PáginaI12 En Francia
Desde Cannes
Apenas un día después de La cordillera, llegó La novia del desierto. La segunda película argentina presente en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes no podría ser más distinta de la primera. Si el tercer largo de Santiago Mitre es ambicioso en toda la línea –por su tema, que involucra una cumbre presidencial; por su elenco encabezado por Ricardo Darín; por su escala de producción, que aspira al gran mercado internacional– la opera prima de Cecilia Atán y Valeria Pivato en cambio es una pequeña producción independiente, realizada de manera casi artesanal y que en 78 minutos narra una historia tan sencilla que podría haber sido también el motivo de un cortometraje. Los acreditados a la función matutina de prensa, que coronaron el final de la proyección con un aplauso cálido, parecen haber agradecido esa modestia y bonhomía de La novia del desierto.
Coproducida con Chile, que aporta su protagonista, Paulina García –que en la cumbre de La cordillera interpreta a la presidenta chilena y en el circuito de festivales es recordada por su premio en la Berlinale por Gloria (2013), de Sebastián Lelio–, La novia del desierto comienza en medio de la ruta, en el paisaje agreste de la provincia de San Juan. ¿Qué hace allí esa mujer sola, que parece perdida en sus propios pensamientos? Unos pocos flashbacks servirán para informar que Teresa trabajó como empleada doméstica durante décadas en una misma casa, pero ahora que esa familia ya no la necesita es empujada a buscar nuevos horizontes, demasiado lejos de lo que ella conoce, que no parece ser otra cosa que el cuartito de servicio pegado a la cocina donde pasó la mayor parte de su vida.
En la amplitud del desierto sanjuanino, en cambio, conoce primero la devoción por la Difunta Correa y luego a un vendedor ambulante (Claudio Rissi), con quien entablará una relación circunstancial pero sincera, y en cierto sentido determinante. Tanto como con la misma Difunta Correa, que parece haber propiciado ese encuentro (sugiere la película) y a quien Teresa le termina agradeciendo, en lo que quizás no sea tanto una celebración de la superstición como una suerte de plot point que le aporta a La novia del desierto su espíritu deliberadamente naïf.
Más allá de las chances que pueda tener Paulina García por el premio a la mejor actriz, en la sección Un certain regard hay rivales muy fuertes, entre ellos dos títulos que están entre lo mejor de todo el Festival de Cannes de este año: la alemana Western, tercer largometraje de Valeska Grisebach, y la rusa Tesnota, apasionante debut en la realización de Kantemir Balagov. Son films de un rigor y una intensidad fuera de norma, que bien podrían haber integrado la competencia oficial sino fuera porque no están concebidos para satisfacer las necesidades del mercado, que no deja de ser un actor de peso en la selección que concursa por la Palma de Oro.
Producida por Maren Ade, la directora alemana que el año pasado deslumbró aquí en Cannes con Toni Erdmann y en esta edición integra el jurado oficial, Western es el fruto de varios años de trabajo de Grisebach, una directora fundamental del nuevo cine alemán del siglo XXI. Los habitués al Bafici y a los ciclos de la Sala Lugones y el Goethe Institut seguramente recordarán sus estupendas películas previas, Be My Star (2001) y en particular Sehnsucht (2006). La expresión alemana “Sehnsucht” se refiere a un sentimiento de deseo, de anhelo, pero a la vez cargado de añoranza, de nostalgia. Toda esa confusión de emociones y dolores atravesaba aquel segundo largometraje de Grisebach (Bremen, 1968) y ahora reaparece reformulado de otra manera en Western. El título, por cierto, no se refiere de modo literal al viejo Oeste estadounidense sino a otra zona de frontera, aquella que Bulgaria comparte con Grecia y a dónde un grupo de trabajadores alemanes llega para desarrollar un proyecto hídrico.
En sus primeros tramos, el film de Grisebach, con su laconismo habitual, se concentra en los trabajos y los días de esos obreros en terra incognita, donde no parecen tener nada a su alrededor salvo el curso de un río que deben modificar. La estancia en tierra extranjera despierta el gusto por la aventura de estos hombres, que rivalizan entre ellos, mientras que la proximidad de un pequeño pueblo los enfrenta a la desconfianza de sus habitantes, en quienes todavía prevalece el recuerdo de la invasión nazi. El único de ellos que está dispuesto a superar las barreras lingüísticas y culturales es Meinhard, de quien se dice que alguna vez fue soldado y legionario.
“Crecí en Berlín Oriental en los años 70, pegada al televisor, mirando películas del oeste”, declaró Grisebach aquí en Cannes. “Hacía ya tiempo que tenía ganas de reencontrarme con ese género que siempre me cautivó. Quería reconciliarme con sus héroes solitarios y melancólicos, con su mitología del macho. Me alegró comprobar que se trata de un género moderno e idóneo para describir la evolución de nuestra sociedad, a pesar de los elementos tan conservadores que lo constituyen”.
Rodada casi en su totalidad con actores no profesionales y hecha de pequeños detalles que van sumando paulatinamente sus partes al todo, Western es un film de una increíble sutileza, capaz de expresar un desasosiego y una añoranza profundas en la figura de ese moderno cowboy alemán, que no termina de encontrar su lugar en el mundo.
Si el talento de Grisebach ya era conocido y su nuevo film no hace sino confirmarlo, la aparición del joven ruso Kantemir Balagov, de apenas 26 años, debe ser saludada como la revelación de esta edición del Festival de Cannes. Alumno del taller de cine del gran Aleksandr Sokurov, Balagov sin embargo es lo suficientemente original como para no tener ninguna deuda estética ni temática con la obra de su maestro. Su película Tesnota (Cercanía) es fuerte, vital, rabiosa incluso y se la percibe intensamente personal.
Corre el año 1998, en Nalchik, Cáucaso septentrional, donde nació el director y de dónde recogió la historia. Una chica de poco más de 20 años trabaja en el taller mecánico de su padre para ayudar a la familia, de origen judío, a llegar a fin de mes. Su hermano mayor está por casarse, pero una noche él y su novia son secuestrados (al parecer, una práctica habitual en aquella época) y los criminales piden un rescate. Dentro de una comunidad judía tan cerrada en sí misma como estigmatizada por la mayoría étnica caucásica, recurrir a la policía queda descartado. ¿Cómo hará la chica para reunir la suma necesaria para salvar a su hermano?
Nada más ni nada menos cuenta Balagov, pero lo hace como si en ello se le fuera la vida, o al menos la de sus personajes. Filma en el viejo formato cuadrado (ratio 1:33) lo que le da a sus encuadres, siempre muy cercanos a sus personajes, una sensación de ahogo permanente. Hay verdad de comienzo a fin en su película, que también alude a las limpiezas étnicas en Chechenia. Y para su protagonista cuenta con Darya Zhovner, una actriz que se carga el film a cuestas y se lleva el mundo por delante. Hacía tiempo que el cine ruso no aportaba un talento como el de Balagov, que a partir de ahora será un nombre a memorizar y a seguir.