Es posible que algo haya tenido que ver aquella primera cocina de su casa de San Martín al fondo, casa de la que nunca se mudó. Tuvo que ver en la manera de saborear lo que no se espera encontrar, en lo que se encuentra en las respuestas después de determinadas preguntas, en los colores y sabores que son otros en otro lugar. La verdad es que aquella cocina de Angélica, que después remodeló, no sin antes trasladar su espíritu al fondo del patio, a su búnker debajo de los árboles con sus libros, su perro y su gato, esperaba tranquila atrapar a todo aquel que se sentara en una de sus sillas.
¿Cómo, todavía de pie? A sentarse, que venía la posición, nunca el cuerpo tirado hacia atrás, abandonado, sino sentado al borde de la silla, erguido por la tensión. Las palabras trabadas, la respiración que se aceleraba.
Lo primero en esa cocina era la conversación. Primero de todo. Pero cuidado, aquellas palabras de los pensamientos que se iban amontonando sobre la mesa no eran dichas en total intimidad, en un cabeza a cabeza solitario, sino que eran seguidas atenta y rigurosamente por las personas de las fotografía. Y eran un montón, una galería de fotografías, de fotografías de personas delante de las cuales había que conversar. Conversar sin empaque, con naturalidad, como si a las personas de las fotografías se las hubiera conocido de toda la vida. No sé si Angélica las conocía a todas, a algunas, seguro, pero no a todas, eso seguro que no. Pero ella las adoraba y las había colgado en su cocina con unos marcos antiguos realmente espectaculares, solo para tenerlas cerca y relojearlas mientras cocinaba, o tomaba té en tacitas demasiado pequeñas de su colección de jueguitos de té, o leía, o simplemente dejaba pasar los minutos sentada en una silla mirando la pared opuesta a la de las fotografías por aquello que solía repetir sonriendo: “la vida pasa volando pero… ¡los minutos, los minutos!..." En realidad la conversación en su cocina solo volaba para el interlocutor, cada minuto que volaba trataba de hablar de algo sumamente importante.
Ayudándose con las manos, el recién llegadx quería impresionar, hablaba con ademanes, intentaba decir algo rico, denso, que inquiete. Pero era curioso porque la atención de Angélica no estaba ahí, no necesitaba de ademanes para interesarse, los ademanes no le demostraban nada, no le agradaban. No le pasaba lo mismo que al interlocutor, le pasaba lo contrario. Eso ocurría, lo contrario.
El peso del minuto de conversación obligaba a Angélica a no querer sacrificar más tiempo, a desviar los oídos y los ojos a cualquier punto de la cocina: a la araña del rincón, en el techo, la araña que tejía y destejía frente a la mujer acostada que desde su cama miraba prendada su empecinamiento, el hacer y deshacer una y otra vez su tela. O a la escoba detrás de la puerta, la escoba que después de barrer el pasillo que seguía a la cocina y tirar el polvo directamente al río Paraná se apoyaba a la pared para escuchar el oleaje del río que salpicaba su ventana; o a la puerta, la que después de mirarla unos segundos ya no era la puerta sino estantes que se llenaban de libros y el primero que volaba por el aire para llegar antes al estante era el de Las mil y una noches; o a la cámara fotográfica sobre la heladera, puesta ahí por la nueva mujer del fotógrafo de labios pintados después de muchos años, que acababa de abandonar el marido, los hijos, los nietos y una montaña de platos sucios; o al tipo de la fotografía, el primero de la hilera más alta de fotografías que se parecía tanto a Trafalgar, que la hacía tararear bajito la última canción que le había cantado al oído el propio Trafalgar después de su último viaje a las estrellas.
No sé porqué las fotografías cohibían tanto si al final se las miraba francamente, directamente a los ojos, con confianza, buscando connivencia en ese último minuto de conversación para que no fallara, para decir finalmente lo que no se había podido decir hasta el momento, para no dejar nada en el tintero, para que antes de quedar de patitas en la calle iluminara la cocina por unos segundos la chispa de “una flor en llamas”.