He notado, no sin cierto asombro, que cada vez son más los seres humanos que adoptan una mascota. Y que muches de ellos no lo hacen en condición de tal (ser vivo, independiente, con su propia y historia y devenir que es querido, aceptado y respetado), sino en remplazo de otra cosa, persona, animal vegetal, mineral o avatar que se ha perdido, que nunca se ha tenido, que se ha soñado…
La mascota entonces es como si fuera una pareja que no te pregunta adónde vas ni te obliga a visitar a sus hermanas, un colega que reconoce tu superioridad, un progenitor que no te controla, un abuelo, un tataranieto, un psicoanalista que te escucha en silencio desde la pecera, un “match” de la página web, un fan que te da likes sin parar moviendo la cola, un hijo que no te frustra (salvo que pretendas que tu perro sea médico) ni se va a vivir solo, etceterexit.
También he notado un aumento exponencial de personas que tienen una sensación mitad inquietante, mitad movilizadora, mitad paralizante (sí, tres mitades, ¿y qué?) en su mente (angustia), en su cuerpo (ansiedad) o dirigida hacia algún objeto, ámbito o ser viviente del mundo exterior (llamémoslo miedo).
Son los tres exquisitos sabores de lo mismo, aunque hay quien dice que la angustia es un tango (“angustia de sentirme abandonado y pensar que otro a su lado…") y ansiedad, un bolero ("ansiechach, di tenerti en mis bruazos, suspirando palavras de amorrrr), cantaba Nat King Cole con maravillosa voz y horrible pronunciación.
En tiempos de pandemia, y en otros también, la angustia y las mascotas pululan por doquier.
Ahora bien, usted, lectore, puede decirme que no he notado nada diferente a lo que usted misme ha notado. Entre nos: a esta altura usted podría ya saber que los humoristas (y creo ser uno de ellos) solemos “ver lo que nadie ve”... y tropezar con lo obvio.
Por eso quizás poca gente haya visto, percibido, la extraña tendencia en tiempos covideros: la enorme cantidad de seres, seras y seros humanes que por no querer o no poder adoptar un perrito, gatito, tiranosaurito, pollito, cangurito, sapito, bacilito, elefantito, panterita, lobizoncita o vampirito para hacerse mutua compañía y darse felicidad terminó adoptando a su propia angustia.
En verdad, no es algo difícil de conseguir, ya que la angustia ya vivía con uno, por lo cual no hay que "traerla a casa y ver si se acostumbra”.
Además, los otros miembros de la casa pueden adoptar sus propias angustias, lo que es fuente de rivalidades y conflictos. Y ni le cuento si todos adoptan la angustia de uno y se la pasan jugando con ella noche y día.
Cierto es que, a veces, la pareja o la familia no aguanta la angustia de uno y termina yéndose –la pareja o la familia, no la angustia, que, todo lo contrario, si te ve solo probablemente se agrande y te rodee porque piensa que la necesitás más que nunca–.
Se han descripto casos de personas que, cuando su pareja les deja, se llevan la angustia con él o ella. Eso está muy mal, y habría que reclamar, pero aún no conozco a nadie que lo haya hecho. Parece que la forma normal de pensar es: “Bueno, si la angustia prefiere irse con ella/él, que se vaya y sea feliz, seguro que pronto conseguiré otra angustia que me acompañe”.
Pero, en general, la angustia es fiel y, si fuera por ella, acompañaría a su “amo” hasta la muerte, aunque la noción de “amo” es bastante dudosa, ya que muchas angustias suelen actuar como si el “amo” fueran ellas.
Lo cierto es que una de las cuestiones que aquejan a quienes adoptan la angustia es el tema alimentario. Sepan que la angustia come de todo, aunque es cierto que algunas noticias las deglute con más entusiasmo que otras. El problema que surge ahí es que hay quien adopta una angustia “caniche toy” y en poco tiempo tiene una “gran danés”. También los fracasos no demasiado graves (propios y ajenos) y algunos éxitos (ajenos o propios) suelen ser rápidamente deglutidos. Para peor, la angustia deglute muy rápido y digiere lento.
Si uno saca a pasear su angustia, hay que tener cuidado de que sea justamente la angustia y no la ira, otro bichito que muchos adoptan, y que se las suele agarrar con los demás ni bien atraviesa la puerta de su casa (o dentro de su casa, si hay alguien). En cambio, a la angustia le gusta pasear, vincularse con otras angustias y, a veces, sentirse superior, o inferior, a ellas.
En resumen: la angustia te mueve, te inquieta, te saca de tu refugio neurótico, pero a la vez puede entristecerte, paralizarte y privarte de cosas buenas de la vida (como quien no se va de vacaciones porque no consigue a nadie que le cuide a Sultán, Lassie o Lapequelapé, según cada uno nombre a su mascota). Por eso, tal como a las mascotas de verdad, lo bueno es reconocerla como tal (o sea, la angustia no es tu mascota, tu perro no es tu suegra) y alimentarla lo justo –en el caso de las angustias, se alimentan solas– o, a lo sumo, poner las noticias solo dos minutos por semana.
No obstante, ante cualquier duda (obsesiva o no) respecto de su angustia, consulte a su psicoanalista (el suyo, no el de ella ni el mío), que vendría a ser un “angustional-trainer”.
Sugiero acompañar esta columna con el video “el dedo de Freud 3” de RS Positivo (Rudy- Sanz):