Don Torrenti llegaba de varear al Lucero. El humilde rasgueo de la guitarra le indicaba que Don Cesáreo había llegado con sus amigos y seguramente con su nieto mayor, quien delataba el deseo de montar al Lucero como tantos otros jueves o domingos. Don Sandalio fue el primero en salirle al encuentro y saludarlo con la cordialidad que lo distinguía y que continuaría con esos hombres, que se reunían dos veces a la semana, al menos, para reverenciar, como decía Don Giacomo, la magnificencia de la obra divina, en la infinita luz de la mañana, revelando la presencia esperable de las cosas de siempre, la arboleda, el canto de los pájaros, el rumor del río incesante, alentando la subsistencia cambiante de los costeros.
Hacia las once, Don Cesáreo dejó la guitarra y se dio con Don Torrenti a preparar las condiciones habituales que se reiteraban y que Don Torrenti llevaba a cabo con fruición; los años de la guerra en Europa y la futilidad de los destinos humanos lo convencían de que había arribado al mejor lugar del mundo. Lejos del mundanal ruido y la necesidad absurda de querer acumular cantidades de lo que fuese para denostar la condición inexorable del tiempo, que él había desestimado…
Don Torrenti no sabía si era jueves o domingo, sólo que había conseguido, como en algunos días anteriores, las bogas indispensables para el rito reiterado del asado. En unos momentos más, se daría a preparar el fuego en el horno de barro que aguardaba en la parte trasera. Por lo demás, si no hubiese sido por don Immanuel que hablaba de festejar la nochebuena, Don Torrenti no sabría con certeza que había comenzado el solsticio de verano. Don Immanuel hablaba una mezcla de hebreo con el castellano que motivaba a risa y que promovía su queja, mi lengua dijo, es aquella con la que Él se dirigió al primer hombre para que nombrara las cosas que conocemos. Por Él llamamos palabra a la palabra, al río llamamos río y Paraíso a este lugar. El doctor Ahmad, de ancestros andaluces y una pródiga cultura, se permitió esbozar una ironía: yo creí que por un tal Nemrod y su famosa torre, pero no por eso dejo de coincidir con Immanuel, en que el día promete una bienaventuranza.
El día efectivamente presagiaba una jornada espléndida, rodeados de la frondosa vegetación salvaje plagada de fragancias naturales y el murmullo de múltiples sonidos que lo tornaban fantástico. Alejado por un momento del grupo, Don Cesáreo se acercó a la orilla del río, disponiendo sus sentidos, para escuchar lo que dice la naturaleza. El gemido del viento, el dibujo de las nubes y aún hasta aquello insensible y sin entrañas que parecía cobrar voz y proporción humana. Tal vez era la voz añorada, de una de sus hijas, perdida para siempre, que lo sumía en un estado de nostalgia reprimida.
Como si supiese lo que pensaba, Don Sandalio se acercó: Todo lo que ha sido una vez, de muchos modos sigue siendo para siempre.
¿Siempre? dijo Don Cesáreo, ¿Qué quiere decir siempre? Creemos ser superiores porque hablamos, pero siempre es sólo una distancia entre los sonidos que habilitamos o que nuestra mano ejercita y las vivencias.
Bueno, replicó Don Sandalio, admitamos que es un misterio estar dotados por ese don…
Admitamos, repitió irónicamente Don Cesáreo, que por él somos los únicos que nos engañamos. Incluso con cuestiones que nos perjudican, pero hoy no estamos para registrar desacuerdos. Volvamos al rancho, hay mucho que hacer…y antes quiero pasar por lo de Mario. Necesitamos pan y algunos ingredientes.
El almacén de Mario, el gitano, y Rita, su mujer, cerraba el callejón central de tierra, de tres cuadras aproximadas. A cada lado, como un rudimentario bulevar, se enfrentaban los ranchos más notorios. El del Dr. Cristóbal, el de Fabulina, el de Enrico, que había montado una biblioteca con libros en desuso, revistas y diarios de noticias reiteradas.
