Bonsai, aquella novela del chileno Alejandro Zambra que se publicó en 2016, es una historia de amor homeopática, es decir, hecha de fragmentos autónomos con cierto remate poético de tal manera que podrían leerse todos por separado sin juzgarse como incompletos. La idea del árbol cuya belleza y lozanía se sostiene en que no se le deja crecer, conservando su cualidad de miniatura, fruto de un trabajo arduo muy alejado del simple regado y abono, parece la metáfora de una obra donde el autor se impone la restricción de recursos. Historia de final trágico, se trata sin embargo, con programada discreción sentimental, ironía fina y hasta decididamente humorística, acerca del género “historia de amor” y a su vez sobre la pregunta “qué es ser poeta en Chile”. Ambas cuestiones se revelan entramadas.

Alejandro Zambra es el joven antiedipo del presente, un narrador que escribe sobre poetas y cuyo proyecto parece consistir en desmontar el peso terrible de los padres, los poetas de altura cuya voz fónica, poética y estética suelen descollar en Chile hasta hacer indiscernibles sus versos de sus maneras de decirlos, de leerlos y hasta de hipnotizar con ellos. Su novela Poeta chileno, sentimental y bromista al mismo tiempo, responde en sus entrelíneas a la pregunta sobre qué hacer con los legados literarios. Cómo ponérselos al hombro. O cómo practicar parricidios indoloros deformándolos, convirtiéndose en sus parodias críticas o buscando en la multiplicidad de herencias menos evidentes. Más claro: ¿cómo no ser una copia?

Uno de los recursos de Zambra es apelar a la comicidad: por ejemplo, el protagonista de Poeta chileno se llama Gonzalo Rojas, igual que el famoso poeta, convirtiendo el uso de un seudónimo en un artículo de primera necesidad. Y así es que, luego de una graciosa especulación donde calibra las posibilidades de apellidarse como algunos de los más grandes de la literatura universal, se decide por “Gonzalo Pessoa”, aunque más tarde termine firmando su único libro como “Rogelio González”.

Poeta chileno no es un título que plante una bandera de identidad sino un leimotiv desestabilizador de toda identidad. Un thriller sobre lo que antaño se llamaba “vocación” -y que se definía como inefable, vitalicia y sacrificial- en tanto el suspenso que genera su trama, es también una fábula sobre el amor padre/hijo, sólo que esta relación no se sostiene en un lazo de sangre sino en una adopción tardía pero que -a la larga, se verá- aunque aleatoria, de efectos duraderos.

Poeta chileno es el elogio de la “familiastria” como alternativa creadora a la familia biológica. El capítulo dedicado a la diatriba a los padres de sangre, es una suerte de panfleto sociológico desopilante contra los padres separados y sus fallas en cuidar y sostener a sus hijos. “Se creen generosos porque ponen cien lucas mensuales, pero nunca hicieron una tarea con sus hijos, que de todas maneras los quieren, los incluyen en todos los dibujos. Aunque no lleguen. Porque a veces no llegan. Los padres biológicos, los padres separados, los padres puertas afuera, son todos la misma mierda.”

Poeta chileno es también una fábula liberadora sobre la posibilidad de la transmisión de un legado sin el peso de la tradición y de los grandes nombres. Lo que Gonzalo le transmite a su hijastro Vicente no es siquiera una biblioteca -la biblioteca aquí es un mueble que se ha comenzado a armar con intensión decorativa y sus volúmenes pueden ser deshechos de la basura o comprados con criterios de peso y de tamaño con el fin de ocupar estantes- los libros recomendados pueden no haber sido leídos. Así como la obra puede comenzar con un plagio, el viaje al extranjero puede carecer de la épica del exilio y del cinismo del ascenso social.

Tanto Bonsai como Poeta chileno empiezan con el relato del hacerse poeta (chileno) por el deseo de seducir a una mujer, leyéndole en voz alta. Y en ambos casos, esa mujer es una mujer que no lee, y mucho menos, que admira.

En Poeta chileno, expresión que, según un personaje lateral de la trama, equivaldría a decir “chef peruano” y “futbolista brasileño” (¿psicoanalista argentina?), propone una graciosa taxonomía de poetas: el que es gay pero no se identifica como gay, el que se propone anónimo, el que escribe libros de mil páginas, la que escribe en español y mapundung, la que escribe con la mano derecha y la izquierda. Zambra identifica una cantidad heterogénea de poetas y la novela se vuelve un verdadero nombraderal, como si quisiera oponer a los tres o cuatro nombres canónicos y solemnes, muchos otros, variados y de estatura alcanzable.

La figura del padrastro, a su vez, como la figura del tío que proponía Néstor Perlongher frente al padre biológico fatalmente atravesado por el tabú del incesto, es un estimulante iniciado en los pecados de este mundo y en ninguno de sus deberes. La familiastria, justicia poética, derrocaría al burgués complejo de Edipo y se opondría a las identidades basadas en la sangre o en las fraternidades juradas de las patrias, volviéndose hospitalaria a los vínculos porosos que conforman el archivo de Iberoamérica, siempre mutantes en la vida de todo los días y resistentes en su lengua al cepo de la Real Academia. Tan libre de mandatos como encontrarse a tomar una cerveza para leerse unos poemas.