba tanto… La obsesión lo volvió tan crédulo que cuando el amante de su hija se presentó frente a él fingiendo ser el soberano del satélite regente, el tipo se creyó la mentirilla, encantado de que le arrastrara el ala a su vástaga. Con esta divertida comedia de enredos, la autora hacía notar -a su manera- cuánto ha quitado el sueño al ser humano conocer más y más sobre la movediza Luna, siempre en baile sincronizado con nuestro planeta. Aunque, bueno, cada vez dance un pelín más lejos: por año se distancia unos 4 centímetros de la Tierra.
Luna lunera, llena, bien llena
Retomando los hilos plateados que nos competen, hay que decir que desde épocas inmemoriales se asoció la Luna con la menstruación por ese tema de que ambos ciclos se aproximan a los 28 días, creyéndose que la sangre que brotaba regularmente seguía las peregrinaciones del astro. Aún más, en su mencionado ensayo, Graves considera que “el pernicioso rocío lunar que usaban las brujas de Tesalia probablemente era la primera sangre menstrual de una doncella vertida durante el eclipse de luna”.
La cuestión se va empañando a medida que se demoniza más y más a la mujer con la regla (cuya mera presencia, según Plinio el Viejo, es capaz de matar peces, jorobar cultivos, empañar el cobre, que las yeguas pierdan sus crías…). También, a medida que el paralelismo de los ciclos se cruza con otra creencia igualmente popular: que ciertas fases nos corren de las vías del raciocinio, lo que llevaría a conclusiones -como mínimo- desafortunadas. Por ejemplo, en Francia, ya en el siglo XVII, era habitual que la gente dijese avoir un quartier de lune dans la tête, “tener un cuarto de luna en la cabeza”, para referirse a cualquier comportamiento fuera de norma, alocado o bizarro, naturalmente de las mujeres. O recordar que el sentido habitual de la palabra “lunático/a” remite a la Luna, aludiendo a alguna chifladura.
Atadas -como las mareas- al satélite natural, se habla de que el pico de fertilidad de las mujeres se alcanzaría en el plenilunio, y que en estas fechas es cuando habría más partos por vías naturales. De igual modo persiste en agricultura, en algunos territorios, la tradición de sembrar en esta fase, como hacían los antiguos egipcios, a fin de que el cultivo resulte un éxito, no haya infortunios. Y ya que estamos con fórmulas, una referida a las mechas del pelo: el cabello dañado, mejor cortarlo durante la Luna llena para obtener una reparación mágica (para que crezca más rápido la melena, empero, mejor hacerlo en cuarto creciente; y para depilarse, en pos de demorar el brote de los cardos, por supuesto, en cuarto menguante).
Aún en nuestra era, propensa al cinismo y ultracientífica, sobrados son los estudios serios y documentados sobre la influencia de la Luna llena en: los accidentes de tránsito, el insomnio, el sonambulismo, ¡los secuestros!, la tasas de ingresos a los hospitales, más agresiones de deportistas en el campo de juego… Por los siglos de los siglos, se la ha señalado como culpable de inducir el comportamiento lunático, una sospecha primitiva que aún persiste entre seres terrestres como cierto sheriff de Brighton, en UK, que hace tan solo unos años reforzaba los patrullajes durante los plenilunios. Para almitas más escépticas, empero, las diabluras a lo sumo podrían tener que ver con la mayor luminosidad que emana de la Gran Diosa: ideal para cometer travesuras y, aún así, permanecer en el anonimato nocturno.
Así las cosas, el corolario suele repetirse: voces científicas de distinta guisa certifican su impacto en nuestros cuerpos y conductas, mientras -casi en simultáneo- aparecen aguafiestas que echan por la borda estas teorías, tachándolas de conjeturas traídas de los pelos, donde lo que brilla por su ausencia son las pruebas concluyentes.
Oh, por cierto, Luna llena es además símbolo recurrente de rejuvenecimiento y, a la vez, de transformación temible, dato a considerar para la próxima vez que esté a la vista, el cercano 16 de febrero.
Loba suelta, corderitos nerviosos
La última vez que salió en plenitud fue el pasado 17 de enero, primera ocasión del 2022, cuando sobrevino el aluvión típico de notas que recomendaban rituales para sacarle provecho a la energía de la Luna llena, además de los consabidos alertas: ¡Posible insomnio!, ¡Cuidado que los perros se alteran y ladran!, y así sucesivamente. Que se sepa, no salieron hombres lobo a hacer de las suyas, de modo que ya podemos guardar las balas de plata, famosa técnica para acabar con los licántropos, palabra rebuscada para designar a estas criaturas que encuentran variaciones según la época y las geografías. Entre mitos y folclores, causales de transformación hay unas cuantas: la archiconocida mordedura, beber del mismo cuenco que un lobo, taparse con su piel, dormir en cueros bajo la luz de la luna. ¡O enojar a Zeus!, tal fue lo que le sucedió a Licaón, rey de Arcadia, según recoge el poeta Ovidio. En Argentina, como bien se sabe, la maldición pesa sobre el séptimo hijo varón, al que le queda relativa protección: ser ahijado del presidente al mando.
