Desde Barcelona

UNO Rodríguez mira foto del mural que el pintor Belin le ha dedicado  a Raphael, en el flanco de un edificio de la Linares, donde "El Niño" nació hace 79 años y desde hace más de seis décadas --como en toda España y en buena parte del mundo-- resuena quien sigue siendo aquel, digan lo que digan los demás. A Rodríguez el mural le gusta aunque no esté del todo seguro de que su concepto, el rostro de Raphael deconstruido como en piezas sueltas de un puzzle, sea el correcto. Porque si algo fue es y será Raphael, hasta el último aliento, es alguien imposible de hacer pedazos y con la entereza de quien, por estos días entrevistado una y otra vez, preguntado por su lugar en el universo, responde con la más humilde de las soberbias o con la más soberbia de las humildades: "No soy el primero: soy Raphael".

DOS Y el motivo para tanta pregunta obvia y para tanta respuesta brillante es la emisión de Raphaelismo: "documental definitivo" en cuatro partes que da cuenta y canta acerca de su vida y obra. Y Rodríguez estaba dudando entre verlo a Raphael o ver otro documental sobre ovnis producido por J. J. Abrams. Pero no dudó mucho. Raphael --con esa ph en su nombre clave en honor a la discográfica Phillips que fue su lanzadora hasta el infinito y más allá-- es, también, un objeto volador no identificado. Un apasionante misterio que permanece más allá del tiempo transcurrido y al que se le adjudican la más diversas razones a la hora de explicar lo inexplicable. Y lo más importante de todo: Rodríguez nunca vio un platillo volador pero sí vio muchas veces casi levitar a Raphael (en la televisión y hasta en directo) y hacer viajar astralmente a quienes lo oyen como parte de la banda sonora de sus vidas. Raphael --como el más atemporal de los dinosaurios-- siempre estuvo ahí al despertar. En singles perfectos como ese "Como yo te amo" o bizarros como "Balada triste de trompeta". En la crónica rosa de su noviazgo/matrimonio perfecto en coautoría con la aristocrática Natalia Figueroa uniendo a Las Dos Españas. En especiales navideños de RTVE. En reportes de sus hazañas internacionales y crisis artístico-existencial en Las Vegas y auto-exilio en Miami. En las noticias sobre su injerto de hígado que le extirpó una muerte segura a principios de milenio. En demenciales anuncios de la Lotería. En las constantes loas que le dedica gente como Serrat o Sabina o Miguel Ríos o Víctor Manuel o Bunbury con un respeto casi supersticioso y una gratitud por todas las mejoras laborales que consiguió en los años 60s para los de su gremio. En el rechazo de la Transición y de la Movida (aunque más almodovariano y arrebatado que nadie) considerándolo voz del franquismo mientras el cantaba "Qué sabe nadie". En --de vuelta de todo, dándole mil vueltas a todos-- ahora en lo más alto del cartel de festivales juveniles indie-cool a los que el opaco Julio Iglesias jamás llegará y en el reverencial cover-repertorio de estrellitas más nuevas y seguramente tanto más efímeras para ser reverenciado con mismos modales que se dedican a Bob Dylan y a Patti Smith (y encantado cuando se le comenta que los drogotas de after-hour ponen su música a la hora del chill-out aclarando que "Yo no me drogué nunca, pero no deja de ser halagador que le elijan a uno para flipar de madrugada. Sobre todo a uno como yo que acaba de cumplí 23 años de edad. Siempre cumplo 23. Ahí se detuvo mi reloj biológico. Ahora se abre ante mí un mundo con gente tan joven como yo, que ya es mucho decir").

