Fue así como le cuento, comisario. Llovía escuerzos. Él maldecía porque el barro y el agua se le colaban en los zapatos y le hacían un caldito frío entre los dedos del pie; iba con los pantalones arremangados hasta las rodillas, insultando feo a Dios y a todos los santos; se levantaba la sotana con una mano, a la altura del ombligo, mientras que con la otra sostenía una rama que le servía para apuntalar los pasos y tantear el terreno. Seguía sin agarrarle el tranco a estos lugares.

Trataba de mantenerlo alejado de los árboles, es sabido que un relámpago repentino, un descuido, y… Plaast! Fue a meter los pies en el charco más profundo, hasta las pantorrillas. Soltó una puteada de matrero acorralado que hubiera hecho santiguarse mil veces a las viudas que se la pasan en la iglesia todo el día y llenan la nave de olor a naftalina y cachucha vieja. Me dio con la rama en el lomo; de puros nervios que le hacía agarrar, me dijo.

Pero qué culpa iba a tener yo. Vaya que yo lo alcanzo, le había dicho el curita al peón de los Martínez. Para qué, si se puede saber -empezó al rato, cuando volvió a tronar. Para qué mierda me meto en estas cosas. Por dos pesos con cincuenta voy a tener que salir. De pura bronca pateó la mesita donde estaba la palangana con agua bendita y enchastró todo el piso de la entrada, que poquito antes nomás yo había terminado de secar. Quise limpiar de nuevo, pero me atajó y me dijo que lo dejara así, que con el diluvio que volvía y el techo que se llovía, iba a tener que hacer todo el trabajo otra vez después. Ahora no, boludo, fue que me dijo. Está bueno, le dije.

El curita se fue puteando por lo bajo. No terminó de dar tres pasos que se dio vuelta y me apuró: qué hacés ahí parado todavía, infeliz, venite que me tenés que ayudar con el Braulio. Y yo, pues, ahí lo seguí nomás; descalzo como estaba, que es lo mejor para andar con estas lluvias.

El curita miró el cielo encapotado. Decía que Dios se había encaprichado en complicarle las cosas; mirá que largarse así de nuevo cuando ya había escampado –se quejaba-. Podría haber aguantado el buen clima, mi muy Señor del carajo; pero no, a caminar bajo la lluvia para ir a ver a esa gente estúpida que todavía creía en esas cosas. Y yo, nomás por darle charla, le pregunté que por qué eran estúpidos; si creían en el demonio era porque también creían en Dios. Y le dije que yo también creía, y que el finado padre Antonio me había dicho que yo era un bienaventurado porque era como un niño y que mío sería el reino de los cielos. El padre Antonio te estaba diciendo idiota, me respondió. Yo me santigüé, porque seré algo corto, ya lo sé, pero tengo respeto y temor de Dios.

Llegamos a la entrada del rancho del Braulio y empezó a refucilar. La alameda era larga, pero había que atravesarla, qué remedio; esperaban los Martínez, gente honrada, puntual con el diezmo. Un relámpago y a santiguarse, Ave María Purísima: reflejo de asustados; como decir salud al que estornuda. Andá vos primero, me dijo. Y pues ahí fui. La huella estaba anegada, el centro parecía más firme. El curita seguía mis pasos pero de pronto chast, el barro hasta el tobillo. La puteada que largó espantó hasta a los loros, que salieron en bandada en medio del aguacero. Por qué no me avisás, infeliz, me gritó y paf, otra vez el ramazo en el lomo.

Abrió la Silvia, que es linda moza; de gurí yo decía que era mi novia; pero ahora soy poca cosa para ella. Lloraba. Doña Concepción también lloraba, retorcía un rosario entre las manos. Padre; haga algo, padrecito. En un rincón, la vieja Gerania murmuraba Padrenuestros, arrodillada frente al altarcito de la Virgen de los Cobres. Pobre Virgen, con tanta vela debe haberse sofocado.

Padrecito, haga algo, padrecito. Dónde está el endemoniado, dijo el cura. Allá en la pieza, padrecito. Y ahí estaba el viejo Braulio Martínez, pálido, hediendo a alcohol. Qué le pasa. Lo de siempre, padrecito: tiembla, se retuerce, escupe espuma, grita incoherencias, la lengua se le enrolla. Gente ignorante, le oí murmurar. A ver, doña Gerania, me reza fuerte un Padrenuestro mientras yo le hago frente a Luzbel. A ver, vos, agarrale las manos. Y vos, diablo del demonio, salí del cuerpo de este buen hombre, carajo. Plaf, plaf; los cinco dedos marcados en cada lado de la jeta del Braulio. Pare, pare -se me agitaba don Martínez-, qué hace cura loco. Plaf, plaf, siga rezando doña Gerania. Plaf, plaf, y siguió así hasta que el peludo reculó. Borracho epiléptico de mierda, murmuró el curita. Gracias, padrecito, muchas gracias, le decía la Silvia, que lo llenaba de besos en las manos y el cura que como en un descuido va y se las planta en las nalgas de refilón. No hay de qué, doña Silvia, y a ver cuándo se me viene a confesar. Y la Silvia se sonrojó; todavía le quedaba vergüenza. ¿Lo llevo, padrecito?, le preguntó el Braulio que ya parecía recompuesto, pero a lo lejos se le olía la mamúa. No, dijo el cura, que los pies se han hecho para andar. Está el camino lleno de barro. Del barro venimos y al barro vamos. Gracias, padrecito, llévese esto, para la iglesia. Muchas gracias, doña Concepción. Y después me dijo: todo el circo para dos pesos con cincuenta, ¿no te digo? Gente estúpida y avara.

Y afuera otra vez el barro hasta la pantorrilla, chas, chas, pero la puta madre, infeliz, andá adelante vos y paf, el ramalazo en el lomo. ¿Y adónde se fue el sol, ahora? Un relámpago. Mi Dios, siempre me la complicás. Brrromm, sonó el trueno. Qué julepe te pegaste, me dijo; lejos de los árboles, lejos de los árboles. Pero es larga la alameda. Chas, chas, mejor correr hasta alcanzar el descampado, brrrommm, Ave María Purísima. Y el barro hasta el cogote, broomm, qué julepe, y el padrecito dale, apurate, infeliz, y pum en el lomo.

De pronto se abrieron las nubes. Chsstt, adónde vas, se oyó como de entre las ramas. Quién habla, quién anda ahí. Acá, arriba, ¿no me ves? Miró al cielo. Un relámpago partió el hueco azul. Brrrommm, cayó el rayo en el ombú de ahí cerquita. A vos te hablo, dijo la voz. El curita me miró, ¿escuchaste algo? Y yo que sí pero no, qué sabía lo que era. Es el julepe, me estoy volviendo loco. Nada de loco, soy Yo el que te habla, tronó la voz. Así se oyó, con mayúscula se oyó. Es el julepe. Ma´ que julepe, Soy el que Soy. Ave María Purísima. Sin pecado concebida, le respondió. ¿Así que no crees más vos? Sí que creo, sí que creo. No te creo. Sí que creo. ¡Estás poseído, endemoniado! No, no, qué voy a estar. Lo agarró de la sotana un brazo como de nubes y truenos y plaf, plaf, fuera demonio de este cuerpo maldito. Plaf plaf, una y otra vez los manotazos en la jeta y en la nuca, como cansado también Diosito de tanto maltrato. Plaf, plaf, una y otra vez con la fuerza y la furia de un toro hasta que el cura ya no se movió más. Y ahí lo dejó el Señor. En el medio del campo, nomás, al lado del ombú chamuscado. Qué culpa voy a tener yo.