Desde Berlín

Rainer Werner Fassbinder murió hace cuarenta años y Jean-Luc Godard acaba de cumplir 91, pero ambos se convirtieron sorpresivamente en los padres tutelares de la edición 2022 de la Berlinale, que comenzó el jueves con problemas técnicos y la amenaza constante de la variante Omicron (Isabelle Adjani, coprotagonista del film de apertura, no pudo viajar por ser contacto estrecho), pero cinematográficamente bajo la buena estrella de estos dos inmensos cineastas, cuya luz sigue marcando caminos a seguir.

Aunque su nombre no aparezca mencionado salvo en los créditos, Fassbinder es el protagonista absoluto de Peter von Kant, la nueva película del prolífico director francés François Ozon, que siempre tuvo una admiración especial por el director alemán, desde los tiempos de Gotas de lluvia sobre rocas calientes (2000), donde se permitió adaptar una obra teatral que RWF nunca llegó a llevar al cine. Ahora Ozon –que en la Berlinale 2019 ganó el Gran Premio del Jurado con Por la gracia de Dios- propuso como film de apertura una versión libre de una de las mejores y más recordadas películas de Fassbinder, Las lágrimas amargas de Petra von Kant, que el propio RWF estrenó aquí en la Berlinale 1972.

La película de Fassbinder, como tantas de las suyas, era una suerte de trasposición de su propia, tumultuosa vida de entonces, pero trasvestida: por más que en la pantalla apareciera la actriz Margit Carstensen, él era Petra, la diva que se permitía todo tipo de desplantes y humillaciones a quienes estuvieran a su alrededor, ya fueran sus amantes o asistentes, a quienes sometía a su voluntad, hasta que un nuevo amor venía a invertir los roles. Ahora el protagonista es Peter, que por supuesto no es otro que Fassbinder, tal es la potencia mimética del extraordinario Denis Ménochet (¿recuerdan al granjero francés que en el comienzo de Bastardos sin gloria era interrogado sádicamente por Christoph Waltz?).

Como en la película original, todo sucede en un único, claustrofóbico escenario, la vivienda de Peter, donde unas y otros van pasando por su alcoba, que es también su estudio, aquellos que lo quieren o simplemente lo necesitan. Entre las primeras está una actriz (Isabelle Adjani) a quién él supo llevar a la fama. Y entre los segundos se encuentra Amir (Khalil Ben Gharbia), un joven de origen magrebí, que no tarda en convertirse en su nuevo amante y que martiriza a Peter como Peter a su vez degrada a su asistente Karl (un papel que en el film original estaba a cargo de la gran Irm Hermann, a quien RWF le hizo la vida literalmente imposible).

Más allá de cierta restitución que hace Ozon de las identidades que escondía el film original (y que en su momento fueron desnudadas por la biografía de Ronald Hayman), la película del director francés tiene un tono farsesco que es habitual en alguna de las muchas zonas que abarca su cine. Por momentos pareciera que no van a aparecer nunca las lágrimas del film original, ni mucho menos que van a ser amargas. Pero en la magnífica escena del día del cumpleaños de Peter (al que asiste su madre, interpretada por Hanna Schygulla, quien 50 años atrás encarnó a la joven amante de Petra), se produce finalmente la catarsis y, en gran parte gracias a la energía de Ménochet, la película alcanza su verdadera estatura dramática, cuando uno de los presentes le dice a Peter en la cara: “Como director, sos un grande, pero como persona sos una mierda”.

Aunque hace años que ya no sale de su casa de Rolle, en Suiza, que es también su estudio y su isla (de edición), donde parece conjurar al mundo, como si fuera Próspero, el anciano hechicero imaginado por Shakespeare para La tempestad, desde donde cada tanto saca alguna nueva maravilla, como fue en 2018 El libro de imagen, Jean-Luc Godard también acaba de decir presente en la Berlinale, por partida triple. El festival montó la misma exposición que en noviembre pasado se pudo ver en primicia en Mar del Plata, programó en Berlinale Classics la versión restaurada en 4K de Notre musique (2004) y la sección Encounters eligió como película de apertura A vendredi, Robinson, de la cineasta iraní Mitra Farahani, que cuenta con JLG como coprotagonista.

Godard en

La cosa es así. En los años ’60, se suponía que Godard iba a tener un encuentro con el poeta y realizador iraní Ebrahim Golestan, hoy considerado uno de los padres fundadores de lo mejor del cine y la cultura de su país. Aquel encuentro nunca sucedió, los años pasaron, pero la directora Farahani, a quien el público argentino debería recordar por esa maravilla llamada Fifi Howls From Happiness, que ganó el Bafici 2014 y se estrenó al año siguiente como El Picasso de Persia, decidió concretar esa reunión, aunque más no fuera de forma virtual, acaso epistolar. Y logró que un viernes cada tanto, ambos venerables ancianos se enviaran mutuamente unos correos electrónicos, con textos e imágenes, a los que cada uno podía responder de la manera que mejor le pareciera, con asociaciones libres e improvisaciones de todo tipo. El resultado no podría ser más desconcertante y paradójico, una de esas películas en las que uno no sabe qué sucederá en la escena (o el email) siguiente.

Harani filma al nonagenario Golestan en su imponente mansión en las afueras de Teherán, a la que las diferentes revoluciones y cambios de régimen evidentemente nunca afectaron. Allí el hombre, muy lúcido y cartesiano, primero queda un tanto perplejo por los epigramas enigmáticos que le envía Godard, quien a su vez reconoce a cámara que no está seguro de que esa correspondencia pueda ser posible o se mantenga en el tiempo. Pero la perseverancia de la realizadora iraní (la constancia parece ser constitutiva de la identidad cultural de su país), que logra incluso introducir un camarógrafo francés en el refugio blindado de Godard, consigue que el proyecto siga milagrosamente adelante.

Y no sólo eso: a pesar del mutuo recelo inicial, Golestan y Godard finalmente se terminan comunicando y hasta se vuelven de alguna manera amigos, cada uno pendiente del mail del otro, e impacientes incluso cuando algún problema de salud aqueja alternativamente a uno u otro. Que el ogro Godard, aquel que no le quiso abrir la puerta ni a su vieja amiga Agnès Varda en Visages Villages (2017), finalmente se termine mostrando aquí casi simpático, impregnando de su estética la película de Farahani, pero a su vez contagiado por el entusiasmo y la creatividad proveniente de la vieja Persia, debe ser considerado un pequeño milagro de esta impredecible directora iraní .