Hay que decir que, aunque parte del panteón de los monstruos canónicos, al pobre hombre lobo suelen bajarle un cachito el precio: de estatus inferior al aristocrático vampiro. Al lobisón al menos se le valora que asesine a su pesar, víctima de una maldición. Metafóricamente hablando, representa la bestia interior que siempre pugna por aflorar, el lado oscuro que intentamos reprimir pero explota del peor modo posible. En cine, estallaron y multiplicaron el pelo en pecho: Lon Chaney Jr, Oliver Reed, Michael Landon, Jack Nicholson, Michael J. Fox, Benicio del Toro, el desabrido aunque fornido Taylor Lautner de la saga Crepúsculo… Todos varones, salta a la vista, porque chicas lobo hay poquitas; más frecuentes y atractivas -en todo caso- serían las mujeres pantera. Aún cuando Shakira se propone Loba al son de ¿Quién no ha querido una diosa licántropa en el ardor de una noche romántica?, ni muda de pieles ni hace trastadas: su única travesura es irse a la disco y bailar en el tejado llamando a lobitos domesticados.
Lo cual no quita que alguna que otra she-wolf de temer sí que ha habido; por ejemplo, la mortífera femme fatale de una novelette de 1896 poco conocida, The Were-Wolf, de la inglesa victoriana Clemence Housman (asimismo líder sufragista que proponía dejar de pagar impuestos las mujeres hasta no obtener el derecho a voto). O, ya más cerca en la cronología, la celosa Debbie de la serie True Blood; la beta Leah en los libros de Stephenie Meyer; o la protagonista de Ginger Snaps, peli ultra camp canadiense donde la susodicha Ginger no solo arrasa con el vecindario: contagia su condición lobuna al tener sexo sin preservativo.
La ironía del asunto es que, a la hora de los bifes, más de una dama fue condenada a la pira en Europa durante los Werewolf Trials que se sucedieron entre el siglo XV y el XVII. ¿Por qué tan pocas entonces en la cultura popular, donde están tan subrepresentadas? Hay quienes presumen que la razón sería ahorrarle a los tipos el mal trago de ver, leer o creer en mujeres violentas, horripilantes, que ellos no pueden controlar. Y encima, ¡demasiado “masculinas”!, es decir, con fuerza colosal, gran tamaño y -horror de horrores- excesivamente velludas.
Curiosidades sobre la luna
“Si la Luna fuera una canica, la Tierra sería una pelota de tenis”, reza una comparación en pos de explicar con simpleza que su diámetro aproximado es de 3400 kilómetros, una cuarta parte del de nuestro planeta. La redondez perfecta que se le endilga poéticamente, por cierto, no es tal, tiene sus accidentes: científicos/as de alto copete han aclarado que, en todo caso, su forma es la de un limón. Un limón galáctico ocasionalmente amarillo, que suele cambiar de color. Tras salir en auxilio de Billie Holiday o Frank Sinatra, que le ruegan por un amor en la inoxidable balada estándar Blue Moon, se convierte en formidable pepita de oro.
A veces blanca, otras violácea, rojiza, cobre, rara vez azul, la tonalidad de la Luna depende de una serie de fenómenos astronómicos y atmosféricos que se conjuran para que mute frente a los ojos humanos, que rinden pleitesía a su belleza imperturbable y un tanto esquiva; al fin de cuentas, no hay cámara de celular que le haga plena justicia, ni siquiera entre los alta gama. Distinto es el caso de la cámara archiprofesional de la italiana Marcella Giulia Pace, maestra de escuela primaria y astrofotógrafa amateur que, en 2020, publicó en línea una imagen que le había llevado una década confeccionar: la Luna en 48 colores. Un auténtico espectáculo cromático que, en estos días, ha vuelto a viralizarse gracias a internautas que suelen rescatar el montaje de tanto en tanto, deslumbrados por la musa que, coqueta, posa con su mejor perfil. Musa que va cambiando de fase en el transcurso de 28 días: de nueva a cuarto menguante, pasando por cuarto creciente y coronando con luna llena. Un patrón constante (contradiciendo a la Julieta de Shakespeare, en plena declaración de su Romeo) que trajo menuda chance: la de dividir el tiempo y, con él, distinguir las estaciones.
Pletórica de montañas y diversas formaciones, su
cara luminosa también ha despertado ocurrentes imágenes: hay gente que en su
orografía distingue la forma de un conejo, de un leñador, incluso del mismísimo
San Jorge con la lanza que utilizó para cargarse al consabido dragón. Lo que no
se vislumbra ni por asomo, ni siquiera con binoculares de muchísimo aumento,
son cráteres que lleven nombre de ilustres damas. De los cientos y cientos que
ha elegido la Unión Astronómica Internacional (IAU, por sus siglas en inglés),
parece ser que apenas el 2 por ciento pertenece a científicas, ingenieras,
exploradoras siderales. Aún más: casi todos ellos se ubican en la cara oculta,
invisible desde la Tierra. Cuestión que, para hacer visible la brecha, una
artista con residencia en Canadá, Bettina Forget, bosquejó los cráteres
“femeninos” usando grafito y pintura acrílica, acentuando sus texturas, sus
sombras, con intención añadida: imprimirlos luego en tres dimensiones “para
darles forma y presencia”. Después de todo, “un cráter es esencialmente un
hueco en el regolito, y el vacío se hace eco de la subrepresentación de las
mujeres en posiciones de poder, en el canon científico y en la historia”.