A falta de consultores, Enrico solía sentarse en la modesta galería que antecedía la entrada. Desde allí solía elevar la vista del cuaderno en el que escribía una historia de la costa, como si fuera de Grecia o de Roma, para corroborar un detalle en la despojada geografía del lugar. El candente sol del mediodía parecía enturbiarle la visión de las cosas lejanas; en el comienzo del amplio callejón de tierra una tenue silueta se fue agrandando hasta ser un hombre que venía hacia el rancho de Don Cesáreo. La barba y la melena crecida y la vestimenta descuidada lo hacían parecer un mendigo avanzado en años. No era descuido, en realidad Eliseo rondaba los cuarenta y se mostraba así, para eludir a la policía que estaba tras sus pasos.
Don Torrenti observó como lo saludaban con cierto decoro y como Don César lo invitó a sentarse y le extendió un vaso con vino. No sé cómo agradecerles, dijo, estoy tratando de llegar a la otra orilla. Eustaquio le cedió un lugar a su lado y mientras Eliseo se acomodaba, Don César con voz firme demandó: Eliseo necesita nuestra ayuda, los milicos lo persiguen... Un ligero murmullo aprobó lo que César acababa de decir y Don Sandalio levantando la copa convidó al brindis. Han pasado catorce años de aquella masacre en Plaza de Mayo y hoy, los milicos al mando de La Morsa lo intentan de vuelta. Eliseo agregó: El quince, en Corrientes, asesinaron a Juan José Cabral, un estudiante de medicina de veintidós años. El diecisiete, los milicos asesinaron al estudiante Adolfo Bello en pleno centro y dos días después a un aprendiz de obrero metalúrgico y estudiante de secundaria de quince años, Luis Norberto Blanco. Yo formaba parte de la fuerza policial y fui testigo de la muerte de Blanco. Fue terrible. En ese momento entré en razón. No estoy aquí para para matar jovencitos que protestan por una idea, dije, y colgué las armas y el uniforme. Desde ese momento me persiguen… Todos se miraron en silencio, ganados por un cierto recelo.
Los obreros y los estudiantes, irrumpió con voz gravosa Eulalio, profesor jubilado y el más viejo del grupo. La historia parece cíclica, murmuró y acaso, por ese estado de la vejez que propende a dejarse llevar o tal vez para distender la tensión, agregó: el concepto del eterno retorno que yo conozco consta en el Timeo de Platón. Uno de los rasgos de la filosofía de Platón, es el carácter ecléctico; se siente la influencia de los presocráticos: Anaxágoras, Leucipo, Empédocles, Parménides, Pitágoras. Una colección de nombres como somos nosotros ahora, discutiendo de temas circunstanciales como los que nos depara nuestra existencia, sin que por eso, dejemos de tratar los que se tratan en todas las épocas, los temas universales. Como sea, de todos ellos, de todos esos nombres, quiero decir, Platón como siempre extrae una proposición que es propia de su genio, por ejemplo, la proposición de que Dios ha hecho lo mejor posible. Los que creen en él deberían contribuir para que se cumpla su voluntad
El mejor de los mundos posibles, según Leibniz, agregó entusiasmado Elpidio, su teoría de la armonía preestablecida. Yo he leído la Teodicea... La historia del pensamiento acata la continuidad.
Por un momento parecieron sorprendidos, incluso desorientados por la irrupción de Eulalio y la exaltada intervención de Elpidio. Don Torrenti esbozo una ligera sonrisa. No sé a qué viene eso ahora, dijo Dalmasio, con incomodidad, Nuestro presente es lamentable y nosotros hablando del pasado. Pasado presente, dijo Eulalio. Hace quince años nuestra fuerza aérea bombardeó a su propia gente. Murieron civiles, hombres, mujeres y niños…
Don Cesáreo irrumpió elevando enérgicamente la voz, quizá lo guiaba el propósito de alejar el recelo: Ustedes saben que no soy peronista, pero siempre he respetado a las personas que se juegan por lo que creen. Eliseo, con veinte o veintiún año, siguió la rebelión de Emiliano Pérez, un hombre de La Tablada y Villa Manuelita.
Por eso mismo, entré en la policía, se apresuró a explicar Eliseo. Como la policía en Rosario estaba en contra del golpe, mandaron a buscar a los correntinos.
Cuente, cuente, reclamaron al unísono algunos. Elpidio se apresuró a preguntar: ¿Es verdad lo de las mujeres?