Sí: Raphael no es historia pero sí es Historia e histórico y, enseguida, Rodríguez no puede dejar de mirarlo y de oírlo decir, nabokovianamente, que para él "el pasado no existe pero ha llegado el momento de mirar a los ojos al que fui". Y ahí están --en el primer episodio-- esos guiños pícaros y sonrisa encandiladora en sus inicios de rapaz casi dickensiano. Más Artful Dodger, aunque con aire angelical de Oliver Twist, descubriendo su vocación y destino colándose en una función de La vida es sueño. Buscándose la vida y encontrándose la fama a fuerza de voluntad y de certeza de que ha llegado para ya no irse. Raphael como el Primer Trabajador de sí mismo quien se sabe inimitable porque “El que me imita fracasa”. Raphael quien canta “Yo soy aquel” y “Yo sigo siendo aquel” y --falta menos para esto-- “Yo siempre seré aquel por los siglos de los siglos, amén, ámenme”.

Raphael --ayer y hoy y mañana-- siempre estuvo y está y estará, seguro de que hoy puede ser su gran noche, cualquier noche de estas, todas las noches.

TRES A Rodríguez --ya lo pensaba, pero lo piensa más y mejor luego de haberse sometido una vez más, en Raphaelismo, a las radiaciones del portador de uno de los contados discos de uranio "porque a la compañía le salía más barato eso que varios discos de platino"-- Raphael le parece un artista admirable que trasciende por mucho la figura del simple entertainer o performer del tipo melódico. Raphael es más rocker y más punk y más gótico y más emo y empoderado que cualquiera y su único “defecto” es no ser un gran compositor (pero para eso están los otros, entre ellos y por encima de todos ese otro titán que es Manuel Alejandro, quien le compone himnos a medida para que Raphael los recomponga al interpretarlos). Raphael es uno de esos cada vez menos frecuentes seres cuya especie nace y se extingue en sí mismo.

¿Mimo que declama? ¿Personaje escapado del musical Jekyll & Hyde para caer a solas en paisaje de Beckett y cantarle/cantarse, live, a un espejo un "No me mires así... ¡Que me molesta!" y acabar rompiéndolo de una patada y salir con chaqueta y micrófono al hombro?

No hay otro igual. No se consigue.

Raphael es el hombre que cayó a la tierra y que no se calla y que --a diferencia de David Bowie-- no tiene ninguna necesidad de reinventarse, porque se siente patentado para la eternidad tal cual es desde el minuto cero. Su condición de extraterrestre ya quedaba rubricada en la proeza de haber invadido y conquistado escenarios por todo el planeta en shows de más de tres horas/treinta y cinco canciones mucho antes que The Boss. Raphael aquí y allá y en todas partes y, en un tiempo, insomne vaciador de minibares para poder dormir: en el Olympia de París, en el Madison Square Garden, el Carnegie Hall y el Radio City de Nueva York, la Ópera de Sidney en Australia, el Bolshoi de Moscú, la Opera de San Petersburgo, el Palladium de Londres, el Shrine Auditorium de Los Ángeles, el Kennedy Center de Washington D.C. y, sí, la constante renovación del misterio de que alguien tan particular guste tanto a tantas culturas diferentes.

Pero antes de eso, habían tenido que pasar --para Rodríguez-- muchos años para que él pudiese adjudicarle a Raphael una genealogía no ancestral sino posterior a él. Tiempo después Rodríguez vería a Dennis Hopper y a Dean Stockwell en Blue Velvet o a Robert Blake en Lost Highway y pensaría "Estos son amigos de Raph". Sí, Raphael podrá haber nacido en Linares, Jaén; pero para Rodríguez fue concebido en Twin Peaks, Washington State.

CUATRO Hace años, Rodríguez leyó que, en una rueda de prensa, un joven periodista le preguntó a Raphael "¿Qué se siente ser viejo?". A lo que Rompe Raph, con raphaelismo, respondió: "Se siente lo mismo que sentirás tú. Sólo que yo lo hice y lo sentí antes. Y a ver si a ti te lo preguntará alguien de algún periódico de aquí a unos años...".

Palabras dignas de mural en la Gran Vía, piensa Rodríguez.