En una materia de la secundaria Daniel Saldaña París tuvo una idea fenomenal digna de aparecer en un libro de Marcel Duchamp. La consigna del profesor de Literatura era la de armar un artefacto que en cierto modo reflejara el espíritu de una corriente literaria elegida por los estudiantes. Saldaña París y sus amigos eligieron al estridentismo de la vanguardia española, cuyos máximos referentes son Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide. Para darle más peso a su trabajo (se lo habían tomado en serio) compraron la cabeza de un chancho y la llenaron de poemas impresos que fueron pinchados en la piel muerta del animal. Así se la entregaron al profesor en un acto poético que merece figurar en los libros de trabajos estudiantiles, y que forma parte de su último libro Aviones sobrevolando un monstruo.
No es el único relato escatológico del libro. En “La orgía nefasta” Saldaña París cuenta que cuando era estudiante de filosofía en Madrid, junto con su novia de aquel entonces, decidieron hacer una fiesta pagana para celebrar su cumpleaños, y mancomunar con las ideas radicales y festivas del escritor y pensador francés George Bataille. Compraron una piñata y la inflaron con vísceras, sangre y restos animales que sería explotada junto a una piñata más ortodoxa, cargada de regalos y golosinas. El hecho derivó en una serie de eventos desafortunados, con sauna gay y orgía incluida, que guarda en cierto modo una relación con esa cabeza de chancho pinchada de poemas. Hay más. En “Un invierno bajo tierra”, el relato más extenso del libro y el más divertido, Saldaña París cuenta que el tiempo que vivió en la ciudad de Montreal, Canadá, gracias a una beca de doctorado que le otorgaron a su segunda esposa, tuvo un desbocado viaje hacia el consumo de drogas, producto del aburrimiento, la falta de disciplina para encarar su tercera novela y la abulia de las frías y largas horas canadienses. Saldaña París empezó a picar morfina y a metérsela por la nariz, no sin antes probar supositorios anales para extraer al máximo los beneficios narcóticos de la droga. Esa adicción que duró varios meses lo llevó a frecuentar grupos diarios de adictos a las drogas, y a formar parte de grupo de contención y de asistencia psicológica.
¿Hay alguna lección que Saldaña París extraiga de los hechos que cuenta? Probablemente no. Los cuenta como si de antemano supiera las consecuencias de cada una de sus decisiones. La forma que elige para contarlos es con cierta distancia compasiva hacia sí mismo. Son ensayos que dan prueba de un error, y cuyo resultado es un aprendizaje sabido de antemano. El narrador, parece decir Saldaña París, no vuelve de una experiencia límite con la muerte sino de un lugar en donde las consecuencias de su experiencia se abren hacia una zona desconocida, hacia otras vidas desesperadas que se encuentran al límite, que buscan una forma de vivir en comunidad. Para contar elige un tono simple y elegante que bordea el autoanálisis y la risa. Lo interesante es que todas las acciones conducen a Saldaña París a una ritualidad pagana que vincula lo poético, la escritura y la forma de estar juntos. Como si de ese elemento tribal, pagano y primitivo (la cabeza de un chancho, una piñata cargada de entrañas, un supositorio anal que deriva en una junta vecinal), Saldaña París extrajera la materia de lo que interesa contar para trascender lo anecdótico. En cierto modo es también lo que lo aleja de su ciudad natal, del espacio propio, de la escritura; la necesidad de trascender la noche, la búsqueda de los límites, la joda que invita a pasarla bien y no tener que escribir.
En esa ritualidad, esa forma de habitar en sociedad, del vivir juntos, está camuflado el otro tema que se despliega a lo largo del libro y lo estructura: las ciudades. En “Aviones sobrevolando un monstruo”, el texto que abre al libro, nos cuenta su experiencia en el DF, narra la voracidad urbana de esa mancha cargada de casas a medio hacer, viviendas retorcidas entre pavimento y concreto, y la clase de vida que tuvo el autor mientras habitaba la ciudad, trabajaba como editor e intentaba hacerse oír como poeta. La ciudad de México con sus excesos y recaídas es la ciudad formativa de Saldaña París a la que siempre parece volver, como en un punto fijo, después de ir y venir por distintas ciudades, como Madrid (en donde estudió sin graduarse Filosofía), la mencionada Montreal, con sus pasadizos y callecitas subterráneas cargadas de yonquis, y un breve paneo de La Habana, en donde Saldaña París conjetura sobre su concepción, luego de que sus padres llegaran a la ciudad con la esperanza setentera intacta para volver al DF con la semilla del divorcio plantada en en la tierra de su matrimonio.
En esas ciudades Saldaña París se mueve entre la búsqueda por el cuarto propio para escribir, y por el encuentro con los otros, siempre teñido de algún rito pagano de iniciación, una forma de hacer que el grupo destaque y que la vida adquiera una forma poética, que se debate entre la voluntad de vivir y las obligaciones laborales precarizadas, típicas del Siglo XXI, de una generación de escritores (los nacidos en los 80), acorralados por el deseo de escribir y la escritura del deseo. Dice: “La literatura tiene esos milagros: uno puede volver a una escena del pasado y observarla, de pronto, con la mirada del testigo; un testigo capaz de compasión y de risa”. Si tuviéramos que pensar en un género que aborda el escritor que fue finalista del premio Anagrama por El baile y el incendio, elegido en la famosa lista de Bogotá 39 del año 2017, son varios; la crónica, el ensayo, la memoria y el cuento. Quizás, dentro de esa coctelera explosiva, esté escamoteado el viejo género del autorretrato literario, una forma breve y muy ejercitada por los escritores del Siglo XIX. Saldaña París parece consciente de esa elección (cita, por ejemplo, a Thomas de Quincey, referente del género), y busca escarbar en lo más profundo, manteniendo siempre una distancia prudente entre su mirada aérea y el monstruo que se esconde en los pliegues de la propia experiencia.