Hay poco que contar, dijo Eliseo, muestras de valor hubo en todas partes… las mujeres del frigorífico, del Saladillo y de los barrios se dirigían al centro y cuando los milicos quisieron detenerlas, les mostraron los pechos al grito de tiren, tiren…
Eulalio no pudo no pensar en el cuadro de Delacroix.
Ojalá ese valor lo tuviéramos ahora, dijo el zurdo; era muy inteligente, reservado y cauteloso. Eliseo sonrío, hay que actuar con cautela, dijo, el estudiante que mataron en la galería del centro, movió la indignación popular. Pero de ahí a que la gente mantenga su posición, hay que ver…
Don Sandalio avisó que las bogas estaban listas y todos se dispusieron a disfrutar del solidario banquete, predominante en el eufórico jugo de la vid. Pero, la sobremesa era el mejor momento, ya que, Don Sandalio sacaba su acordeón, Don César su guitarra y la siesta se animaba con un chamamé que impulsaba a Elpidio a tocar su flauta y el Dr. Ahmad su derbake. Por la tarde, el mate lograba reunirlos alrededor del bracero, discutiendo de política e incurriendo cada tanto en los temas laborales y la explotación de los obreros.
Tal vez el ambiente impregnado de los colores incomparables del verano, y el ambiente festivo que imperaba en el rancho de Don César hizo que Eliseo descuidara su huida. Ciertamente no negaba su situación por demás de inestable, sólo que estaba harto de huir de una amenaza tenaz y opresiva. Que sea lo que tenga que ser, se dijo enfáticamente, cualquier vida padece de riesgos. No soy yo la excepción.
El domingo, a media mañana, cuando llegó Don Cesáreo terminó de aceptar la franca hospitalidad que le propiciaba y la propuesta de compartir con Don Torrenti todo el tiempo que quisiera. Eliseo, después de tantas contradicciones y circunstancias adversas, se sintió plenamente feliz.
El lugar era casi desconocido y era difícil que supusieran como refugio, un espacio consignado por la precariedad y la pobreza. Salvo Don Cesáreo y sus amigos que regresaban a la ciudad, los habitantes de la costa, de carácter solitario y reservado, transcurrían en una dimensión paralela y un tiempo exento de las presurosas coordenadas habituales. Para colmo, conoció a Fabulina que, aprovechando una estrafalaria biblioteca que había montado Enrico, se empeñaba en enseñar a los niños una lógica que superase lo binario. Eliseo quedó fascinado; después de algunos rostros ahora incomprensibles, dado lo que había vivido con ellos, Fabulina le brindaba una vivencia a la que había aspirado toda su vida. Por supuesto, debió cortarse el pelo y desalojar la barba, en suma retomar una de sus versiones anteriores. Fue Don Torrenti quien, en el trato cotidiano que habían forjado, le aconsejó que retomara cierta precaución; no crea que aquí no se cultiva lo peor de nuestra condición, por más que los del otro lado nos excluyan, somos de la misma especie.
Nunca se supo, oficialmente nunca se supo. Fue una mañana en que Eliseo madrugó para acompañar a unos costeros a la isla. Debían rescatar a unos animales, cercados por la quemazón que los propietarios de los terrenos propiciaban, con la impunidad propia de quienes participan del poder. Alguien debe haberles avisado. Una partida policial aguardaba y no vaciló en disparar cuando bajaban de la barcaza. No quedó ningún rastro de los cuerpos. Enrico anotó en su libreta: vaya a saberse, dónde fueron arrojados. ¡Como tantos desaparecidos en la historia! Probablemente nunca lo sabremos ya que los muertos que cuentan no son los de las orillas, ni los indigentes o los desamparados.
Una o dos semanas después, una partida de tres policías llegó para requisar los ranchos, buscando a Eliseo. Uno de ellos, que había sido su amigo, aprovechó que sus compañeros bebían en el almacén de los gitanos y le dijo a Don Torrenti, en voz muy baja, por si alguien pudiera escucharlo. No los esperen, los mataron al desembarcar en la otra orilla. Yo lo previne a Eliseo, cuando dejó la fuerza, pero no me hizo caso. Esta búsqueda es sólo un pretexto.