Primero los fresnos. La brisa otoñal sacudió sus melenas. Alrededor de sus troncos se formaron coronas perfectas de un amarillo vibrante. El silencio de la calle duele en los oídos. El tránsito en la avenida es apenas un rumor cuando lo de todos los días era una manada de elefantes barritando.
Observo desde mi departamento los mensajes coloridos que escribiste en los vidrios ni bien te mudaste, ahora se ven casi completos. El balcón, lleno de cactus en macetitas de colores, espera paciente tu atención.
Llega el turno de los plátanos. Alertados por las temperaturas más bajas, retiran los nutrientes de las hojas para almacenarlos en ramas, troncos y raíces. La energía debe estar ahí para hacer frente al invierno.
En estos días, colgaste dos llamadores de ángeles —uno de caracoles y otro de cañas— que se mueven al compás del viento.
Salgo para hacer unas compras en la farmacia.
Las estrellas asimétricas, de cinco puntas, se volvieron ocres y forman alfombras gigantes sobre las veredas, solo interrumpidas de vez en cuando por algún siempreverde o por algún edificio con encargado de la limpieza.
Los más viejos ya no salen a barrer. El miedo a lo desconocido y potencialmente mortífero los domina. Las familias jóvenes se quedaron sin personal doméstico. El teletrabajo de los padres y las clases virtuales de los niños sembraron tal caos en los hogares que ya no hay tiempo para pensar en la limpieza del exterior.
Estoy almorzando y te veo sentada a la mesa con una criatura que vi otras veces. Podría ser tu hijo pero no tenés redes de protección en el balcón y eso me hace dudar.
Vuelvo a salir por unas compras indispensables hacia el almacén más cercano. El amontonamiento en los supermercados me da miedo.
En la vereda de Callao, me encuentro con los liquidámbar, los últimos en reaccionar al otoño. En lo alto de las copas empieza la transformación: sus hojas pasan del verde al rojo y luego, al púrpura empezando por las nervaduras. Algunas caen a la mitad de su proceso de cambio de color pero la mayoría aparece en el piso como gotas de sangre coagulada, completando esta sinfonía melancólica.
Aprovechás los rayos tibios del sol del mediodía, entrás y te sentás frente a la compu con auriculares y micrófono. Permaneces varias horas ahí.
Llega el permiso para nosotros, los mayores de sesenta y podemos caminar unas cuadras en un perímetro cercano a nuestras casas. Agotados por el encierro y la soledad, nos volcamos en masa a las calles, aun los que nunca habían pensado en esa actividad más que para hacer algún mandado.
Cada paso crujiente convierte los ocres en polvo de oro. Los frutos negros, como pequeños erizos, agregan un toque de color.
Salgo al atardecer, el sol pega sobre las hojas y las tiñe de dorado. Klimt. “El Beso” que vi en el Belvedere de Viena toma forma en mi cabeza. El encierro de la pareja en su intimidad, la actitud protectora de él, la mirada embelesada de ella y el mundo a su alrededor fundiéndose en el vacío.
Hay dos muchachos en tu balcón fijando la red de protección. También la colocan en la ventana de la cocina. Un gatito blanco y negro se pasea por tu casa.
Se hace la hora del noticiero local y enciendo el televisor. El bombardeo mediático con las cifras de contagios y muertes nos persigue, la angustia me aprieta el estómago. Otra vez, Klimt: Judith con la cabeza de Holofernes en la mano. La representación de una mujer que llevaba a los hombres a un destino fatal a través de su sensualidad. Ahora tenemos a nuestra propia Judith: no distingue entre hombres y mujeres, ricos o pobres. No respeta edades. Los abrazos, tan arraigados y cotidianos en nuestra cultura, son ahora el bien más preciado.
Cuando me levanto del sofá para buscar el control remoto, te veo. Bailás en la cocina con un movimiento sexy, vestida de rojo, frente a un tipo alto, grandote, en cuero. A los pocos minutos, se apaga la luz de forma brusca. Tengo que confesarte que me quedé unos instantes frente a la ventana a oscuras. Me rondó el fantasma de la golpiza, de los femicidios que no dan tregua. Me tumbé en el sillón a ver una película y, un par de horas más tarde, ya estaba durmiendo.
Me despierta el ruido del cepillo del barrendero empujando las hojas. La sensación es rara, repaso la escena varias veces en mi cabeza y siento que te fallé. No observé una segunda vez, simplemente me olvidé.
Voy a la cocina, tu departamento está cerrado a cal y canto; vuelvo a sentir el vacío en el estómago. Preparo el desayuno, me siento frente a la ventana e imagino qué hubiera hecho de notar algo raro. Me doy aliento pensando que pasaste una noche plena de emociones, pero los pensamientos negativos me invaden y me hacen temblar. ¿Qué posibilidades hubiera tenido de haberme asomado varias veces más, anoche, y de llamar a algún teléfono de los que ofrecen ayuda?
Trabajo en la computadora, pasan un par de horas y cuando levanto la mirada, ahí están: en el balcón, tomando mates. Vos, hundida en la reposera azul con tu vestido rojo. Es tu camisón, en realidad. Te despeinás con los dedos y te volvés a peinar. Él me da la espalda y al hablar gesticula con movimientos eufóricos de brazos y manos. El termo forrado en cuero, con el que te ceba los mates, me llama la atención.
Al mediodía miro a la calle y lo veo salir de tu edificio. El termo bajo el brazo, el mate empezado en la mano y una bolsa de las que se usan para hacer compras colgada al hombro. La ropa, el andar, los brazos oscuros de tanto sol me hacen pensar que trabaja en el campo. Cruza la avenida y veo parpadear las luces de una camioneta que pasó la noche estacionada en la avenida.
Observo la arboleda del cantero central de Francia. Las palmeras con sus largos brazos desflecados forman una corona a varios metros del suelo. Sus racimos de frutos todavía verdes cuelgan pesadamente. La trompeta azul aferrada a esos troncos rugosos e inmensos ilumina el otoño, da esperanza.
Ya bajaste la persiana hasta la mitad o un poco más y todo queda suspendido, formando parte del silencio extraño que reina en estos días. Seguramente soñarás bonito y esta tarde te veré leyendo o estudiando en el balcón con otra energía.
Escucho las calandrias imitando todos los cantos, veo los horneros aprovechar el barro de los charcos y el grito del taguató sigue crispando el aire; todos los sonidos de un concierto sublime en medio del encierro.